Dicen que los Sanfermines con niños son otra cosa. Sí, lo son. Muy distinta, y puede que incluso mejor. Hace un año, cuando escribí aquel post de San Fermín con un bebé hubo quien me dijo que con los hijos ya no podía disfrutar igual. Es cierto que al menos hay que guardar una salida nocturna, pero vivir estas fiestas con hijos es un placer, porque tienen mucha miga, tanta que casi es imposible degustarla toda: sólo la que aguante el cuerpo. Los Sanfermines diurnos, y ya son varios años que los vivo así, son más especiales y mágicos que los nocturnos.
Además de grandes momentos marcados en el programa de fiestas, como los gigantes y cabezudos, la procesión o los encierros, la fiesta está en la calle. Te la encuentras aunque no la busques: te tropiezas con ella en cada esquina y a cualquier momento.
Nos ha dado tiempo a huir de los kilikis y de admirar a unos gigantes agasajados con los chupetes de bebés que ya han dejado de serlo. Hemos tomado un vermú interminable, nos hemos chocado con las peñas y visitado a los toros en los Corrales del Gas, donde se les mira con pena y admiración y donde la envergadura de sus cuernos siempre sorprende.
Hemos paseado por las barracas (la feria) y nos hemos pateado, por supuesto, el lugar más centrado en los niños: Conde Rodezno y el Paseo de Carlos III, con sus músicos, bailarines, batucadas, artistas y teatro de calle.
Nos queda todavía ver los fuegos artificiales y disfrutar de uno de los momentos más mágicos y menos conocidos de las fiestas: el encierrillo. Ese momento para familias en el que se dirige a los toros desde los Corrales del Gas, donde descansan sin sobresaltos, hasta el corral desde el que empezarán a correr a las 8,00 de la mañana, puntuales, el encierro.
¿Alguien dice aún que no se pueden vivir estas fiestas con hijos?