Hijo de un escultor y de una comadrona, Sócrates nació en Alopece, cerca de Atenas, en el 470 a. C. Su educación fue ordinaria y se formó en literatura, música y gimnasia, siendo sus maestros Anaxágoras, Damón y Arquelao. Antes de convertirse en filósofo, trabajó como albañil y picapedrero, ayudando a su padre.
Participó en diferentes batallas de la guerra del Peloponeso como soldado de infantería, luchando contra Esparta. En ellas destacó por su resistencia, su destreza y su valentía en las campañas militares.
La mayor parte de su vida la pasó en los mercados y las plazas públicas de Atenas, entablando conversaciones con la gente y obligándoles, de alguna manera, a que se cuestionasen sus propias respuestas a las preguntas que no dejaba de hacerles. Fue así como surgió lo que hoy en día conocemos como el “método socrático”, una herramienta muy útil a los psicoterapeutas para conseguir que sean los propios pacientes quienes descubran dónde y por qué se equivocan.
Sócrates no dejó nada escrito ni tampoco fundó ninguna escuela de filosofía, pero su existencia estableció una frontera entre los filósofos que vivieron antes y después de él. La historia de la filosofía los divide entre:
- Pre-socráticos (Tales de Mileto, Parménides de Elea, Heráclito, Pitágoras, Anaximandro, etc)Del siglo VII a. C. hasta el siglo V a. C.- Les preocupan las fuerzas de la naturaleza, la cosmología y la meteorología.- Post-socráticos (Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Descartes, etc)Del siglo V a. C. hasta nuestros días. Elaboran teorías acerca del hombre y de su vida, de cómo debe vivirla. Aquí se conjugan la metafísica y la antropología.
Lo que sabemos de Sócrates nos ha llegado a través de las obras de sus discípulos. Uno de ellos fue el filósofo Platón y otro el historiador Jenofonte. Estos cuentan que, cuando contaba 70 años, Sócrates fue denunciado por haberse manifestado en contra de las creencias de los dioses ancestrales y por corromper con sus ideas a los jóvenes atenienses, siendo juzgado y condenado a ingerir cicuta. Dada su influencia en Atenas y sus muchos buenos contactos, no le habría sido difícil zafarse de dicha sentencia y huir, tal como le aconsejaron muchos de sus discípulos, pero él prefirió mantenerse fiel a sus principios, que le obligaban a respetar las leyes, aun cuando fueran injustas. Tomó ese veneno voluntariamente y se convirtió así en uno de los primeros mártires intelectuales de la historia.
"La Muerte de Sócrates" - Obra de Jacques Louis David en 1787- The Metropolitan Museum of Art
Mientras Platón definió a Sócrates como “el más sabio y justo de todos los hombres”, no faltaron quienes justificaron su sentencia de muerte, como el orador Esquines quien, años después de la muerte del filósofo, escribiría:
¿Acaso no condenaron a muerte a Sócrates el sofista, compañeros ciudadanos, porque se demostró que había educado a Critias, uno de los Treinta que derribaron la democracia?
Esta confrontación entre diferentes versiones acerca de la bondad o la tiranía de un mismo hombre, nos invita a imitar un poco a Sócrates al cuestionarnos si todo aquello que tenemos por verdadero en nuestras vidas lo es realmente o puede derrumbarse como un castillo de naipes si empezamos a indagar en sus cimientos.
¿Existen las verdades absolutas? ¿Podemos estar seguros al cien por cien de todo aquello que creemos que sabemos con certeza?
A veces, basta con leer un libro o ver un reportaje que recoja una versión distinta de algunos hechos para que nuestra mente se sienta invadida por mil dudas.
De los que nunca leen ni muestran interés alguno por aprender nada nuevo, acostumbramos a decir que son unos ignorantes. Pero a veces esos “ignorantes” nos sorprenden defendiendo a capa y espada lo que ellos creen, porque ellos no suelen dudar de lo que afirman, aunque quienes les oímos ya no sepamos qué cara poner ante tales disparates.
En cambio, cuantos más conocimientos atesora una persona, cuanto más culta es y más argumentos podría encontrar para defender sus ideas o sus teorías, nos puede acabar demostrando más inseguridad, más dudas y más humildad a la hora de aventurar sus juicios.
Es en ese punto en el que podemos llegar a comprender aquel “Sólo sé que no sé nada” de Sócrates. Porque, cuanto más conocemos, más ideas tenemos que contrastar para llegar a alguna conclusión. La información es poder, pero siempre hay que saber distinguir el grano de la paja, la noticia debidamente contrastada de los rumores sensacionalistas o los intereses de las diferentes partes.
En una realidad como la que nos contiene, donde las relaciones virtuales están sustituyendo impunemente las relaciones cara a cara y en la que nos comunicamos a través de pantallas, ocultando la propia identidad, inventándonos una vida que en realidad no vivimos y confundiendo un puñado de “likes” con la amistad, el agradecimiento o el respeto, ¿podemos hablar de verdades o mentiras?
Dicen que la historia siempre la han acabado escribiendo los vencedores y que éstos siempre han procurado retratarse muy políticamente correctos en las fotos y en las crónicas que las acompañan.El caso es que, por mucho que estudiemos o nos informemos, nunca estaremos en posesión de ninguna verdad absoluta. Cada uno de nosotros atesorará su compendio de verdades relativas, ésas que nos permiten hacer de nuestra vida un universo aceptable y poder dormir por las noches acallando una conciencia más o menos tranquila. Porque todos acabamos disfrazando nuestra versión de cada hecho para que nos avergüence un poco menos. Delatar la paja en el ojo ajeno no nos cuesta nada, pero admitirla en nuestra propia mirada siempre ha sido otro cantar.
Aquellos a quienes siempre les hemos importado, dícese nuestros padres y maestros, siempre nos han sugerido aquello de “el saber no ocupa lugar”. Tenían razón entonces y la siguen teniendo ahora, pero lo que no nos dijeron nunca fue que esos saberes se tienen que cuestionar siempre. No podemos limitarnos a grabarlos en nuestra memoria y proceder a repetirlos como lo haría un loro si le adiestrásemos para ello. Todas esas ideas, esas historias y esos datos acumulados, los tenemos que procesar, darles la vuelta, someterlos al diálogo socrático o la mayéutica como lo denominaba el propio Sócrates haciendo referencia a su similitud con el proceso del parto.
Llegar a conocernos a nosotros mismos siempre implica dolor y desafío, al atrevernos a engendrar y parir ideas nuevas a partir de los conocimientos que hemos adquirido de los demás. Pero es la única forma de descubrir nuestra propia verdad, aunque ésta siempre resulte relativa.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749