«¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!» (William Shakespeare: Julio César).
John Green ha conseguido con Bajo la misma estrella (2012) un libro valiente que habla de un tema que conoce por experiencias de primera mano; un libro intenso y directo del estilo de El curioso incidente del perro a medianoche (2003) Mark Haddon, capaz de derribar tópicos y traspasar de forma creativa algunos juicios de valor sobre la discapacidad adolescente y su entorno. En el caso de Haddon el tema central era el autismo, en el de Green el cáncer.
La adaptación cinematográfica ha conseguido una reacción parecida a la de la novela entre el público (especialmente el adolescente), aunque me temo que con un ligero y crucial desplazamiento en cuanto a la percepción global del filme y el sentido final del argumento. Como suele ser habitual, la literatura ahonda más que el cine en la exposición de determinadas experiencias, por muy incómodas que resulten, y el cáncer adolescente no es una excepción. Green se atreve a poner en entredicho (o por lo menos a ironizar sobre ellas) determinadas actitudes adultas respecto a sus hijos enfermos: cuidados excesivos, ocultamiento parcial de la verdad, renuncia a encarar sentimientos... Pero sobre todo acierta a describir con exactitud el día a día de la enfermedad y su tratamiento (muy alejado del estereotipo de ciertos telefilmes lacrimógenos que simplemente se centran en el dolor adulto): las horas muertas ante la televisión, las sesiones paliativas, la medicación interminable, los efectos secundarios... pero especialmente la imposición de una rutina doméstica que choca frontalmente contra el anhelo (exacerbado en este caso por tratarse de adolescentes y por su circunstancia) de vivir plenamente ante el temor a que todo termine de forma abrupta y sin aviso.
Sin embargo, Bajo la misma estrella (2014), la película, apenas roza tangencialmente la realidad y la crudeza de todas estas experiencias y situaciones. Aun así, el público adolescente que adora el libro y la película (en parte gracias a sus atractivos protagonistas) empatizan más que nada con el drama de un amor juvenil que se abre paso ante la amenaza de un brusco final, forzados a encarar sus sentimientos más allá de la vida. El cáncer es apenas un recurso dramático (como podría haberlo sido el exilio, un tsunami o una rebelión de esclavos), la novedad y la diferencia es que ha sido un tema apenas tratado en primera persona, y mucho menos explícitamente dirigido a los jóvenes. Esa y no otra es la valentía de libro y película.
El problema es que Bajo la misma estrella tiene que distinguirse en un género en el que no debería habérsela encasillado: el de los amores adolescentes para toda la vida. No tiene nada que ver con ellas, pero el público la percibe como otros antes hicieron con El lago azul (1980), Vivir sin aliento (1983), A tres metros sobre el cielo (2004), Perdona si te llamo amor (2014) o, incluso, Los juegos del hambre (2012-2015). Infinidad los títulos que insisten en el sufrimiento provocado por las dificultades a las que se enfrenta un amor adolescente (prejuicios sociales, padres intolerantes, separaciones forzosas). Toda la tradición de un género juega en contra de Bajo la misma estrella, banalizando una historia que pretendía ser diferente. En la práctica, el cáncer que sufren Hazel Grace (meritoria Shailene Woodley) y Augustus (acartonado Ansel Elgort) actúa como un potente catalizador dramático que cortocircuita con una historia de amor más bien predecible, sin tratar de incluir otros aspectos colaterales de sus vidas: sueños, esperanzas, frustraciones (que los hay, sin duda). Entiendo que encarar con realismo todo esto supondría un cambio radical de registro y de público objetivo para la película, pero diluirlo como lo hace el filme también me parece un escamoteo innecesario, cuando no una impostura ética.
Bajo la misma estrella no se aleja, en lo esencial, de esa filosofía tan característica de la sociedad estadounidense que fomenta la aceptación de las adversidades vitales en el reciclado del dolor y la expresión pública de los sentimientos a través de grupos de apoyo y entornos familiares especialmente receptivos y entrenados. Nada que no hayamos visto en infinidad de documentales, telefilmes y series juveniles. Es el famoso Aceptar, perdonar y amar que tan certeramente acertó a sintetizar Woody Allen; la diferencia es que aquí hay un dolor nuevo y directo en primer plano: la mezcla de lucidez, desesperación y fortaleza que caracteriza a los adolescentes cuando se entrentan a cosas que pensaban que venían de serie con la vida (salud, perspectivas, proyectos, amores...), o la tristeza que explota cuando atisban la enorme distancia entre sus deseos y la realidad. A poco que uno empatice con algo de todo esto --que no es, ni mucho menos, el centro del argumento pero en absoluto está escamoteado o dulcificado-- se podrá intuir una pequeña parte de la experiencia vital de estas personas. Sólo por eso merece mi respeto y mi admiración.
En el último tercio de película apenas queda nada de todos estos propósitos; todo lo llena el amor y el dolor de sus protagonistas. Así hasta un desenlace en el que prácticamente la historia se detiene para retratar con exasperante detalle cada hito del sufrimiento personal (íntimo, círculo de amigos, padres, entorno social). Un dolor sincero y contundente expresado con una lucidez y una calidad literaria irreal e inconveniente. La novedad y en mérito de Green consistía en la desmitificación de ciertas actitudes; la película, en cambio, en el balance final, se apunta sin complejos a la exposición lacrimógena de un dolor insoslayable a base de los recursos más gastados del género. Green no se merecía una adaptación tan mediocre como ésta. A pesar de todas estas limitaciones, el público puede obtener más de lo que espera.