Revista Opinión

VII. Los republicanos

Publicado el 23 septiembre 2018 por Flybird @Juancorbibar

VII. Los republicanos

UNA DILATADA Y RUIDOSA SALVA de aplausos acogió al abogado Antônio da Silva Jardim en el pleno de la Cámara Municipal de Campinas, en el interior de São Paulo, la noche del 26 de febrero de 1888. El orador acababa de llegar de Santos, donde vivía, y traía un mensaje radical para la platea allí reunida: la ejecución sumaria de los miembros de la familia imperial que eventualmente se resistiesen al cambio de la Monarquía por el régimen republicano. En opinión de Silva Jardim, los republicanos debían aprovechar el año siguiente, primer centenario de la Revolución Francesa, para instalar el nuevo régimen. A la familia imperial le serían dadas dos opciones. La primera, el exilio, con preferencia en Europa. La segunda, en caso de resistencia, la muerte en plaza pública en nombre de los intereses nacionales. Recordaba que, en 1789, los revolucionarios parisinos habían ejecutado en la guillotina al rey Luis XVI y a la reina Maria Antonieta, entre otros nobles franceses. La actitud, según él, debía guiar a los brasileños en las difíciles decisiones a tomar en los meses siguientes.

     – ¿Ejecución? ¡Sí, ejecución! – afirmó Silva aquella noche, con la mirada fija en la platea. – ¡Matar, sí, si tanto fuere preciso; matar!

     El incendiario discurso de Silva Jardim era parte de la propaganda republicana, que a esas alturas se había apoderado de los brasileños mejor informados y de los habitantes de los grandes centros urbanos. En 1889, había en todo Brasil 237 clubes republicanos, 204 de los cuales concentrados en las provincias del Sur y del Sudeste. Un total de 74 periódicos proponían abiertamente la caída del Imperio y funcionaban libremente en las diversas regiones. Algunos tenían nombres curiosos, como O Mequetrefe, de Rio de Janeiro. Otros nombres indicaban su tendencia revolucionaria, caso de O Combate, O Atirador Franco y A Revolução. Los más importantes, cuyos artículos causaban gran repercusión en la corte, eran la Gazeta de Notícias, dirigida por Ferreira de Araújo, el Diário de Notícias, que tenía a Rui Barbosa como colaborador, y O País, de Quintino Bocaiúva. En los pasquines y publicaciones satíricas, el emperador Pedro II era llamado “Pedro Banana” o “Pedro Caju”. La pluma demoledora del baiano Rui Barbosa se refería al soberano como “decadente figura de viejo coronado” y a la Monarquía como “cosa senil, gangrenosa, contagiosa, que pudría Brasil”.

     Antônio da Silva Jardim era el más radical de todos los propagandistas republicanos. Nacido en una localidad del estado de Rio de Janeiro, Vila de Capivari, y formado en la Escuela de Derecho de São Paulo, se casó en la ciudad de Santos con una sobrina nieta de José Bonifácio de Andrade e Silva, el Patriarca de la Independencia. En los meses que precedieron la caída de la Monarquía, recorrió diversas regiones de Brasil dando discursos incendiarios. En una incursión por Minas Gerais, visitó 27 ciudades en treinta días, viajando a caballo, en carros de bueyes o incluso a pie. “¡La revolución brasileña debe estallar pujante y victoriosa en el año 1889; no después!”, anunciaba, para delirio de las multitudes que se reunían para oírlo. “Para nosotros, como para toda la humanidad, este solemne año es un buen augurio para la libertad”.

     Muchas veces Silva Jardim se enfrentaba a ambientes hostiles. En la ciudad fluminense de Paraíba do Sul, reducto de los barones del café en la región del Valle del Paraíba, habló bajo una lluvia de piedras lanzadas desde la calle por adeptos al régimen monárquico. Algunos de los invitados salieron heridos. En otra ocasión, en Rio de Janeiro, hubo de interrumpir su discurso al ser atacado por la Guardia Negra, la milicia organizada por el abolicionista José do Patrocínio y compuesta por esclavos libertos simpatizantes de la princesa Isabel, heredera al trono.

     No todos los republicanos eran tan radicales como Silva Jardim. Algunos, más moderados, como el periodista Quintino Bocaiúva, preferían incluso esperar la muerte del anciano emperador Pedro II para, sólo entonces, hacer el cambio de régimen. Otros, como el profesor y teniente coronel Benjamin Constant, creían que la revolución tenía que suceder lo más rápidamente posible, sin embargo, en ese caso, la familia imperial debía ser tratada con todo respeto y consideración. Algunos, como el paulista Campos Salles, creían que era posible llegar a la República a través de las urnas, convenciendo a los electores paulatinamente de que el nuevo régimen era la mejor opción en el estado de desarrollo del país y también la más adecuada a los nuevos vientos libertarios que soplaban desde Europa y Estados Unidos. Otros discrepaban frontalmente de esta alternativa por creer que el corrupto sistema electoral del Imperio jamás permitiría el acceso de los republicanos al poder en unas elecciones regulares. La solución, por tanto, debía ser revolucionaria. Era el caso del gaucho Júlio Prates de Castilhos, del paraense Lauro Nina Sodré e Silva y del propio Silva Jardim, todos famosos por sus discursos y artículos incendiarios.

     A pesar de las divergencias circunstanciales en cuanto al modo de llegar al nuevo régimen, la campaña republicana se hacía eco de un sueño alimentado por muchos brasileños en diversos periodos de la historia nacional. Hasta entonces, Brasil había sido gobernado siempre bajo el régimen monárquico, en el cual todo el poder emanaba del soberano y en su nombre era ejercido. Fueron 322 años de administración de la corona portuguesa durante el periodo colonial – desde el Descubrimiento, en el 1500, hasta la Independencia, en 1822 – más los 67 años del Primer y Segundo Reinados, bajo el liderazgo de los emperadores Pedro I y Pedro II. Los republicanos defendían un cambio radical en ese sistema. La palabra “república” viene del latín Res Publica, expresión usada para designar la cosa pública, o sea, los bienes colectivos o los recursos del Estado. Bajo el régimen republicano, el poder sería ejercido por representantes elegidos por el pueblo con vistas a servir al interés común, es decir, a la cosa pública.

     En nombre de este concepto, en la segunda mitad del siglo XIX el país ya tenía una historia republicana significativa, aunque trágica. En ella se contabilizaban algunos mártires que hoy día figuran en el panteón de los héroes nacionales, caso del minero Joaquim José da Silva Xavier, Tiradentes, ahorcado en la Conspiración Minera de 1789, y del pernambucano Joaquim do Amor Divino Rabelo, fray Caneca, fusilado en la Confederación del Ecuador de 1824. Ambos murieron defendiendo el sueño de hacer de Brasil una República semejante a las de sus vecinos del continente americano.

     Además de la Conspiración Minera y de la Confederación del Ecuador, el ideal republicano estuvo detrás de episodios como la Guerra de los Mascates, de 1710, en Pernambuco; la Revuelta de los Alfaiates (también llamada Conjura Bahiana), de 1798; la Revolución Pernambucana, de 1817; la Sabinada, de 1837, en Bahia; la Revolución Farroupilha, de 1835, en Rio Grande do Sul; y la Revolución Praieira, de 1848, nuevamente en Pernambuco. Durante la Independencia, fue éste el proyecto de Brasil defendido por las corrientes más radicales de la masonería, que incluían al abogado Joaquim Gonçalves Ledo, al brigadier Domingos Alves Branco Muniz Barreto, al médico Cipriano J. Barata de Almeida y al clérigo Januário da Cunha Barbosa. “Pedro I sin II”, defendía en esa época el periodista João Soares Lisboa, redactor del periódico Correio do Rio de Janeiro, dando a entender que la Monarquía iba a ser apenas una solución transitoria durante el periodo de ruptura de los vínculos con Portugal. Después, el país debía caminar rápidamente hacia la República.

     Uno de los primeros periódicos republicanos de que se tienen noticias en Brasil fue el Sentinela do Serro, publicado en Minas Gerais entre 1830 y 1832, bajo la dirección de Teófilo Ottoni, abogado y político liberal. “Somos de la opinión de que lentamente se debe republicanizar la Constitución de Brasil”, proponía el periódico minero más de medio siglo antes de la Proclamación de la República. En 1869, un joven estudiante llamado Julio Cesar da Fonseca Filho tuvo que esconderse de la policía después de publicar en la ciudad de Aracati, en el litoral cearense, la primera y única edición del periódico Barrete Phrygio, referencia al gorro usado como símbolo de los revolucionarios franceses. Impreso en papel rojo para remarcar aún más su posición política, el periódico se decía “monitor de la revolución y de la República” y traía mensajes que, más tarde, sonarían proféticos:

     ¡Hagamos la República! ¡Fuera el rey!

     Cuidado con el Ejército: donde él predomina, la libertad es una mentira.

     Reprimidas por las autoridades cuando amenazaban la integridad nacional (caso de las revueltas regionales) o simplemente toleradas (caso de los ataques al emperador en la prensa), estas iniciativas eran en general vistas como movimientos aislados, que no llegaban de hecho a amenazar las instituciones de la Monarquía. El escenario comenzaría a cambiar no propiamente por la fuerza del ideario republicano, sino debido a una grieta en el edificio imperial. En julio de 1868, el emperador Pedro II insistió en nombrar un gobierno dominado por los conservadores, despreciando la opinión de la mayoría liberal en la Cámara de los Diputados. Era una forma de premiar al duque de Caxias, líder del Partido Conservador en Rio Grande do Sul y en esos momentos personaje fundamental en la conducción de la Guerra de Paraguay, pero significaba un cambio drástico en el ritual del poder del Segundo Reinado, en el cual el gobierno había reflejado siempre la composición de la Cámara. Sintiéndose despreciados, los liberales divulgaron un manifiesto en el que acusaban al soberano de promover un “golpe de estado”. Dos años más tarde, algunos de ellos dejarían el Partido Liberal para adherirse a la causa republicana, que, a partir de ahí, cobraría un vigor hasta entonces nunca visto.

     El día 3 de noviembre de 1870 está considerado por los historiadores como el punto de inicio de la jornada política que llevaría a la caída del Imperio dos décadas después. En esta fecha se creó en Rio de Janeiro el primer club republicano de Brasil. De él formaban parte los periodistas Quintino Bocaiúva, Francisco Rangel Pestana, Arístides da Silveira Lobo, Miguel Vieira Ferreira y Antônio Ferreira Viana, los abogados Henrique Limpo de Abreu y Salvador de Mendonça, el médico José Lopes da Silva Trovão y el ingeniero Cristiano Benedito Ottoni. Casi todos eran disidentes del Partido Liberal, todavía dolidos con la actitud tomada por don Pedro II en 1868. En la reunión inaugural del club, se tomaron tres decisiones: la redacción de un manifiesto a la nación, la creación de un partido republicano y el lanzamiento de un periódico que expresara las ideas del grupo.

     Redactado por una comisión encabezada por el abogado Joaquim Saldanha Marinho, exdiputado liberal por Pernambuco, exgobernador de las provincias de São Paulo y Minas Gerais y gran maestre de la masonería, el Manifiesto Republicano fue publicado el 3 de diciembre de 1870 en el primer número de A República, periódico de cuatro páginas con una tirada de 2 mil ejemplares y tres ediciones a la semana. En resumen, el texto intentaba probar que la monarquía ya no representaba los anhelos de la nación, criticaba el “poder personal” del emperador Pedro II y terminaba con una frase emblemática:

     Somos de América y queremos ser americanos. 

     Entre los 58 firmantes del Manifiesto Republicano se contaban doce abogados, ocho periodistas, nueve médicos, cuatro ingenieros, tres funcionarios públicos, dos profesores, nueve comerciantes y un hacendado. La repercusión fue tímida. El mismo don Pedro II, al conocer la noticia, no le dio importancia. “Ahora, si los brasileños no me quisieran como emperador, sería profesor”, le dijo al marqués de São Vicente, presidente del Consejo de Ministros, que le aconsejó defender la Monarquía y actuar contra los responsables de la publicación.

     A pesar de la poca repercusión inicial, el Manifiesto de 1870 puso la semilla para que iniciativas semejantes brotasen en otras regiones. Los dos años siguientes, fueron lanzados 21 periódicos republicanos por todo el país. De la lista formaban parte el Argos, en Amazonas; O Futuro, en Pará; O Amigo do Povo, en Piauí; A República Federativa, O Seis de Março, O Americano y O Manifesto, en Pernambuco; O Horizonte, en Bahia; O Correio Paulistano, A Gazeta de Campinas, O Sorocabano y O Comércio de Santos, en São Paulo; y O Antonino, en Paraná. En Rio Grande do Sul, el primer periódico republicano fue A Democracia, lanzado en febrero de 1872 por Francisco Cunha. El más importante, sin embargo, fue A Federação, inaugurado en enero de 1884, bajo la dirección de Venâncio Aires y, después, de Júlio de Castilhos, dos de los personajes más importantes de la historia de la Proclamación de la República.

     En Minas Gerais, O Jequitinhonha, publicado en la ciudad de Diamantina por Joaquim Felício dos Santos, declaró su adhesión a la idea republicana el 1 de enero de 1871. “Los amigos que componen la redacción de O Jequitinhonha resuelven adherirse explícitamente al programa del Club Republicano recientemente creado en Rio de Janeiro como ya comunicamos”, anunciaba el periódico en esa edición, diciéndose también órgano oficial del nuevo Partido Republicano minero. O Jequitinhonha fue a la quiebra cuatro años más tarde, pero luego surgirían otras publicaciones con el mismo ideario, caso de O Colombo, de la ciudad de Campanha, y O Movimento, de Ouro Preto.

     Le cupo a Itu, en el interior de São Paulo, ser la cuna del movimiento republicano brasileño mejor organizado. En esta ciudad aconteció, en 1873, la Convención de Itu, marco de la fundación del Partido Republicano Paulista (PRP), cuya actuación sería decisiva en la caída del Imperio, en 1889, y principalmente en la consolidación del nuevo régimen en los años siguientes. La convención fue realizada en casa del hacendado Carlos de Vasconcelos de Almeida Prado, donde hoy funciona el Museo Republicano, institución mantenida por la Universidad de São Paulo. Tenía como objetivo “autorizar una elección de representantes para un futuro congreso republicano con sede en la capital”, o sea, en la ciudad de São Paulo.

     Presidida por el hacendado João Tibiriçá Piratininga y actuando como secretario Américo Brasiliense de Almeida e Mello, exdiputado paulista y expresidente de las provincias de Paraíba y Rio de Janeiro, reunía la flor y nata de la agricultura cafetera de la región. Estuvieron presentes delegados de dieciséis municipios paulistas y una comisión de Rio de Janeiro. De los 133 miembros, 78 se declaraban agricultores. Entre el resto de los 55 participantes, había de todo un poco, incluyendo diez abogados, ocho médicos, cinco periodistas, farmacéuticos, dentistas y algunos comerciantes de esclavos. Una de las presencias más destacadas fue la de Campos Salles, representante de Pirassununga y futuro presidente de la República. De otro futuro presidente, Prudente José de Morais e Barros, se incluyó el nombre más tarde, aunque no estuvo en la reunión y ni siquiera en esa época era republicano.

     Hay un sarcasmo en la historia de la Convención de Itu: el más importante evento de propaganda republicana en São Paulo tuvo que ir de tapadillo a una conmemoración de la Monarquía para alcanzar la repercusión deseada. La fecha escogida para el encuentro, el 18 de abril de 1873, fue planeada para que coincidiera con la inauguración de la Vía Férrea Ituana, construida con capital privado y destinada a conectar la región de Itu con los raíles del Ferrocarril Santos-Jundiaí. La solemnidad de la apertura de la nueva vía férrea, ocurrida el día anterior, atrajo la atención de la prensa y del mundo oficial. Se trataba de un evento del gobierno imperial, pero era todo lo que los republicanos necesitaban. Al anochecer del día 17, todos los invitados a la inauguración se dirigieron a las cercanías de la iglesia Mayor, donde los republicanos mezclados con simpatizantes de la Monarquía escucharon bandas de música y asistieron al lanzamiento de fuegos artificiales promovidos por las autoridades del Imperio para celebrar el nuevo ramal ferroviario. Al día siguiente, los republicanos se reunieron en el solar de los Almeida Prado, justo al lado de la iglesia Mayor, para discutir las bases del movimiento que lucharía por el cambio de régimen. A punto de ser reactivado como atracción turística, después de muchos años de abandono, un tramo de esa antigua línea férrea, de siete kilómetros de longitud entre Itu y la vecina ciudad de Salto, es hoy en día llamado “Tren Republicano”, en una prueba más de que la historia, casi siempre, es contada y escrita según la óptica de los vencedores.

     Itu fue escogida para acoger la convención de 1873 no sólo por la coincidencia con la fecha relativa a la inauguración del ramal ferroviario. Situada a cerca de cien kilómetros de São Paulo, entre Campinas, Piracicaba y Sorocaba, esta ciudad reflejaba, a finales de siglo, los profundos cambios ocurridos en la economía cafetera los años anteriores. Como se vio en capítulos anteriores, en la segunda mitad de siglo el café era la principal riqueza brasileña. El eje de la producción, sin embargo, se había desplazado rápidamente del Valle del Paraíba a las tierras fértiles de la nueva frontera agrícola del oeste paulista, región dominada por los hacendados republicanos. Habían cambiado también las técnicas de cultivo y las relaciones de trabajo en los campos. “El hacendado de esa zona se distinguía por su espíritu progresista”, observó la historiadora Emília Viotti da Costa. “Procuraba perfeccionar los métodos de mejora del café, intentaba sustituir al esclavo por el inmigrante, suscribía capitales para la ampliación de la red ferroviaria y para la creación de entidades de crédito. Era pionero, activo y emprendedor”.

     El contraste entre la moderna explotación cafetera del oeste paulista y las decadentes propiedades esclavistas del Valle del Paraíba era notorio. En las postrimerías del Imperio, cerca de setecientas de esas antiguas haciendas, con un total de 35 mil esclavos, estaban hipotecadas por el Banco de Brasil en las provincias de São Paulo, Rio de Janeiro, Minas Gerais y Espírito Santo por la falta de pago de sus deudas. Sus dueños estaban arruinados. El cultivo del café en el Valle del Paraíba funcionaba con técnicas rudimentarias. La productividad era bajísima. La abundancia de tierras y mano de obra esclava eximía a los barones de realizar inversiones para mejorar las técnicas de producción.

     En todo el Valle del Paraíba, los cafetales eran plantados en laderas, sin ningún cuidado por detener la erosión del suelo. Después de quince o dieciocho años, toda la capa fértil había sido fregada por las lluvias y arrastrada al fondo de los valles y ríos. Detrás quedaba una tierra deforestada e improductiva salpicada de termiteros que todavía hoy se ven en la región. En vez de usar abono para intentar recuperarlas, los hacendados simplemente talaban la selva vecina y abrían nuevos campos, que, después de una o dos décadas, habían de ser igualmente abandonados. Eran los “cultivos nómadas”, en definición del francés Louis Couty, profesor de ciencias agrarias que visitó la región algunos años antes de la Proclamación de la República. “Por lo general cultivamos hoy la tierra como hace uno o dos siglos, y el régimen de trabajo esclavo es la única explicación plausible para este retraso de la principal de nuestras industrias en acompañar el cambio de ideas”, diagnosticaba el Informe del Ministerio de Agricultura, Comercio y Obras Públicas de 1882.

     Situación muy diferente era la de las nuevas haciendas de Campinas, Rio Claro, Itu, Piracicaba, Pirassununga y otras ciudades del oeste paulista. Aunque aún empleasen mano de obra cautiva, los caficultores de esta región fueron pioneros en la sustitución de los esclavos por el trabajo asalariado de inmigrantes europeos – caso de Nicolau Pereira de Campos Vergueiro, dueño de la hacienda Ibicaba, en Limeira, ya visto en el capítulo anterior. Otros cambios siguieron con la mejora del café, etapa ejecutada tras la recolección y el secado del grano. Máquinas modernas, como despulpadoras, ventiladores y separadoras, realizaban solas las tareas que, antes, exigían el trabajo de hasta noventa esclavos. También aumentaron la productividad media de las haciendas y elevaron la calidad final del producto, que pasó a tener precios mejores que el de sus competidores del Valle del Paraíba. Los costes disminuyeron.

     La prosperidad resultante de ese aumento de progreso impresionaba a todos. Al pasar por Campinas en 1859, el periodista y escritor Augusto Emílio Zaluar quedó asombrado al observar que la ciudad tenía tres fábricas de licores, dos de cerveza, una de velas de cera, una de sombreros, tres hoteles, diversas sastrerías, zapateros, un periódico, cuatro iglesias y un teatro – “mejor que el de la capital” y que “hace honor al buen gusto y a la riqueza de la población”, según anotó.

     Además de cambiar el escenario de decadencia hasta entonces reinante en el Valle del Paraíba, la nueva frontera agrícola inyectó nuevas ideas y reivindicaciones políticas en la élite cafetera de Brasil. La forma cómo los hacendados del oeste paulista veían Brasil y su futuro era muy diferente de la de los barones del Valle del Paraíba. Para ellos, la Monarquía ya no encajaba con el modelo de país que ansiaban. La solución tenía que venir de la República. “El Valle era un baluarte de reaccionarios, apoyados en la tradición, mientras que los hacendados paulistas tenían una conciencia emprendedora”, explicaron los historiadores Lúcia Maria Bastos Pereira das Neves y Humberto Fernandes Machado.

     En 1874, algunos de los hacendados participantes en la Convención de Itu se reunieron nuevamente en Campinas con el objetivo de recabar fondos para la creación del órgano oficial del nuevo Partido Republicano Paulista. Al año siguiente era lanzado A Província de S. Paulo, periódico que, más tarde rebautizado con el nombre de O Estado de S. Paulo, marcaría profundamente, hasta hoy, la historia de la prensa brasileña. Su “plan de acción”, redactado por Américo Brasiliense y fechado el 2 de octubre de 1874, defendía la “descentralización completa” del Estado brasileño, la libertad de enseñanza y la educación obligatoria, la separación entre Iglesia y Estado, el matrimonio y registro civil de nacimientos y muertes, la secularización de los cementerios, un Senado temporal y electivo, “elecciones directas bajo principios democráticos” y, como meta particularmente deseada por los paulistas, “los presidentes de las provincias elegidos por éstas”. Aunque el nuevo periódico evitase, por lo menos al principio, declararse explícitamente favorable a la caída de la Monarquía, sus diecisiete propietarios eran todos conocidos jefes republicanos, incluyendo los dos directores y socios principales, Francisco Rangel Pestana y Américo Brasílio de Campos.

     En los años que siguieron a la divulgación de su primer manifiesto en Rio de Janeiro y a la Convención de Itu, los republicanos brasileños se enfrentaron a un dilema que se revelaría insuperable. Era la escasez de votos. A pesar de la reacción de entusiasmo del público en las conferencias de Silva Jardim y de los inflamados artículos en la prensa, la campaña republicana no encontraba eco en las urnas. Por más animados que fuesen los mítines y por más ruidosa que fuese la campaña, con raras excepciones sus candidatos sencillamente no conseguían reunir los votos suficientes para ser elegidos. Era como si el electorado brasileño fuese sordo a las ideas y promesas del nuevo régimen. Obviamente, parte de esa frustración se debía a los vicios del sistema electoral del Imperio, totalmente controlado por los capitostes de la política local, habituados a mandar detener a sus adversarios y a cometer fraude en las urnas para asegurar la elección de sus protegidos. Pero esto sólo era parte del problema.

     Incluso en las ciudades más grandes, como Rio de Janeiro y São Paulo, supuestamente menos vulnerables a la manipulación de los coroneles de la Monarquía, los resultados electorales de los republicanos fueron, sistemáticamente, mediocres a lo largo de dos décadas. En las elecciones de agosto de 1889, o sea, tres meses antes de la Proclamación de la República, la suma de los votos republicanos en todo el país no llegó al 15% del total. Sólo Minas Gerais consiguió elegir dos representantes del partido para la Cámara de los Diputados – Martiniano das Chagas y Gabriel de Almeida Magalhães. En otras provincias, la lista de los derrotados incluía grandes figuras como Campos Salles, Prudente de Morais, Júlio de Mesquita, Francisco Glicério, Aristides Lobo y Lopes Trovão. En Paraná, Vicente Machado da Silva Leme obtuvo unos menguados treinta votos. En Sergipe, el resultado de Sílvio Romero fue aún peor, sólo seis votos – el de él mismo más el de cinco amigos y familiares. En Maranhão, los republicanos simplemente dejaron de disputar las elecciones por falta de candidatos.

     Además de débiles electoralmente, los republicanos estaban divididos. Entre ellos había rivalidades profundas e irreconciliables. En el primer congreso nacional del Partido Republicano, celebrado en junio de 1887 en Rio de Janeiro, comparecieron delegados de sólo nueve provincias más la capital, Rio de Janeiro. En el segundo, en octubre del año siguiente, también en la sede de la corte, estuvieron representadas sólo seis provincias. Sólo en mayo de 1889, casi veinte años después de la publicación del Manifiesto de 1870 y seis meses antes del Quince de Noviembre, lograron elegir a su primer presidente nacional, el periodista Quintino Bocaiúva. Aunque eso sí, con la deserción de Silva Jardim y sus aliados, que juzgaban a Bocaiúva excesivamente moderado y tolerante con la política imperial.

     Las mayores divergencias estaban relacionadas con la forma de república a ser implantada en Brasil y con el camino para llegar a ella. Los caficultores del oeste paulista y parte de los periodistas, profesores, abogados e intelectuales de Rio de Janeiro autores del Manifiesto Republicano de 1870 soñaban con una democracia liberal y federalista, semejante a la de Estados Unidos, con sufragio universal y libertad de expresión, que preservase, no obstante, los derechos a la propiedad y al libre comercio. En el ala más radical de los civiles, representada por Silva Jardim y Lopes Trovão, estaban los llamados jacobinos, admiradores de la Revolución Francesa y defensores de la implantación de la República mediante la insurrección popular en las calles e incluso de la ejecución de la familia imperial. Un tercer grupo era el formado por los positivistas, seguidores de la doctrina del filósofo francés Auguste Comte y que pregonaban el establecimiento de una dictadura republicana. Estaban dirigidos en Rio de Janeiro por Miguel Lemos y Raimundo Teixeira Mendes, y en Rio Grande do Sul por el abogado Júlio de Castilhos. Esta corriente tenía mucho crédito en el estamento militar, donde destacaba el profesor y teniente coronel Benjamin Constant, líder de la llamada “juventud militar”, como se verá con más detalle en el próximo capítulo.

     Otro foco de divergencias estaba relacionado con la esclavitud, el mayor de todos los problemas brasileños de la época. En el Manifiesto de 1870 y en el documento aprobado en la Convención de Itu, los republicanos pasaron de largo por el tema. La abolición de la esclavitud, decían los hacendados paulistas, debía ser tratada “más o menos pausadamente” en las provincias, de acuerdo con las posibilidades de sustitución del esclavo por mano de obra libre y teniendo siempre en cuenta el “respeto a los derechos adquiridos”. La resolución de Itu fue aprobada con el único voto en contra del abogado abolicionista Luís Gonzaga Pinto da Gama, que protestó contra “las concesiones hechas a la opresión y al crimen”. A causa de estas diferencias, Gama se apartó del Partido Republicano Paulista.

     El motivo de la omisión era obvio: muchos de los firmantes, incluyendo a la familia del futuro presidente Campos Salles, eran dueños de esclavos. Era demasiado esperar que defendiesen la abolición en contra de sus intereses personales. En una población de 10.821 habitantes, el municipio de Itu contaba en la época con 4.425 esclavos. O sea, de cada diez ituanos, cuatro eran cautivos. En una carta a su amigo y correligionario Bernardino de Campos, el 10 de julio de 1884, el abogado campinero Francisco Glicério definió bien la postura de los republicanos en relación al asunto: “Nuestro objetivo es fundar la República, y no liberar a los esclavos”. A su entender, la esclavitud era una herencia de la Monarquía, por lo que correspondía al Imperio resolver el problema y asumir los inmensos costes políticos que la decisión implicaba. Por eso, recomendaba que los republicanos evitasen el desgaste distanciándose del asunto en su propaganda. “Toda reserva en nuestra actitud nos traerá inmensos resultados”, aconsejaba.

     Las obras de Alberto Sales, uno de los ideólogos del movimiento republicano paulista, ofrecen un resumen de las ideas de los hacendados respecto de la esclavitud. Son conceptos que hoy suenan racistas y prejuiciosos, pero que, en la época, eran discutidos con mucha naturalidad en la prensa, en los libros y en los discursos en el Parlamento. “El africano, además de ser muy diferente del europeo, bajo muchos puntos de vista anatómicos y fisiológicos, aún se encuentra en un grado muy embrionario de evolución mental”, sostenía Alberto Sales. Según él, la ausencia de “evolución y de consistencia” en el cerebro de los esclavos habría contribuido a la degeneración racial brasileña. “La raza africana”, afirmaba, “por su inferioridad moral y por su incapacidad social y política, habiendo sido introducida brusca y violentamente en el seno de una población enteramente distinta, ciertamente no puede contribuir a su desarrollo moral e intelectual, sino a su atraso”. Añadía que “São Paulo había estado por mayor tiempo libre de la calamidad” debido al número relativamente menor de esclavos y de mestizaje racial en sus campos, lo que, a su vez, habría hecho de la región “el centro de un notable progreso moral e intelectual”.

     Hasta 1889, los diferentes grupos republicanos actuaban de forma aislada, con poca articulación entre sí, aunque todos se adhirieron rápidamente en la madrugada del 15 de noviembre al golpe del mariscal Deodoro da Fonseca, que, a su vez, hasta ese momento no se había identificado con ninguna de las facciones – y, según todas las evidencias, ni republicano era. En una reunión habida el 21 de marzo de 1889 en la hacienda Reserva, propiedad de Júlio de Castilhos situada en la región misionera, los republicanos gauchos trazaron un programa que no dejaba dudas respecto a los pasos a seguir en dirección a la República:

El Imperio debía ser atacado antes de la implantación del Tercer Reinado, esto es, cuando menos espera el ataque; el método preferible es volver contra el Imperio sus propias armas, esto es, hacerlo atacar por el Ejército, bajo la influencia y la dirección del Partido Republicano.

     El texto es indicativo de que la suma de las dificultades electorales más las divergencias internas arrojó a los civiles en brazos de los militares. Sin resonancia en las urnas, el Partido Republicano pasó a ver al Ejército como un instrumento para acelerar el cambio de régimen. Les interesaba fomentar al máximo las divergencias entre los militares y las autoridades imperiales. En los meses siguientes, el periódico A Federação, dirigido por Júlio de Castilhos, aprovecharía todas las oportunidades para explotar los resentimientos y las fisuras abiertas entre el mando militar y el gobierno imperial. Por esta razón, el cambio de régimen, en vez de recorrer un camino más suave e institucional, como deseaban algunos de los líderes republicanos más moderados, vino mediante un golpe planeado a escondidas y ejecutado en el silencio de la noche.

Laurentino Gomes


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