Revista Conciertos

Veraniega 02: EL POYO DEL MACARIO.

Publicado el 20 julio 2010 por Alejandro Caja

Veraniega 02: EL POYO DEL MACARIO.Habitualmente se deslizaba a la siesta a eso de las tres, dejándose hundir en la penumbra mullida de la habitación durante una hora aproximadamente. De regreso a la superficie, aún entre sopores, se sentaba al ordenador y revisaba el correo, tal vez contestaba algún mensaje, y después cogía el bolso –libro, tabaco, cuaderno, boli­–, y se iba a tomar café al Bar Macario. Ya en la calle caminaba despacio, raseando las paredes para no salirse del caminito estrecho que pavimentaban de frescor los aleros.

El Macario era el centro del pueblo: punto de encuentro, estación de paso, aire acondicionado, café, tabaco, papel de liar, pan, huevos, quiniela y lotería, el botellín de “Mahou” a un euro redondo, toros, fútbol, “tour”, tute, dominó, mus… Un bar, el bar del pueblo, que sólo estaba tranquilo a la hora que él solía llegar, las cinco o las cinco y pico, cuando allí dentro se oía el zumbido familiar de la tele y poco más. El bar estaba en la calle principal –que en ese punto se dilataba en un anchurón repleto de coches estacionados– y orientado al oeste, y en consecuencia, por la tarde, miraba de frente al sol. Adosados a la fachada, a ambos lados de la puerta de entrada, había dos poyos de piedra y cemento en los que le gustaba sentarse, precisamente a esas horas, a pasar calor. Salía afuera con el café y el orujo y se sentaba en el cemento ardiente, sacaba el libro del bolso, encendía el cigarrillo… Y después se dejaba achicharrar. Sobre el poyo se proyectaba un emparrado frondoso que por las mañanas entoldaba, pero que a la tarde, con el sol en lo alto, apenas alcanzaba a tenderle una visera. Una vez allí instalado, con todos los bártulos a mano, recomenzaba su nervioso ceremonial: un sorbito al café, otro al orujo blanco, una pitada al cigarrillo, después se revolvía en el sitio, daba otro sorbo al café, leía unas líneas, entonces se descalzaba y apoyaba los talones en el canto del poyo, que también ardía, se mojaba los labios en el aguardiente, regresaba a la lectura… ¡Qué calor! Entraba a por otro café y otro orujo, y cuando la camarera le había servido, volvía a salir y se sentaba, y volvía a rebullir en el cemento, y empezaba otra vez con el café, y pasaba al orujo y de seguido se hundía en las páginas del libro, respirando por la nariz el aire seco y abrasador, removiéndose bajo el sol implacable… Pero poco a poco, al pasar de los minutos, su inquietud iba cediendo, bajando los brazos, hasta que por fin se dejaba vencer consumida al fuego de la tarde, y un rumor de fondo se extinguía en su consciencia, y una especie de silencio que antes no se dejaba escuchar se hacía presente… Una sensación extraña de calma conquistada se adueñaba de él, y al punto se sentía listo para volver a casa a hacer lo que todos los días, sentarse un rato a escribir, y después la cena, y luego, antes de acostarse, un disco, o bien la radio, para cerrar así el círculo de la jornada, el círculo de sus jornadas todas iguales. Pero antes de levantarse y marchar de allí, las tardes aquellas de verano que se sentaba a tomar café en el poyo del Macario, el hombre viejo esperaba, como quien espera  una señal,  a que el aire pesado y quieto comenzara a moverse, a desperezarse en una ligera brisa, y entonces se esforzaba en atrapar el roce fresco en la nuca, en los pliegues de los brazos, entre los dedos y en las sienes húmedas…

Un roce como un recuerdo, vale decir un beso, que el aire de la tarde depositara, cómplice, en el medio mismo de la frente de su soledad.


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