Pero el viajero, que no tiene prisa, antes de traspasarlas, quiere recrearse con lo que, por no caber, ha tenido que hacerse fuera. Aunque, bien pensado, no todo lo que hay extramuros se haya hecho por esa razón. Los Cuatro Postes están lo suficientemente alejados como para, desde ellos, permitir que la vista abarque toda la ciudad. Allí se planta el viajero, que lo comprueba. La vista le impresiona de tal modo, que casi sin darse cuenta, su imaginación ya está volando a través del tiempo, de la historia. El viajero, desde estos cuatro postes, que guardan una cruz, encaramados en lo alto de un corto collado, al borde de un camino, comprende bien algo que leyó no sabe donde ni cuando sobre este humilladero, como si se tratara de un pequeño Gólgota, contemplando una pequeña Jerusalén. Le pareció exagerado entonces, y puede que lo sea, pero el viajero, ahora, no puede dejar de pensar que, pese al aspecto defensivo de las murallas, que a punto están de cumplir mil años, Ávila está marcada por muchos aconteceres del espíritu: de fe y herejía; y del mundo: de lealtad y traición.
Pero el viajero viene a esta ciudad de cantos y de santos para ver antes que para hablar de lo que no hay y comienza a caminar. Antes de cruzar las murallas pasea extramuros; en las afueras ve el Real Monasterio de Santo Tomás; al lado de las murallas, o mejor dicho, frente a ellas, en la plaza de Santa Teresa, la iglesia de San Pedro, románica, como también románica es la basílica de San Vicente, a la que llega bordeando la muralla, parte de la cual es el ábside de la catedral, el conocido cimorrio, que es muralla y torreón, de aspecto tan sólido y formidable que se le antoja al viajero indestructible.
Cuando llega a la basílica de San Vicente, el viajero que ya sabe algo de sus maravillas, se sorprende de su grandeza, románica, pero enorme; sólo unos remates, los más tardíos, como la bóveda de crucería de la nave central, son góticos, pero al viajero, un aficionado en estos asuntos, no le sonroja decir que en este caso la impureza casi le parece virtud.
Aunque San Vicente es el nombre del santo por el que es más conocido, el templo está consagrado también a sus hermanas Sabina y Cristeta. Un sepulcro, tallado en piedra, pero que, como si fuera un libro, cuenta las tribulaciones de los hermanos a manos del prefecto Daciano, el mismo carnicero que, en los primeros años del siglo IV, en tiempos de Diocleciano, dio martirio a otro Vicente, de mayor fama, pero de igual fe.
Por fin el viajero cruza las murallas. Entra por la puerta de San Vicente y enseguida da con la catedral, mitad templo, mitad castillo. No es muy ancha, pero sí larga y sobre todo alta, muy alta. Construida cuando el gótico comenzaba a planear sobre las cabezas de los constructores, parece como si estuviera hecha para que sus tres dimensiones conocidas sumaran sus potencias para elevar el espíritu de los fieles. El viajero desde los pies del templo, mira hacía arriba, comprueba su altura. Eran los comienzos del gótico y ya las nuevas técnicas permitían que entrara la luz a través de grandes vidrieras, y las miradas se elevarán en busca de Dios. Pero las cosas hechas por los hombres, aunque sean para gloria del Todopoderoso, son imperfectas y, al parecer, se comprobó que las naves laterales acusaban una feroz presión hacia la principal, amenazando su estabilidad. A la fuerza, y para evitar males mayores, en el siglo XVII, sin que lo artístico tuviera mucho que ver en ello, fue preciso construir un arbotante, que apoyado en ambos lados de la nave principal neutralizase la fuerza de las laterales.
Siguiendo la nave del evangelio el viajero llega a la girola, que es doble. Allí el alabastro pulido por la mano de Vasco de la Zarza es la luz del recinto, que lo llena todo. De alabastro está hecho el sepulcro del obispo Alonso Fernández de Madrigal, pero al que se le conoce más como “El Tostado”. Fue este obispo un cultísimo teólogo, polígrafo prolífico, que no se libró, como buen intelectual, de decir lo que pensaba y por tanto apuntado por el dedo acusador de la Inquisición. El propio Torquemada le acusó de herejía, pero El Tostado supo defenderse y argumentó con tal sentido que el papa Eugenio IV, el papa que procuró la unión de las iglesias de oriente y occidente, apreció sus tesis y fue finalmente absuelto. Tras ocupar cátedra en Salamanca, a petición de Juan II de Castilla fue nombrado obispo de Ávila en 1454. Poco tiempo ejerció su prelatura, pues falleció el 3 de septiembre del año siguiente, pero mucha debió ser su grandeza y consideración, pues se construyó un sepulcro, encargado a Vasco de la Zarza, que el viajero duda si ha dado más fama al obispo o al escultor. Vasco de la Zarza dejó mucha huella en la catedral abulense. De su hábil mano puede el viajero gozar en varias capillas, pero es en el altar y sepulcro de El Tostado, donde alcanza su mayor virtuosismo en el manejo del cincel. Una obra de detalle, propia del plateresco, en el que de la Zarza representa al prelado en la actitud que le dio fama, escribiendo. No está seguro el viajero si el dicho “escribir más que el Tostado” se lo atribuyeron al obispo aún vivo o si fue después, cuando pasando el tiempo el habla de las gentes, que todo lo simplifica, lo dio por hecho, pero el caso es que Vasco de la Zarza bien supo de las aficiones del prelado y así lo dejó para la posteridad.
El viajero ha salido de la catedral y la rodea. Al llegar al rincón de la calle de la Muerte y de la Vida, queda sobrecogido. Es lugar sombrío que ayuda a que su imaginación vuele otra vez hacia el pasado. En rápidas ráfagas el viajero cree ver embozados tras las esquinas a la espera de sus víctimas, procesiones penitenciales de fieles con chisporroteantes cirios o desgraciados reos camino del patíbulo. Vuelto en sí, el viajero sonríe para sus adentros: es cosa de otros tiempos, y sigue caminando. Más iglesias, casas blasonadas, verracos, espadañas, torreones… Un tótum revolútum de piedras e historias que el viajero no se cansa de contemplar, como transportado a otra época. Así es Ávila.