Un arquitecto tiene que viajar, y tiene que hacerlo siempre: Cuando está estudiando, para ver qué hicieron los maestros, y cuando ya ha construido, para ver cómo lo hicieron sus colegas.
La arquitectura se transmite por dibujos y por fotografías. Hoy se reproducen y difunden con una gran calidad y profusión. Y para alguien que tenga la mente entrenada, el examen de los planos y de las fotos sirve para construir el edificio en la cabeza. Se entiende una doble altura, se comprende un espacio que queda detrás de ella, y cómo se estrangula, o como el techo baja de repente de una sala a la siguiente. La mente del arquitecto está entrenada para reconstruir el espacio arquitectónico con plantas y secciones. Sabe hacerlo muy bien. Y si además esas intuiciones espaciales pueden ser confirmadas con un extenso reportaje fotográfico, pues mucho mejor.
Y, sin embargo, cuando uno ve un edificio en persona, en carne y hueso, nunca es exactamente como se lo había imaginado.
Es muy posible que las condiciones geométricas y topológicas sí respondan a lo que uno había previsto, pero hay muchas otras dimensiones arquitectónicas, imponderables, que no hay forma de comunicar, y que es necesario experimentar en persona.
Carpenter Center, Cambridge, USA, Le Corbusier
Recuerdo que cuando visité el Ayuntamiento de Säynätsalo, de Alvar Aalto, edificio delicioso, una de las cosas que más me gustaron fue el ambiente tibio y el olor de las salas, especialmente de la galería acristalada al patio. No sabría explicarlo. Me sugirió comodidad, amistad, cariño, y al mismo tiempo eficiencia. Me habría encantado trabajar allí. Algo parecido me sucedió en el Ayuntamiento de Hilversum, de Dudok, donde además di con un funcionario que amaba Toledo.
Muchas de las cualidades de esos espacios ya las habíamos adivinado en las fotografías, pero el hecho de estar allí las multiplica. El olor a madera, a barniz, a limpio, la temperatura, la ventilación, la luz, el sonido... Es una experiencia múltiple que no podíamos ni sospechar.
Empire Estate Building, N.Y., Shreve, Lamb and Harmon
Otras veces nos engaña la escala, como me pasó en el estudio de Frank Lloyd Wright en Oak Park, Illinois, mucho más pequeño de lo que me había imaginado, y con el techo de la entrada bajísimo.
Seagram Building, Nueva York, Mies van der Rohe
Viajar para ver edificios es una manera de ir en busca de viejos amigos y de viejos maestros, a quienes hemos admirado y querido desde hace tiempo, pero a quienes no conocíamos en persona.
Cuando se produce el encuentro, es similar a cuando se "desvirtualiza" a un amigo de las redes sociales: Le conocemos, hemos gastado bromas, nos hemos reído con él, sabemos cómo piensa sobre muchas cosas, pero no conocíamos su voz, su olor, sus gestos, su forma de dar la mano o de abrazar.
Ves el Seagram y dices: "Yo a ti te conozco, amigo". (Después el conserje -ninguno tan borde y tan autoritario como el del Chrysler Building- te deja o no te deja pasar de esta línea, o te echa del vestíbulo, o te prohíbe hacer fotos, o lo que le dé la gana, y tú piensas: "¿Pero por qué? ¡Pero si este edificio es mi amigo!" Y se lo intentas explicar. Y él te dice que sí, que sí, que por aquí se va a Madrid, lo que además, en este caso, es cierto: Por aquí se va a Madrid. Hala, fuera, patán).
Viajé a la casa La Roche-Jeanneret sin preparar nada, a lo loco, y la encontré cerrada por vacaciones. Y no sólo eso, sino vallada a distancia de tal forma que no se podía ver ni siquiera por fuera. Estaba allá, al fondo, en un rincón, y no pude ni aproximarme a ella.
Y viajé a la casa Schröder, también a lo loco, y en la entrada me dijeron que debía haber reservado y concertado la visita, y que como no lo había hecho no tenía plaza. Al menos esta casa sí que la podía ver por fuera. Pero entonces apareció el grupo que tenía reservada la siguiente visita y presentaba tres bajas (Dios misericorde); y me acogió como una madre amorosa.
Santuario de Aránzazu, Oñate, Guipúzcoa, arquitectos Oíza y Laorga,
con algunos de los mejores artistas españoles del S.XX
Uno disfruta muchísimo de sus viajes de arquitectura, pero, además de la experiencia puramente arquitectónica, tan enriquecedora y formativa, con lo que se queda uno al final es con otras experiencias tan enriquecedoras y formativas o más:
Santa María del Naranco, Oviedo, visita conjunta con San Miguel de Lillo
* Al ir hacia el Guggenheim de Nueva York me crucé con una señora muy mayor (una anciana) corriendo por Central Park con chándal y encima un abrigo de visón (collar de perlas, uñas pintadísimas).
* Llegamos en domingo a la Biblioteca de Seinäjoki, y el director no sólo nos esperaba (allí estaba con su bicicleta), sino que, para nuestra sorpresa, había instalado un televisor en la sala de lectura porque España jugaba un partido del Mundial de Fútbol de Corea. Semejante amabilidad nos llegó al alma a todos, y fue perfectamente coherente con la calidez y el afecto de los espacios de la biblioteca y con la obra de Alvar Aalto.
(Le regalamos mi novela La Hoja Desnuda, que acogió con muy bien fingido interés. Quién sabe: Igual está ahora en las estanterías de tan señero edificio).
* El barrio Kiefhoek, en Rotterdam, me emocionó, y más porque era de lo primero que había dibujado en la escuela (en Dibujo Técnico), y justo después me emocionaron unos mejillones al vapor que estaban muy suaves, deliciosos, y tras ese festín me impactó (¡y cómo!) que intentando ir al barrio Spangen me sorprendiera un diluvio. Entre que iba un poco perdido y que caía la mundial desistí, y me subí al primer tranvía que vi, fuera a donde fuera, por salvarme, y di vueltas como un tonto hasta que escampó, y salí a un Rotterdam extraño, en un estado de desorientación total.
Podría seguir contando anécdotas, porque cada vez que intentamos ver un edificio nos damos cuenta de que la arquitectura no es un hecho aislado. Como reza el lema de este blog, quien sólo sabe de arquitectura no sabe de nada, ni siquiera de arquitectura; y a quien al hacer un viaje de arquitectura sólo le interese ver arquitectura está apañado. Y es que nadie puede pretender ver edificios sin atender a otras cosas, sin fijarse en la gente, sin ver el mundo. Es todo eso lo que nos forma, más que la arquitectura.
También aprendemos en los viajes de arquitectura (se me olvidó decirlo antes) que las fotos de los libros y de las webs a veces son demasiado truquistas y mentirosas en su afán de adulación, y que esa magnífica casa que hemos visto siempre sola, con una tranquila pradera delante, tiene un Burger King a un lado y una parada de autobuses al otro, que los fotógrafos evitan concienzuda y sistemáticamente; y la pradera siempre está llena de gente que sube o baja de los autobuses y entra o sale del burger. Esa gente tampoco sale en las fotos, que se hacen en excepcionales (y forzados) momentos de placidez. De manera que la serenidad y la paz que muestran es falsa y mentirosa: La casa en cuestión no domina tranquilamente el entorno, sino que está acoquinada por él.
Pero nada de eso tiene que ser una pena, ni debe producir una decepción. Está bien ver el burger y la parada, y la gente, y el bullicio, porque así es ese edificio que nos apasiona, y no como lo fotografían los de las revistas, que le ponen preservativo a la cámara. Y es que no existe el edificio puro, perfecto, virginal, ni un edificio es un museo muerto, ni está bien que todos los cachivaches estén ordenados, como tampoco está bien que sobre la mesa del salón haya tres revistas perfectamente apiladas, paralelas a sus bordes, menos una (con portada en colores rojos), girada treinta grados exactos. No. La vida no es así, y la arquitectura tampoco lo es.
Si os parece bien lo dejamos aquí por hoy, y para la próxima os propondré un decálogo de por lo menos cinco o seis puntos a tener en cuenta en los viajes de arquitectura. A ver qué os parece.
(Si te ha gustado esta entrada clica el botón g+1 que hay aquí debajo. Muchas gracias).