Ilustración de Nacho Baamonde para este blog. Pincha en la imagen para verla más grande.
Lo último que recuerda Victorio son las noches sin dormir, buscando el modo de decirle a su padre que ha decidido dejar la profesión. Victorio se devana los sesos. Intenta hallar la manera de explicarle a su padre que su vaso de la frustración está colmado, que cada vez que firma un certificado de defunción siente que sella su incapacidad como médico, su fracaso sin paliativos, aunque sepa que el tipo estaba desahuciado y que ni el mejor facultativo de Buenos Aires habría podido hacer más por mantenerlo en este barrio. Con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, enciende otro pitillo, como si el tabaco pudiera ayudarle a encontrar la fórmula para que su padre no sienta que el mundo se le viene encima cuando le confiese que ya no aguanta más, que ha llegado al límite, que nunca podrá agradecerle los esfuerzos descomunales que él y su madre hicieron para pagarle la carrera pero que la decisión está tomada, que lo deja, que tirará de sus ahorros y se agarrará a lo que sea para intentar cumplir los sueños postergados. Victorio recuerda que quiere ser ingeniero, cruzar el charco y conocer la tierra de sus abuelos.
Lo último que recuerda Victorio es que la pareja que lo recogió en la carretera le dijo que no iban hasta la ciudad pero que lo podían dejar cerca, en algún cruce donde no le resultara difícil encontrar otro automovilista dispuesto a llevarlo a un hospital. Él les cuenta que se le acabaron las tiras para medirse el azúcar, que no había nadie en casa, que el centro de salud del pueblo estaba cerrado por ser domingo y que perdió el autobús, que abrió el paraguas y comenzó a caminar por el arcén, que lleva cinco monedas en el bolsillo.
Lo último que recuerda Victorio es que una enfermera muy joven se le acercó y le dijo “venga conmigo” y le ayudó a sentarse en una silla de ruedas y lo llevó a una sala vacía. Al rato regresó y le dijo “está usted muy lejos de casa” y luego añadió “es muy tarde y no habrá cenado, ¿quiere tomar algo?” y aunque él no respondió, le trajo un poco de caldo en un vaso de plástico. Victorio le da las gracias y le explica que él también trabaja en Urgencias, casi siempre en el turno de noche. Le dice que ha decidido dejarlo porque no tiene vocación y no puede soportar la sensación de fracaso. Le dice que la decisión está tomada, que va a ponerse a estudiar para ingeniero y que cuando consiga el título se marchará a Europa para conocer la tierra de sus abuelos y que luego viajará por el continente y que espera encontrar una mujer que quiera compartir con él ese régimen de vida nómada y aventurero, y que esté dispuesta a ser la madre de sus hijos. Victorio confiesa a la enfermera que siente que está a punto de emprender una nueva vida, una vida que le permitirá ver mundo y fundar una familia y sentirse realizado y, si Dios quiere, ser feliz, pero que antes tiene que encontrar el modo de explicárselo a su padre sin que su padre sienta que todos sus sacrificios han sido en balde y que él es un hijo caprichoso y desagradecido.
Lo último que recuerda Victorio es que debe tomar un colectivo para ir al barrio donde vive Arturo y buscarlo por los lugares donde suele ir a cenar, porque llamó a su amigo antes de salir para avisarle de que iba a la ciudad pero nadie descolgó el teléfono. Arturo lo alojará en su casa y a la mañana siguiente irá a visitar al padre Gillermo en el convento de los Salesianos y luego se mirará el azúcar, comerá en la estación de autobuses y se volverá al pueblo.
Lo último que recuerda Victorio es que se quedó dormido y lo despertó un hombre que le dio un beso y le dijo “lo siento, papá, es culpa mía, no volverá a suceder”. En todo el viaje no cruzan una palabra, llueve y al llegar a casa oye que que el hombre le dice “vamos a mirarte el azúcar”.
Lo último que recuerda Victorio es que se le ha hecho tarde y que tiene que ir al hospital a presentar su renuncia y que luego hablará con su padre para explicarle su resolución, porque ha decidido ser valiente y ser sincero consigo mismo y con los demás, y poner en marcha los planes que ha postergado durante demasiado tiempo. Victorio se devana los sesos, pero no es capaz de reconocer la habitación ni a la persona que duerme en la otra cama y, sin embargo, atraviesa la puerta con decisión y toma la dirección de la derecha. Mientras camina por el pasillo con toda la ligereza que le permiten sus piernas, busca en su memoria, pero en su memoria no hay nada que le indique si el camino que ha elegido conduce a la salida.
Lo último que recuerda Victorio es que cada vez le cuesta más recordar.
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Acerca de la ilustración de esta entrada
“La ilustración se procesa a una velocidad que no es acorde con el ritmo compulsivo de la creación contemporánea”, me escribe Nacho Baamonde en el mensaje que contiene su interpretación gráfica de la historia de Victorio. Salvo unos bocetos preliminares hechos con la tableta, explica, todo el proceso está realizado a mano. Y, naturalmente, el proceso ha requerido su tiempo. Como requerían su tiempo los viajes por carreteras que se transformaban en mercados al llegar a cada localidad, o confiar en la buena fe del automovilista dispuesto a parar en el arcén y abrirte la puerta. Un Cuatro Latas atravesando la carballeira, un hombre en zapatillas haciendo auto-stop junto a un miliario de la vieja Nacional VI. Con su pincel de pelo de marta cibelina, Nacho interviene en el relato aportando elementos que nos hablan de un ritmo en la sucesión de los acontecimientos que tal vez hayamos olvidado. Pero creo que no se trata de poner a trabajar la añoranza —habitualmente estéril, cuando no dañina—, sino la memoria, ese músculo vital que, según parece, ha comenzado a fallarle a Victorio. O no. Porque de Victorio sabemos bien poco. Conocemos su nombre y un puñado de anécdotas de su vida que quiso contarnos desde el asiento trasero del coche aquel día en que una lluvia hambrienta anticipaba el otoño. Y esa confesión: “Cada vez me cuesta más recordar”. El resto es un juego que consiste en unir los puntos hasta obtener una figura definida. Una entre miles de figuras posibles. No podemos saber si este Victorio trazado a pulso en la ilustración y a golpe de tecla en el relato tiene algo que ver con aquel Victorio. La duda y no la certeza, el olvido y no la memoria, nos diferencian de las máquinas.
Gracias, Nacho.
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