El martes pasado, el dueño de un geriátrico clausurado en el barrio de Almagro disparó contra dos agentes de la Dirección de Higiene y Seguridad Alimentaria del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Además de la cobertura periodística de rigor, el incidente inspiró la redacción de un pequeño post que debería haberse publicado en MaldeAlzheimer, pero cuya versión extendida (extendísima) termina usurpando espacio en Espectadores.
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Habrían bastado la ironía y la pregunta retórica. Por un lado, el hecho ocurrió el 21 de septiembre, Día Mundial del Alzheimer. Por otro lado, el episodio puso en tela de juicio ya no la idoneidad profesional, sino la calidad humana de quienes tratan la salud física y mental de nuestros mayores internados.
Sin embargo, la noticia de la balacera en Almagro invita a pensar más allá de la (in)oportuna casualidad, y del ejercicio estadístico que acaba de engrosar la lista de geriátricos transgresores y criminales.
A Página/12 por ejemplo, le preocupó la precariedad laboral de los agentes agredidos (uno de ellos ni siquiera contaría con la cobertura de una ART). TN prefirió hacerse eco de las palabras del intendente Macri, y enmarcar lo ocurrido en el contexto de locura y violencia “que estamos viviendo a diario”.
Al margen de la lectura política aplicable a esta diversidad de enfoques, lo cierto es que ambos medios denunciaron inseguridad: dentro del Estado (a cargo del gobierno PRO) y en la calle (donde cualquiera acciona y reacciona a los tiros). En cambio, ni uno ni otro se ocupó de las seguridades o certezas propias del ser viejo en Buenos Aires.
La vejez tiene mala prensa en el mundo entero. Estudios académicos, notas periodísticas, ficciones literarias describen o pronostican una sociedad cada vez más fóbica al paso del tiempo. Las eufemísticas “tercera” y “cuarta” edad son sinónimos de enfermedad, decrepitud y/o de antesala de la muerte.
Para muchos, envejecer equivale a un proceso inexorable que nos convierte en sujetos descartables. Perdemos capacidad de adaptación, y por lo tanto dejamos de ser útiles, funcionales, necesarios, deseables. Desde esta perspectiva, los mayores respetables son excepcionales.
En Buenos Aires, esta subestimación -cuando no desprecio- también se registra “a diario”. La proliferación de geriátricos transgresores y criminales es el colmo de una indolencia irreductible al ámbito institucional porque, en mayor o menor medida, todos somos responsables.
Los porteños descubrimos los geriátricos cuando los medios les dedican la cobertura de una tragedia o cuando nos toca internar a un ser querido. Fuera de estas circunstancias, son pocos los conciudadanos capaces de reconocer o adivinar la realidad de los viejos que en ocasiones sorprendemos asomados a la ventana de alguna residencia cercana a nuestras casas.
Tampoco parecemos sensibles a la cantidad de sexta/septua/octogenarios que duermen en las calles de la Reina del Plata. Los que sí lo son, encontrarán consuelo en las palabras de nuestra ex vicejefa de Gobierno.
Los viejos sanos y todavía insertos en el sistema no corren mejor suerte. Se los maltrata en la vía pública, en los medios de transporte, en los organismos públicos (lo sabemos quienes alguna vez asistimos a la UDAI Villa Urquiza de la ANSES), en las clínicas y sedes administrativas de la medicina prepaga (por experiencia personal, algunos le ponemos el sayo a Swiss Medical Group).
Dejamos de cederles el paso y el asiento a estos gerontes fastidiosos. Los escuchamos con impaciencia, y rara vez los acompañamos/ayudamos. Los miramos mal cuando caminan despacio, huelen raro, hablan pavadas, acusan achaques, confunden nombres, fechas y demás datos. Los retamos cuando ignoran nuestras rutinas, urgencias, prioridades, necesidades.
Los agentes heridos el martes pasado habían cerrado el geriátrico de Almagro tras detectar suciedad y cucarachas en la cocina del establecimiento, y porque el libro de ingresos y egresos no estaba en regla. El dueño los baleó cuando volvieron para verificar/ratificar la clausura.
Tanto lío por un depósito que ¿sigue albergando? una treintena de viejos molestos… y que los jóvenes eternos nunca padeceremos.