El concepto VIDA se ha definido de muchas y diversas formas, hasta el punto de que algunas de ellas llegan a contradecir a las otras. Hay quienes no dudan en utilizar en su definición palabras como oportunidad, aventura o deseo, mientras otros parecen tener muy claras otras como castigo, cruz o infierno. Aunque hay mucha gente que coincide en definirla como un regalo.
Los regalos son presentes con los que otras personas nos obsequian cuando cumplimos años o conseguimos alcanzar algunas metas. La mayoría de las veces se corresponden con el aprecio, el cariño o la gratitud, pero otras pueden estar envenenados por intenciones ocultas. Hay veces que nos regalan cosas personas de las que no esperábamos nada y después advertimos que son ellas las que parece que esperaban algo a cambio. Por el contrario, otras veces no recibimos nada de personas que nos importan, pero no dudamos en sentir que el mejor regalo que nos hacen es su presencia y su respeto inquebrantable hacia todo lo que hacemos, aunque a veces no compartan las convicciones que nos llevan a embarcarnos en tales retos.
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La vida, entendida como un regalo, podemos aceptarla como una muestra del amor incondicional que nos profesan las dos personas que un día se unieron y decidieron traernos a este mundo o como un como un cruel destino que nos obliga a estar continuamente en alerta. En esta segunda opción podríamos asimilarla a un regalo envenenado por el que vamos a estar pagando el resto de nuestra existencia.
La veamos de uno u otro modo, la vida nos brinda la oportunidad de experimentar muchas y variadas sensaciones y de aprender de cada una de ellas. Otra cosa es lo que decidamos hacer con todo eso que nos pasa. En la manera de manejar todo lo que vivimos influye de manera indiscutible el entorno en el que hemos crecido y la forma en que nos han educado. Un niño o una niña que ha tenido la suerte de nacer y crecer en un entorno de apego seguro no podrá compararse con otro niño u otra niña que lo haya hecho en un entorno de apego inseguro. Tampoco tendrá nada que ver con ninguno de esos dos tipos de niños o niñas los que hayan crecido en entornos de apego ambivalente. No es lo mismo aprender a moverte sintiéndote valorado o valorada aunque te equivoques, que sintiendo que nada de lo que digas o hagas les va a resultar convincente a tus padres o teniendo la sensación de que nunca sabes a qué atenerte, porque lo que un día está bien y te ha merecido una muestra de cariño, al día siguiente puede estar muy mal y valerte un injusto castigo.
Los niños y niñas no nacen a cambio de hacer felices a sus padres. Nacen por el ansia de la biología por perpetuarse y crecen con el cometido de aprender a encajar en la sociedad en la que han nacido. Nacer no se negocia, no implica tener que canjear la propia vida, la que nos gustaría vivir, por la que tratan de imponernos por la fuerza nuestros progenitores, en su intento de velar por nosotros, de asegurarnos no tener que caer en las equivocaciones que cometieron ellos.
La vida es un regalo unipersonal e intransferible que implica situaciones de todo tipo y que, muchas veces, nos llevará a sentirnos contra las cuerdas. Porque la educación recibida entrará en conflicto con las interpretaciones que haremos de nuestras primeras experiencias. Lo que nos habrán contado y advertido no encajará con nuestras propias percepciones. Y nos dolerá tener que cuestionar los principios en los que nos habrán educado y nos sentiremos un poco traidores por tener que rebelarnos alzando la voz para que no les quepa duda de que vamos a defender con uñas y dientes nuestro derecho a ser nosotros mismos y a vivir nuestra propia vida.
Tan importante como lo es aprender a hablar, a andar o a leer, lo es también el hecho de aprender a pensar y a cuestionar lo aprendido. Atrevernos a decir NO cuando algo no nos convence o nos obliga a ir por el camino contrario al que ya habíamos decidido es uno de los retos más importantes que podemos trazarnos en nuestra particular hoja de ruta.
No hay nada de malo en decir NO alto y claro. No se acaba el mundo, ni van a dejar de querernos si nos quieren de verdad.
Por muy buena que sea la vida que nuestros padres soñaron un día para nosotros no tiene por qué ser la mejor opción y, aún mucho menos, la única a tener en cuenta. Algunos padres acostumbran a pecar de excesivo proteccionismo y a querer dárselo todo hecho a sus vástagos. Confunden el regalo de la vida con una vida regalada y tratan a sus hijos como si fuesen personas frágiles por las que hay que velar toda la vida, apartándoles todas las piedras del camino para que no tropiecen ni una sola vez.
Ignoran que la magia de la vida se esconde, precisamente, detrás de cada tropiezo, de cada caída, de cada herida.
Tenemos derecho a cometer nuestros propios errores, persiguiendo los propios sueños y construyendo con nuestras propias satisfacciones y decepciones el universo mental en el que sentirnos cómodos y anclados a la realidad que hayamos sido capaces de reinterpretar.
No por ello hemos de dejar de respetar el concepto de la vida que tengan nuestros progenitores, pero sin olvidar nunca que ese concepto sólo es válido para ellos. Nosotros tenemos la obligación de redefinir nuestro propio concepto.
¿Cuántas madres no habrán tratado de imponer en sus hijas un modelo de existencia que ni siquiera a ellas les habrá resultado convincente ni placentero?
¿Cuántos sueños no se habrán visto truncados por esa incapacidad de decir NO y de perseverar en lo que alguien habría querido de verdad?
¿Cuántos "ya te lo advertí" no habrán cortado de raíz las alas de alguien justo en el momento en que se había atrevido a despegar?
Equivocarse no es malo. Sólo de los propios errores se aprende de verdad. Obligar a alguien a desdecirse de su propia voluntad sólo porque ha errado el primer tiro es uno de los mayores atentados que pueden perpetrarse contra la libertad de llegar a ser uno mismo.
La vida corre sin descanso y no nos espera. No consiente aplazamientos, ni tampoco se puede congelar como la imagen de una película de vídeo cuando hemos de interrumpir su visionado para ocuparnos de otra cosa. La vida discurre siguiendo sus propios ritmos e imprimiendo el inexorable paso del tiempo en las células, órganos y sistemas que conforman nuestra realidad física y química.
Lo que dejemos de hacer hoy, probablemente, ya no tendremos ocasión de hacerlo más adelante, porque entonces ya seremos otras personas, con otras realidades distintas, y habrá cambiado nuestra escala de prioridades.
Hay que vivir aquí y ahora, cogiendo las oportunidades al vuelo y escogiendo, de entre todas las posibles, las interpretaciones de cada cosa que nos sucede que menos nos dañen.
No hay una edad concreta para vivir momentos concretos. Las oportunidades se nos presentan cuando estamos preparados para afrontarlas, aunque no seamos muy conscientes de haber alcanzado esa autosuficiencia. El miedo a no estar a la altura para acometer un sueño siempre entraña mucho más peligro que lanzarnos sin pensarlo a vivir la experiencia que tememos. Ante una nueva situación, la mente se abre y es capaz de ingeniar estrategias a una velocidad que ni imaginábamos.
No podemos resignarnos a vivir siguiendo la ruta que nos han marcado otros, por buena que sea. Tenemos que atrevernos a trazar la nuestra y perderle el miedo a volar con nuestras propias alas. De no hacerlo corremos el riesgo de hipotecarles los sueños a quienes vengan detrás de nosotros, imponiéndoles los que nosotros no tuvimos el coraje de conquistar.
Estrella Pisa.
Psicóloga col. 13749