Para empezar a leer una novela como Vía revolucionaria es importante entender el contexto histórico en el que se mueven sus personajes. Nos encontramos en 1955, en plena guerra fría, en unos Estados Unidos prósperos económicamente y algo siniestros políticamente - la caza de brujas del senador McCarthy- pero que muchos americanos recuerdan como la edad dorada de su país, una especie de paraíso antes de que el país perdiera la inocencia con el asesinato de Kennedy y la guerra de Vietnam.
Los Wheeler son un joven matrimonio que parecen haber cumplido las premisas del sueño americano en un tiempo record: poseen una hermosa casa en el extrarradio, en una época en la que, según escribe Edward Glasser en El triunfo de las ciudades, empezaba a ponerse de moda vivir lejos del lugar de trabajo y dos hijos sanos. Frank tiene uno de esos trabajos anónimos - de los que ya no existen - en un oscuro departamento de una de esas grandes corporaciones que empezaban a proliferar en Estados Unidos. Como la política de personal no estaba desarrollada en aquella época, las empresas podían tener un gran número de trabajadores dedicados a tareas inconcretas, sin control alguno. El mismo Frank pasa sus jornadas de oficina simulando hacer algo útil mientras se amontonan los asuntos pendientes en su mesa. Uno de sus compañeros es un alcóholico que suele llegar en muy mal estado por las mañanas, pero los compañeros lo suelen tomar con naturalidad, porque no es extraño que las bebidas fuertes proliferaran en el entorno laboral (todos hemos visto Mad Men). Asi era el mundo del trabajo de nuestros padres: menos sofisticado y tecnológico, pero más relajado e infinitamente menos exigente. A pesar de todo, las cosas funcionaban, alguien debía llevar bien las riendas, puesto que esta fue la época dorada del despegue económico americano.
A pesar de estar viviendo estas circunstancias aparentemente tan favorables, los Wheeler no están satisfechos. Creen que están rodeados de gente mediocre y que ellos deberían optar a otra forma de vida, que estiman más auténtica, aunque nunca concreten del todo en qué consistiría. Lo que para Frank no es más que un ejercicio intelectual para aliviar tensiones, para April Wheeler es una aspiración legítima que debe ser satisfecha lo antes posible. Para ello idea un plan: conseguir un trabajo de secretaria en un organismo internacional y trasladarse con toda su familia a Francia. Frank tendría entonces tiempo para pensar y decidir que es lo que quiere hacer con su vida. Aunque al principio a este último el plan le parece una locura - después de todo tienen una vida cómoda en Connecticut - pronto tendrá que transigir y dejarse llevar por las ideas de su mujer, sobre todo cuando apela a un discurso tan firme como éste:
"Así es como los dos nos comprometimos con este engaño mayúsculo (porque no es otra cosa que un mayúsculo y obsceno engaño), esta suposición de que la gente debe renunciar a la vida de verdad y "establecerse" cuando tiene familia. Es la gran mentira sentimental de la vida en el extrarradio, y yo te he obligado a suscribirla todo este tiempo."
En realidad la verdadera enfermedad que sufre April es el tedio. El tedio de una vida consagrada al papel de madre de familia del extrarradio para una persona con un carácter totalmente volátil e inestable, quizá derivado de una infancia en la que recibió muy poco cariño. Estas variaciones bruscas de carácter traen por la calle de la amargura al pobre Frank, que no sabe cómo hacer uso de su masculinidad - recordemos que estamos en los años cincuenta, cuando los roles en la pareja estaban tristemente bien definidos - y a la vez llevarse bien con la mujer a la que quiere. Como las cosas no le van bien en casa, se echa una amante de usar y tirar, a la vez que espera que el plan de April se venga abajo de alguna manera, aunque ante ella tenga que mostrar entusiasmo y medir bien sus palabras. A pesar de saber guardar las formas ante las visitas del exterior, la situación es explosiva en casa de los Wheeler y cualquier elemento nuevo puede ser el detonante de un desastre. Como ya nos enseñó la magnífica película Lejos del cielo, de Todd Haynes, las aparentemente modélicas familias americanas de los años cincuenta podían esconder graves conflictos y secretos en su seno.
La adaptación de Sam Mendes se ciñe casi literalmente a la novela, aunque resulta en algunos aspectos superior a ésta, ya que se centra - obviando su elegantísima puesta en escena - en explotar el talento de sus dos protagonistas para expresar los complicados sentimientos de los Wheeler. Y esta es una labor especialmente complicada para una Kate Winslet en estado de gracia, que encarna perfectamente a la compleja April y su carácter voluble: sus estallidos de amor y de rabia que desconciertan constantemente a su marido. Una película que se basa en una novela sobre el desamor en la que quizá fue un acierto elegir a los protagonistas de Titanic, donde vivían una historia de amor tan efímera como perfecta. Quizá si él no hubiera muerto en el naufragio, la realidad hubiera sido muy distinta a la de los sueños de Rose. Siendo un poco perversos, podríamos decir que es posible que se hubiera parecido más a la de Revolucionary Road.