Hoy, 18 de septiembre de 2012, comienza el XXII SIMPOSIO NACIONAL DE ESTUDIOS CLÁSICOS ("Significación y Resignificación del Mundo Clásico Antiguo"), organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) y la Asociación Argentina de Estudios Clásicos (AADEC). No he podido desplazarme hasta Tucumán (hace unos años sí pude hacerlo), pero gracias a la técnica hoy podré dar una videoconferencia sobre un tema apasionante: “Viajes y literatura alrededor del mundo: entre antiguos y modernos”. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Para Mirta Estela Assis de Rojo y Alba Romano, infatigables viajeras e investigadoras.
Siempre que nos fuera posible deberíamos desarrollar de manera simultánea dos actividades felices: viajar leyendo o, por qué no, leer viajando. No son acciones tan independientes como algunos pudieran creer. Leer buenos libros ya es de por sí, ciertamente, una forma de viajar, pero la lectura cobra nuevos matices cuando hay, además, un viaje como telón de fondo. De manera recíproca, a menudo, leer mientras viajamos permite que nuestro viaje no sea un mero desplazamiento. Leer nos ayuda, en definitiva, a cobrar conciencia del viaje. Esto lo sabían bien los antiguos turistas, cuyas guías de viaje no era simplemente un medio de información, sino también una ocasión para leer textos literarios en acertadas evocaciones de aquello que visitaban. Cuando viajamos podemos leer dos tipos de obras: las que tienen que ver con el lugar al que viajamos (pensemos, por ejemplo, que vamos a Grecia acompañados de la "Descripción de Grecia" escrita por Pausanias) o aquellas que obedecen a razones caprichosas (¿por qué no leer a Borges en plena ruta de la seda?). En uno y otro caso, la literatura del siglo XX está repleta de autores que han leído, de manera más o menos motivada, a los autores grecolatinos en lugares curiosos, motivados o no. Hay un tipo de lecturas que restituye a los autores clásicos a sus lugares de origen. Recuerdo en este caso la exquisita obra de Gilbert Highet titulada "Poets in their landscape" (María José Barrios lo supo hallar en la librería Blackwells de Oxford), que recrea los paisajes italianos de los grandes poetas latinos (y me recuerdo en este momento sobre las gradas del teatro de Verona -en la fotografía- rememorando el pasaje donde Highet evoca precisamente este lugar). En otros casos, los autores clásicos se dispersan por geografías improbables y remotas. Es el caso de Aulo Gelio cuando queda afincado en la Argentina poética de Arturo Capdevila, o el Herodoto que viaja por China con el periodista Ryszard Kapuscinski, al igual que un ejemplar del mismo historiador griego acompaña al "Paciente inglés" en la novela de Michael Ondaatje. No me olvido de la lectura que en la noche cubana hace Lezama Lima de Suetonio. En Ginebra he evocado la lectura que un Borges adolescente hizo de la primera égloga de Virgilio, y en México he recordado la emotiva lectura que de Fedro hizo el incomparable Augusto Monterroso. Todo esto tiene un significado más oculto todavía: nuestra necesidad de sentirnos vivos y de que el recuerdo se convierta en un poderoso aliado de nuestra felicidad. FRANCISCO GARCÍA JURADO