Revista Opinión

VI. 1889: El siglo de las luces.

Publicado el 18 septiembre 2018 por Flybird @Juancorbibar

EN 1876, LA JOVEN REPÚBLICA de los Estados Unidos conmemoró el primer centenario de su Independencia con un evento deslumbrante. Realizada en la ciudad de Filadelfia, la “Exposición Internacional de Artes, Manufacturas y Productos del Suelo y de las Minas”, ocupaba un área de 1,2 millones de metros cuadrados, igual a la suma de 290 campos de fútbol o casi el tamaño del Parque de Ibirapuera, en São Paulo. Reunió a 60 mil expositores de 37 países distribuidos en 250 pabellones y recibió 9 millones de visitantes, el equivalente al 20% de la población americana de la época. La feria era un símbolo del genio emprendedor de la nueva potencia industrial emergente de América del Norte. Entre las últimas novedades de la ciencia y la tecnología allí exhibidas estaban la Remington Number 1, primera máquina de escribir comercializada por E. Remington & Sons, un modelo de motor de combustión interna que en los años siguientes Henry Ford usaría para construir su primer automóvil y un sistema automático de envío de mensajes telegráficos desarrollado por Thomas Edison, también inventor de la lámpara eléctrica y del fonógrafo (aparato capaz de reproducir sonidos).

     En ese ambiente de excitación y curiosidad, el profesor escocés Alexander Graham Bell, de 29 años, parecía descolocado. Sus primeros días en la feria fueron de desánimo y frustración. Él traía de Boston, ciudad donde vivía, un artilugio llamado provisionalmente “nuevo aparato accionado por la voz humana”. Al llegar a Filadelfia, descubrió que parte de la bobina se había extraviado con el equipaje. Mientras intentaba recuperarla a toda prisa, se dio cuenta de que la organización de la feria le había destinado una pequeña mesa de madera escondida al fondo de un distante corredor. Era un espacio poco frecuentado por los visitantes y fuera del recorrido de los jueces encargados de evaluar y premiar los inventos. Como se había inscrito a última hora, su nombre ni siquiera aparecía en el programa oficial de la exposición. La probabilidad de que alguien viese su invento era mínima.

     Todo esto cambió debido a una extraordinaria coincidencia. Al final de una tarde, un afligido Graham Bell observaba a distancia, en el pabellón central de la feria, a los jueces preparándose para irse sin haber pasado por el lugar donde él exhibía su nuevo aparato. De repente, una voz fina y estridente le llamó la atención:

     – ¿Señor Graham Bell?

     Al girarse, Graham se encontró con un señor de barba blanca y ojos muy azules. Llevaba ropa oscura, chistera y bastón. Era el emperador de Brasil, don Pedro II. Ambos se habían conocido semanas antes, en Boston, donde Graham Bell había creado una escuela para sordomudos, asunto de gran interés para el soberano. El emperador le pidió asistir a una de sus clases y quedó impresionado con los métodos utilizados por el joven escocés. Después, acompañado de una numerosa comitiva, siguió viaje para Filadelfia, donde participó de la ceremonia de apertura de la exposición al lado del presidente Ulysses Grant. Primer monarca en visitar Estados Unidos, era la más grande celebridad internacional invitada al evento. Durante los tres meses anteriores, había visitado diversas regiones del país, siempre tratado con deferencia y admiración. Su presencia, destacada casi diariamente en los periódicos, atraía multitud de periodistas y curiosos, exigiendo a veces la intervención de la policía para evitar tumultos. Al reencontrase casualmente con Graham Bell en el vestíbulo de la feria, iba acompañando a los jueces, como invitado de honor, en la tarea de evaluación de los inventos.

     – ¿Qué hace aquí el señor? – preguntó don Pedro.

     Graham Bell le contó que acababa de patentar un mecanismo capaz de transmitir la voz humana, pero, lleno de modestia, le explicó que se trataba de un prototipo susceptible aún de muchos ajustes y perfeccionamientos.

     – Ah, entonces hay que echarle un vistazo… – respondió don Pedro.

     La escena que siguió hoy forma parte de los grandes momentos de la historia de la ciencia. Escoltado por el emperador de Brasil, por un batallón de reporteros y fotógrafos y por los jueces, que, a esas alturas, habían desistido de irse, Graham Bell salió pitando por las escaleras y pasillos de la exposición hasta el oscuro lugar donde habían confinado su aparato. Al llegar allí, le pidió a don Pedro II que se pusiese a una distancia de casi cien metros y mantuviese junto a su oído una pequeña concha metálica conectada a un hilo de cobre. Finalmente, atravesó la galería y, en el extremo opuesto del hilo, pronunció las siguientes palabras, sacadas de la obra teatral Hamlet, de William Shakespeare:

     – To be or not to be (Ser o no ser).

     – ¡Dios mío, esto habla! – exclamó don Pedro II. – ¡Lo oigo! ¡Lo oigo!

     En seguida, saltando de la silla, corrió al encuentro de Graham Bell para felicitarlo por la proeza.

     Más tarde rebautizado como teléfono, el “nuevo aparato accionado por la voz humana” sería considerado la mejor de todas las novedades presentadas en la Exposición Universal de Filadelfia. Fue también uno de los acontecimientos más importantes del siglo XIX, el llamado “Siglo de las Luces” debido a una serie de innovaciones científicas y tecnológicas que cambiaron de forma radical la vida de las personas. Afectaron prácticamente a todas las actividades humanas, pero tuvieron especial impacto en las áreas del transporte y la comunicación. Sus efectos pueden observarse incluso hoy día en la manera cómo las personas viajan, estudian, trabajan o se divierten. Un conjunto todavía más notable de transformaciones ocurrió en las ideas, alterando radicalmente la forma cómo hasta entonces las sociedades habían sido organizadas y gobernadas. Fue un periodo marcado por guerras y revoluciones que modificaron creencias y convicciones, redibujaron fronteras de países, derribaron sistemas de gobierno y establecieron nuevos patrones de convivencia entre los seres humanos.

     Para tener una noción de la importancia del siglo XIX, basta con ver la impresionante galería de pensadores, inventores, científicos, artistas y revolucionarios que vivieron esa época. Algunos ejemplos:

     En ciencia y tecnología, Robert Fulton, Michael Faraday, Jean-Baptiste Lamarck, Pierre Laplace, Charles Darwin, Alexander Graham Bell, Thomas Edison, Karl Benz, Gottlieb Daimler, los hermanos Auguste y Louis Lumière, Louis Pasteur, Sigmund Freud, Max Planck.

     En la literatura, Johann Wolfgang von Goethe, Stendhal, Mary Shelley, los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, Jane Austen, Leon Tolstoi, Fiódor Dostoievski, Alexandre Dumas, Victor Hugo, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Charles Dickens, Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Mark Twain, Henry James, Oscar Wilde, Walt Whitman.

     En la pintura, Francisco de Goya, John Constable, Édouard Manet, Claude Monet, Eugène Delacroix, Edgar Degas, Jean-Auguste Ingres, Pierre-Auguste Renoir, Paul Cézanne, Camille Pissarro, Edvard Munch, Vincent van Gogh.

     En la música, Ludwig van Beethoven, Joseph Haydn, Franz Schubert, Gioachino Rossini, Niccolò Paganini, Richard Wagner, Frédéric Chopin, Giuseppe Verdi, Robert Schumann, Héctor Berlioz, Georges Bizet, Franz Liszt, Johannes Brahms, Piotr Tchaikovsky, Claude Debussy.

     En filosofía, Friedrich Nietzsche, Georg Friedrich Hegel, Auguste Comte, Herbert Spencer, Karl Marx, Friedrich Engels.

     Los preludios del vendaval transformador ya se habían manifestado el siglo anterior. La Revolución Industrial, en Inglaterra, había transformado por completo los medios de producción. Gracias al uso de la tecnología del vapor, las fábricas inglesas pasaron a producir bienes y mercancías a una escala hasta entonces nunca vista. La Independencia de los Estados Unidos, en 1776, originó la primera democracia republicana de la historia moderna y sirvió de inspiración a la Revolución Francesa de 1789. Hasta entonces, con raras excepciones, los países habían sido gobernados por reyes y emperadores, que reclamaban derechos divinos para dirigir los destinos de los pueblos. En el nuevo régimen había otra fuente de poder, la propia sociedad organizada y consciente de su papel político en la conducción de las cosas públicas. “Todo poder emana del pueblo y en su nombre debe ser ejercido”, era su lema. Los revolucionarios franceses habían proclamado la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, según la cual todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos.

     Las ideas del siglo XIX se hacían eco de esas transformaciones. Se reivindicaba la redistribución de riquezas y privilegios en la sociedad, incluyendo la propiedad de la tierra y los medios de producción. En el campo, los agricultores defendían la reforma agraria. En las ciudades, la burguesía – clase social que se había enriquecido con el comercio y en otras actividades, pero que no tenía títulos de nobleza – exigía que el pago de impuestos estuviese condicionado a la participación del Estado en los negocios. La tributación era la contrapartida al derecho de representación: sólo pagaría impuestos quien tuviese voz y voto. En las fábricas, los obreros exigían mejores salarios y condiciones de trabajo, la prerrogativa de organizarse en sindicatos y, eventualmente, entrar en huelga en defensa de sus intereses. “Proletarios del mundo, uníos”, clamaba el alemán Karl Marx en el Manifiesto Comunista de 1848.

     Brasil, obviamente, sufría el impacto de todas estas transformaciones, aunque siempre llegasen al país con cierto retraso. Un ejemplo de esto fue la propia Independencia, en 1822, precipitada por las guerras napoleónicas en Europa. La invasión de Portugal por las tropas francesas forzó a la corte del príncipe regente don Juan a huir a Rio de Janeiro, en 1808, iniciando un proceso irreversible que llevaría a la ruptura de los vínculos entre colonia y metrópoli catorce años más tarde. En las décadas siguientes, ferrovías, servicios de iluminación pública, redes de cables telegráficos y telefónicos, periódicos diarios y servicios postales organizados, entre otras novedades, habían ampliado mucho la capacidad de movimiento de personas e informaciones. En vísperas de la Proclamación de la República, nuevos medios de producción, transporte y comercio habían cambiado el régimen de trabajo y las relaciones sociales. Jóvenes oficiales del Ejército, abolicionistas, profesores y abogados, periodistas, escritores e intelectuales que habían ayudado a derribar la Monarquía brasileña estaban profundamente influenciados por las ideas desarrolladas, discutidas y a veces sufridas a costa de mucha sangre y sacrificio en otros países en una serie de eventos decisivos en la historia de la humanidad.

     Curiosamente, muchas de esas convicciones eran compartidas por el mismo don Pedro II, cuyo régimen en breve caería victimizado por las transformaciones del siglo. El emperador seguía de cerca la discusión de las ideas y el ritmo de los inventos que modificaban la faz del planeta. El teléfono, encomendado por él personalmente a Graham Bell mientras viajaba por Estados Unidos, llegó a Rio de Janeiro cuatro años más tarde – antes incluso de ser adoptado por algunos países europeos supuestamente más desarrollados que Brasil. Fue también de los primeros en patrocinar la fotografía, definida por el escritor americano Edgar Allan Poe como “el más extraordinario triunfo de la ciencia moderna”. Don Pedro fue llamado el “primer soberano fotógrafo” del mundo. Su vida y su reinado fueron documentados con detalle por la nueva tecnología desarrollada en 1839 por el francés Mandé Daguerre.

     En sus viajes al exterior, don Pedro II fue coleccionando una impresionante galería de celebridades internacionales del medio artístico, científico e intelectual, con las que se carteó hasta el final de su vida. La lista incluye a los portugueses Camilo Castelo Branco, Almeida Garrett y Alexandre Herculano, los franceses Victor Hugo, Lamartine y Pasteur, y al alemán Richard Wagner. Un ejemplo de la devoción y respeto que dedicaba a los intelectuales y a las ideas del siglo XIX fue su encuentro con Victor Hugo, en 1877, en París. A los 75 años, autor de algunas de las obras más importantes de la literatura universal, como la novela Los miserables, Victor Hugo era la mayor celebridad en la Francia de la época. Se había convertido también en un activista político radical, senador de la izquierda republicana, y detestaba los regímenes monárquicos. Él y don Pedro II estaban, por tanto, en lados opuestos del espectro político. Aparentemente, ninguno de los dos tenía nada que ganar con un encuentro que pudiese ser divulgado públicamente. Para los monárquicos, sonaría como una concesión innecesaria a los ideales republicanos, que a esas alturas ya tenían un número considerable de adeptos en Brasil. Para los republicanos, franceses y brasileños, también sonaría mal la reunión de uno de sus mayores exponentes mundiales con un viejo monarca, al que acusaban de gastar su ocioso tiempo en tertulias intelectuales en Europa.

     Don Pedro ignoró todas las ponderaciones y decidió, por cuenta propia, buscar a Victor Hugo, a quien admiraba profundamente. A través de la embajada brasileña, mandó preguntar si el escritor estaría de acuerdo en visitarlo en el hotel en que estaba hospedado en París. La respuesta vino seca y dura: “Victor Hugo no va a casa de nadie…”. Después de dos tentativas y dos rechazos más, don Pedro decidió ir personalmente, y solo, al apartamento del escritor, situado en el cuarto piso de un edificio de la calle Clichy 21, en el centro de la capital francesa. Sin previo aviso, llamó a su puerta la mañana del 22 de mayo. La sorpresa desarmó al gran escritor, que no sólo aceptó recibir al ilustre visitante sino que se hizo amigo y admirador suyo para el resto de su vida. El primer encuentro duró varias horas. Dos días más tarde, fue la ocasión de Victor Hugo de visitarlo en el hotel. El día 29, nuevamente el emperador fue a casa de él. Victor Hugo murió ocho años más tarde, en 1885. El respeto entre ambos era tan grande que, al saber de la muerte de don Pedro, en 1891, la hija del escritor hizo una cuestación para prestarle honras fúnebres.

     Navíos a vapor, locomotoras, el telégrafo y el teléfono encogieron el mundo en el siglo XIX a una escala jamás imaginada. Hasta entonces los seres humanos se habían movido a pie, a caballo, en carruajes, en barcos a remo o a vela. Esencialmente, eran los mismos medios de transporte usados en los 10 mil años anteriores, desde el establecimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades en la región de Mesopotamia. Cien años más tarde, todo se transformó por completo. En 1900, las personas viajaban en tren, barcos de vapor, automóviles movidos por motor de combustión interna. Inaugurado ese mismo año, el metro subterráneo de París transportaría a 15 millones de personas en sus primeros doce meses de funcionamiento. Tres años después, una nueva y revolucionaria forma de transporte entraría en escena, el avión, desarrollado casi simultáneamente en Estados Unidos por los hermanos Orville y Wilbur Wright y en Francia por el brasileño Alberto Santos Dumont.

     En 1800, un viaje oceánico entre Inglaterra e India, bordeando el cabo de Buena Esperanza, en el sur de África, duraba siete meses. A finales de siglo, gracias a los navíos a vapor inventados en 1807 por el americano Robert Fulton y a la apertura del canal de Suez, en el mar Rojo, en 1869, ese tiempo se redujo a sólo dos semanas. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, en 1914, la extensión de vías férreas en los cuatro principales países envueltos en el conflicto – Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia – era de aproximadamente 200 mil kilómetros, el equivalente a la mitad de la distancia entre la Tierra y la Luna. En esa misma época, el número de automóviles y camiones circulando por las carreteras del continente europeo era superior a 2 millones.

     En los medios de comunicación el impacto de las nuevas tecnologías fue aún mayor que en los transportes. A comienzos del siglo XIX, cartas y noticias viajaban a la misma velocidad que las personas, a pie o transportadas a lomos de caballo, carros y navíos. Una correspondencia despachada en Lisboa tardaba dos meses en llegar a Rio de Janeiro. Las imprentas mecánicas a vapor, el telégrafo y el teléfono lo cambiaron todo. La información, que antes viajaba por tierra o por mar, ahora era transmitida de manera instantánea en forma de señales eléctricas por cables metálicos. En 1880, apenas 43 años después de la invención del telégrafo por los ingleses William Fothergill Cooke y Charles Wheatstone, el planeta ya estaba cubierto por una red de cables submarinos de 156 mil kilómetros, conectando lugares tan distantes como Inglaterra, Canadá, India, Brasil, África y Australia. A comienzos de siglo, el papel representaba un tercio del coste total de un libro o ejemplar de periódico. Cien años más tarde, gracias a procesos industriales más eficientes, esa proporción había caído a sólo un décimo del valor inicial. El menor gasto en la materia prima contribuyó al aumento de la circulación de periódicos y libros. El número de lectores se amplió.

     En Inglaterra, una de cada veinte personas leía periódicos dominicales en 1850. Medio siglo más tarde, en 1900, el número era de una de cada tres. En 1814, el periódico Times, de Londres, comenzó a ser publicado por imprentas movidas a vapor. En 1850, Julius Reuter creó la primera agencia de noticias del mundo, capaz de proveer a periódicos de diferentes países con informaciones actualizadas diariamente. En 1870, los mismos periodistas ya eran capaces de transmitir sus reportajes por telégrafo, originando una nueva categoría de profesionales, los llamados reporteros corresponsales o enviados especiales, que trabajaban lejos de las redacciones, muchas veces acompañando el desarrollo de una guerra directamente en los frentes de batalla. En los años siguientes incorporarían también el teléfono y la fotografía a su rutina de trabajo. El impacto político del uso de la información y del conocimiento fue inmediato. Nuevos lectores, mejor informados, comenzaron a presionar a los gobiernos para tomar decisiones con la misma agilidad. “La opinión se fabrica con tinta y papel”, constató el escritor francés Honoré de Balzac.

     El siglo XIX vio nacer o florecer una larga lista de ideologías caracterizadas por el sufijo “ismo”, como liberalismo y capitalismo, socialismo y comunismo, nacionalismo e imperialismo. Cada una de ellas proponía un nuevo modelo de sociedad y caminos diferentes para alcanzarlo. Liberales y capitalistas defendían la libertad de mercado y de iniciativa, una interferencia mínima del Estado en la economía y en la vida de las personas, la acumulación de capital como forma de generar nuevas empresas, más empleos, mayor producción de bienes y servicios. Los socialistas defendían lo opuesto: mayor implicación del Estado en la organización de todas las actividades, en la redistribución de oportunidades entre los más y los menos favorecidos, estructuras de protección para los más pobres. Los comunistas eran más radicales. Afirmaban que la Historia se caracterizaba por una irreconciliable lucha de clases entre nobles y plebeyos, ricos y pobres, capitalistas y trabajadores. Correspondería a los trabajadores industriales, los llamados proletarios, liderar la revolución contra el monopolio del capital y de los medios de producción y asumir el control del Estado, que, en el futuro, distribuiría las oportunidades equitativamente de acuerdo con las potencialidades de cada individuo.

     El nacionalismo y el patriotismo exaltaban el sentimiento nacional y, muchas veces, la superioridad de una nación sobre otra. Otro “ismo”, el imperialismo, sirvió de disculpa para que los países europeos se repartiesen entre sí vastas porciones del planeta, en especial en África, en forma de colonias o mercados dependientes de su poder económico y militar. Las herramientas de los nuevos imperios coloniales eran las ametralladoras, los fusiles, los trenes de carga y los barcos acorazados. Los avances en sanidad y en medicina también dieron su contribución decisiva en la ocupación de nuevos territorios. Con el descubrimiento de la quinina, sustancia usada para prevenir y tratar la malaria, las potencias europeas consiguieron adentrase por vez primera por los ríos africanos y trocear el continente entre sí. El imperio británico extendió sus dominios por todo el planeta, al punto de enorgullecerse de que, bajo su bandera, jamás se ponía el sol. Hasta vísperas de la Primera Guerra Mundial, cerca de 444 millones de seres humanos, un cuarto de la población del planeta, eran súbditos directos o indirectos de la reina Victoria.

     Las grandes ideologías del siglo XIX tenían en común la noción de que era posible reformar las sociedades y el Estado para acelerar el progreso humano rumbo a una era de mayor prosperidad y felicidad general. Se creía que la ciencia y la tecnología serían capaces de conducir a los seres humanos a un nuevo estrato de desarrollo, confort y autorrealización. Se decía que una era de oscurantismo, ignorancia y superstición quedaba atrás, sepultada por el uso de la razón como instrumento infalible para explicar no sólo los fenómenos de la naturaleza, sino también el funcionamiento de la sociedad. “Dios está muerto”, concluía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su clásico libro Así habló Zaratustra. El francés Auguste Comte sostenía que la observación de los fenómenos sociales, en especial mediante la lente de la Historia, y la cuidadosa planificación de las acciones llevarían necesariamente a un futuro mejor. El siglo XX – marcado por las dos grandes guerras mundiales, el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki y una increíble sucesión de genocidios – acabaría por desmentir buena parte de esas creencias. A finales del siglo XIX, no obstante, parecían seguir un curso predeterminado e irrevocable. Nuevos descubrimientos en el área de las ciencias naturales parecían confirmarlas.

     En 1859, Charles Darwin publicó un libro revolucionario de largo título: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la disputa por la vida. En el estudio, basado en viajes por diversos continentes e investigaciones de laboratorio, Darwin argumentaba que todas las formas de vida existentes en el planeta habían evolucionado de formas anteriores, por medio de un proceso de selección natural, incluyendo a los propios seres humanos, que, según el naturalista inglés, habrían evolucionado a partir de un ancestro común con los monos. El libro produjo una oleada de turbación porque ponía en jaque un dogma religioso importante. Según la Biblia, Dios había creado el Universo, la Tierra y a todos los seres vivos en seis días, incluyendo al hombre y la mujer. Siendo producto de la sabiduría divina, estas formas de vida tenían que ser necesariamente perfectas e inmutables. Darwin, él mismo un protestante enredado en crisis de conciencia por sus descubrimientos, sostenía lo contrario: todos los seres vivos estaban en permanente mutación, sujetos a un proceso errático de selección natural que dependía más de un transcurso de tentativas, errores y aciertos que de un designio previamente determinado. No siempre el mejor ni el más fuerte sobrevivirían. Dependiendo del ambiente y de las circunstancias, una forma de vida supuestamente inferior podía triunfar sobre otra, más fuerte y aparentemente más evolucionada.

     El impacto de la teoría de Darwin no quedó restringido al campo de la biología. En la filosofía, en la política y en la economía pensadores como Herbert Spencer y Karl Marx creían que las premisas de la evolución según la selección natural eran aplicables también a las ciencias sociales y económicas. ¿Era posible que las sociedades evolucionasen de la misma forma que los seres vivos, mediante un mecanismo interno de selección natural? Esto parecía tener todo el sentido en una época en que, gracias a las revoluciones industriales, científicas y tecnológicas, las sociedades estaban en un rápido proceso de transformación. Durante el siglo XIX, la población del continente europeo pasó de 205 millones en 1800 a 414 millones, sin contar otros 38 millones que emigraron a otras partes del mundo, entre ellas Brasil y Estados Unidos. Ciudades como Londres, París, San Petersburgo y Berlín doblaron y hasta triplicaron su tamaño en apenas cincuenta años.

     Mayor concentración urbana significaba mayor transformación política. Personas que hasta entonces vivían aisladas en el campo, a kilómetros de distancia unas de otras, ahora frecuentaban los mismos ambientes, participaban en fiestas públicas, se encontraban en misas y cultos dominicales. Los obreros empleados en las cadenas de producción industrial ahora se podía reunir al final de la jornada para discutir y reaccionar a lo que juzgaban una injusticia de los jefes y patrones, y decidir hasta paralizar la fábrica para forzarlos a dar marcha atrás. El resultado fue la eclosión del movimiento obrero y de los sindicatos, con un poder político hasta entonces nunca visto. La urbanización acelerada también originó lo que algunos observadores llamaron “masas anónimas y peligrosas”, materia prima para rebeliones repentinas y anárquicas que parecían escapar a cualquier tipo de control de las instituciones. Fue el caso de la Comuna de París, la mayor revolución popular del siglo, entre los días 18 de marzo y 28 de mayo de 1871, en la que, en número estimado, 20 mil personas fueron ejecutadas de forma sumaria en los suburbios de la capital francesa.

     En 1866, al contemplar el panorama devastador de las transformaciones ocurridas en la historia de la humanidad a lo largo de las décadas anteriores, el escritor ruso Fiódor Dostoievski resumió sus conclusiones en la historia del criminal Rodion Raskólnikov, protagonista de su novela más famosa, Crimen y castigo. Al inicio del libro, Raskólnikov, un exestudiante pobre de la ciudad de San Petersburgo, mata de forma chapucera a una vieja usurera, propietaria de una casa de empeños, por dos razones. La primera es robar su dinero y usarlo para realizar buenas obras, como contrapartida del crimen pavoroso que ha cometido. La segunda, comprobar la hipótesis de que algunas personas son ciertamente capaces de practicar ese tipo de atrocidad sin sufrir graves dilemas de conciencia. Se trata, por tanto, de un personaje símbolo de un siglo en que, gracias al supuesto avance de las ciencias y de las ideas políticas, los seres humanos se juzgaban con pleno control sobre sus actos, incluso para matar.

     En la parte final de la novela, ya preso y condenado por la justicia, Raskólnikov tiene un sueño, en el que se ve como parte de un mundo que sufre “un castigo terrible y sin precedentes”:

“Aldeas, ciudades, pueblos enteros eran atacados por aquella dolencia y perdían la razón. (…) Nadie se ponía de acuerdo sobre el bien y sobre el mal, ni sabía a quién se había de condenar y a quién se había de absolver. Se mataban unos a otros, movidos por una cólera absurda. (…) Abandonaban los oficios más comunes, porque cada uno proponía su idea, sus reformas y nunca había acuerdo. La agricultura también fue abandonada. Aquí y allá los hombres se reunían en grupos, trazaban una acción en común, juraban no separarse – pero un instante después comenzaban a hacer otra cosa enteramente diferente de aquella que acababan de acordar, se ponían a acusarse unos a otros, a pegarse, a apuñalarse. Hubo incendios y hambre. Los hombres y las cosas perecían. El castigo se extendía cada vez más. En el mundo entero sólo podían salvarse algunos hombres, predestinados a rehacer el género humano, a renovar la tierra, pero nadie veía a esos hombres por ninguna parte, nadie oía sus palabras”.

     Difícilmente podría haber mejor descripción del turbulento siglo XIX. Fue en ese clima de transformación y ruptura donde se dio la Proclamación de la República en Brasil.

Laurentino Gomes


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