Michel Onfray
Ciertamente, lo ideal es no ponerse en la situación de tener que mentir, evitar la acción que os sentiréis obligados a ocultar. Prevenir para evitar tener que curar. Podemos, también, no decir nada, sin que eso sea necesariamente mentir: no decir una verdad no supone obligatoriamente instalarse en la mentira _salvo para los cristianos, que hablan de una mentira por omisión y ven la raíz del pecado en la intención misma de ocultar la verdad. Pero en el caso de que no seáis un santo, o una santa el caso de todos en esta tierra-, hay que conformarse con hacer de la mentira un mal necesario -lo más raramente posible, cierto. Porque evitar absolutamente la mentira instauraría el reino de la moralidad pura, sin duda, pero, igualmente, a falta de una santidad generalizada, el de la crueldad integral. Enmascarada, oculta, disfrazada o disimulada, ¿qué es, pues, esta verdad? La coincidencia entre el decir y el ser, entre una afirmación y el estado real de una cosa, de un hecho, de un gesto, de una palabra. Es verdadero lo que ha tenido lugar; decir la verdad, por tanto, es describir fielmente ese acontecimiento: estabais en casa de vuestros padres, os encontrabais allí de veras, lo decís _ahí está la verdad. Esta supone una voluntad deliberada de superponer lo real y el juicio emitido sobre ello. De buena fe, juzgamos, estimamos: si la distancia es nula entre lo que es, lo que vemos y lo que decimos, entonces la verdad sale a nuestro encuentro. En cuanto a la mentira, esta se desarrolla en el extravío voluntario: estabais en galante compañía y afirmáis que cenabais con vuestros padres _ahí está la mentira.
La verdad, casi nunca es bueno decirla
Eso sí, estaréis satisfechos de la verdad, nada más. ¿Es decir? Habréis dicho a los imbéciles que lo son, a los inoportunos que os molestan, a los interesados, los agarrados, los tacaños que os sacan de quicio, a los que han engordado o envejecido que los kilos de más o las arrugas no les sientan bien, habréis afirmado sin miramiento que estáis hartos de comer con personas que no os interesan, con los cuales las comidas se os hacen largas, os desplazaréis para decir a alguien que no soportáis su belleza, su inteligencia, su éxito, su dinero, confesaréis que los triunfos de los otros a menudo os encogen el corazón, mientras que sus fracasos os alegran la mayoría de las veces, etc.
Os habréis comportado como humanos y no habréis hecho más que decir la verdad, expresar lo que sentíais y se os pasaba directamente por la cabeza, sin privaros de ello... La vida cotidiana entera, cuando no actuamos de forma trasparente, se reduce a una clase de mentira por omisión. ¿Quién aceptaría sin temor saber lo que sus amigos piensan y dicen verdaderamente de él? ¿Quién jugaría a ser invisible para asistir a una comida donde se tratará de él, sin temer la pérdida de uno que pasa por su amigo? Los necios, los ingenuos, los inocentes...
Te amo, luego te miento...
La mentira hace imposible, de forma definitiva, la confianza necesaria en la relación ética. En consecuencia, una sola destruye la posibilidad misma de un trato moral. Cada uno tiene derecho a la verdad, y darla es un deber para quien dispone de ella. La verdad se practica a la manera de una religión, como un Dios que adoramos: nada justifica su derogación, en absoluto una comparación con sus consecuencias. Sin embargo, estas pueden ser catastróficas y provocar algo peor que la mentira. Poco importa, dicen, por ejemplo, Kant (1724-1804) y los cristianos. Así, cuando un nazi con las botas puestas entre en vuestra casa para perseguir allí a un judío que, con la estrella amarilla en el envés de su chaqueta, os demanda asilo en medio de la precipitación y se refugia en la habitación de al lado, tendríais que indicarle, efectivamente, la entrada de un individuo sofocado en vuestro salón y su ocultación. Hubiera perdido la vida tras el arresto, las torturas, el aprisionamiento y la deportación; ese hombre, convertido en desafío entre la verdad y la mentira, debería ser sacrificado en el altar de la pureza filosófica y del rigor moral. Kant tiene razón, en principio, pero ¿qué hacer con un principio invivible, impracticable, o bien, que cuesta un mal todavía mayor (la muerte de un hombre) que aquel del que queríamos escapar (la mentira)? Otros filósofos definen la mentira de otra manera, con menos rigidez, mayor conocimiento de la vida real y concreta. Menos doctrinarios, menos solemnes con el puro respecto de la ley moral que pretende garantizar la existencia de dicha ley en un mundo puro pero inexistente, más preocupados por la realidad humana, definen la mentira como el hecho de no dar la verdad, sin duda, pero solamente a quien se la debe. Lo cual modifica considerablemente las cosas. Pues todos comprobamos cómo no debemos forzosamente la verdad a todo el mundo. En efecto, algunos tienen derecho a ella, otros no; los unos pueden oírla, los otros no. En el ejemplo precedente, no se le debe la verdad a un nazi, si se sabe lo que va a hacer con ella, aquello para lo que dicha verdad le va a servir. Ocultándole la presencia de un judío disimulado en nuestra casa, no decimos la verdad, ciertamente, pero tampoco practicamos la mentira.
De ahí la necesidad de distinguir la mentira perjudicial, impura, la que busca un engaño destinado a someter al otro, a limitarlo, a evitarlo, a despreciarlo, y la mentira para ayudar, limpia, llamada por algunos mentira piadosa, la que cometemos, por ejemplo, con el fin de ahorrar sufrimiento y dolor a una persona querida. En sí, la mentira no es más que un instrumento a través del cual disimulamos y sustraemos la verdad respecto al otro. Pero se puede leer positiva o negativamente, dependiendo de las virtudes o los vicios a los que sirve. Reflexionad antes de informar a vuestro novio o vuestra novia sobre vuestra escapada de anoche...
FUENTE: Michel Onfray, Antimanual de filosofía. Madrid, EDAF, 2005, págs. 284-287.