“Vergogna, vergogna” se escuchó ayer en el Vaticano, porque en sus fiestas patronales esta próspera autocracia, en un alarde de generosidad, ofreció 500 euros a los rumanos asentados extramuros de la basílica de San Pablo para que volvieran a su país. Rumanía y Bulgaria se unieron a la UE en 2007. Tres años antes, lo habían hecho otros diez países de Europa central y del Este, ampliando la UE a 25 Estados miembros. Estas entradas posibilitaron que España pasara milagrosamente al paquete de países prósperos de la UE y participara del humor anglosajón de sus camaradas del norte. Rumanía se convirtió en un socio de pleno derecho, pero no así sus ciudadanos, que no parecen disfrutar del mismo derecho a la libertad de circulación en igualdad de condiciones que, por ejemplo, un alemán (diez países tienen restringida la entrada de pobres de estos dos países).
Faltan ganas, falta visión europea y de ahí los aspavientos y las alarmas cuando unos cientos de europeos sin hogar acampan cerca. Mientras, los rumanos piden a la puerta de sus iglesias y también de las nuestras. Queríamos a Rumanía porque aquí los huevos de oro de nuestra particular gallina empezaron a reducir quilates y el Este se convirtió en el nuevo Eldorado: millones de consumidores ávidos de la marca Europa, una mano de obra barata y, el gran huevo de avestruz, más suelo con el que especular. Pero no queremos a sus pobres, que no vengan, que son suyos. Hasta el representante de Dios en la Tierra les financia el tiempo de descuento en la marginación, aunque el partido ya se haya acabado.
Lo que no saben es que detrás espera un ejército de nuevos desarraigados, que se cuentan por otros cientos, miles, millones… y se cuelan por el ojo de la aguja y por las grietas de la piedra sobre la que se asienta esta iglesia de tecnócratas y capitalismo despiadado, cuestionando la solidez de sus piedras.