Hay ladrones, y cada vez más, que son capaces de robarlo absolutamente todo. Pero sólo uno fue capaz de robar la nada. Ladrones. Vivimos rodeados de ladrones. Millones de ladrones, y de todos los tipos.
Tenemos ladrones profesionales y ladrones amateurs, ladrones de arma blanca y ladrones de guante blanco, ladrones ocasionales y ladrones compulsivos, ladrones que roban a los ricos para repartir el botín entre los pobres y ladrones que roban a los pobres para repartir el botín entre los ricos, ladrones condenados y ladrones absueltos por el Tribunal Supremo, ladrones arrepentidos y ladrones orgullosos de serlo.
Hay ladrones de ideas, ladrones de sueños, ladrones de corazones, ladrones de tiempo, ladrones de voluntades populares, ladrones de almas, ladrones de estados del bienestar.
También se pueden robar casas, bancos, coches, joyerías, bolsos, gasolineras, carteras, documentos confidenciales, patentes, herencias, bicicletas, afectos, cables de cobre e incluso personas.
Y para ello, contamos con famosos ladrones, reales e imaginados, como Robin Hood, Curro Jiménez, sir Francis Drake, los Golfos Apandadores, Dick Turpin, Alí Babá, Fantomas, el Dioni, Billy el Niño, Jesse James, los hermanos Dalton, Marnie la ladrona, el Tempranillo, Bonnie y Clyde, o Luis Candelas, sin citar a otros más actuales.
Estos célebres ladrones, y otros más anónimos, son capaces de robarlo absolutamente todo. Pero sólo uno fue capaz de robar la nada. Y no me refiero a robar nada, sino a robar esa ausencia total de materia o energía que denominamos ‘nada’.
La nada ha sido objeto de múltiples estudios y reflexiones. Hay quienes le otorgan, paradójicamente, el carácter de ‘cosa’, como los filósofos Hegel, Heidegger o Sartre. Incluso su nombre proviene de la expresión latina ‘res nata’ o ‘cosa’ nacida.
Otros filósofos, como Parménides, sostenían que la nada no puede existir, y que ni siquiera podemos hablar de ella, porque dejaría de ser ‘nada’ para ser ‘algo’.
Pero no sólo los filósofos se han preocupado de ella. En la física, la nada sería el vacío existente entre las partículas fundamentales, o entre los cuerpos celestes. Pero incluso ahí nos encontramos con que la nada es una región del espacio-tiempo, o sea, que sí es algo, y que además, ese espacio que creíamos vacío, ahora resulta que está poblado por materia ‘oscura’.
Parecería que sólo nos quedan las matemáticas para encontrar la nada más absoluta, esto es, el cero absoluto. No se nos antoja nada más vacío, nada más carente de existencia, además del saldo de nuestras cuentas corrientes, que el número cero.
A pesar de que los sistemas de numeración se utilizan desde los albores de la humanidad, la invención del cero es bastante reciente. Babilonios, egipcios, olmecas y mayas utilizaron ciertos símbolos que cumplían una función parecida. También Ptolomeo utilizaba un símbolo para indicar que en una determinada posición estaba vacía, pero tampoco cundió su ejemplo.
Se atribuye al matemático indio Brahmagupta su invención, o mejor dicho, la genial abstracción de dicho número como definición para una cantidad nula. Y su popularización definitiva, al menos en lo que respecta al mundo árabe, la realizó Abu Ja'far Mujammad ibn Musa (Al-Juarismi).
Este invento, junto con el uso de la numeración indoarábiga, constituyó el punto de partida de lo que sería un espectacular auge de las ciencias en el mundo musulmán. Los árabes habían recogido y compilado todos los conocimientos del mundo griego, y con la gran herramienta que suponía la utilización de un sistema numérico posicional, iniciaron una auténtica revolución de las tecnologías.
Así que este concepto del sifr (vacío, en árabe) era guardado celosamente en la Universidad de Córdoba, por aquel entonces la más importante del mundo. Era el único lugar en el que se estudiaba el libro de Los Elementos de Euclides, conjuntamente con las enseñanzas de Tabit Qurra, Alhacén o Beger Ibn Aphla.
Era necesario poner fin a este monopolio mundial del número cero, así que se puso en marcha una operación de espionaje científico. Los británicos organizaron una sociedad secreta a la que denominaros cypher, palabra derivada del vocablo árabe sifr, origen posterior de la palabra inglesa que denomina a los códigos secretos o ‘cifrados’.
Había que encontrar un espía que pudiese infiltrarse en Córdoba sin despertar sospechas, y que se adueñase de ese misterioso ‘vacío’ que estaban permitiendo a los musulmanes un desarrollo tan notable de sus ciencias.
Para este cometido no pudieron encontrar mejor candidato que Adelardo de Bath, monje políglota, teólogo, traductor, astrónomo y matemático, que ya había viajado por Grecia, Sicilia, Asia Menor y, posiblemente, Palestina.
Dadas sus notables aptitudes, su formación, y su conocimiento de la cultura árabe, no le fue difícil hacerse pasar por estudiante hispano-musulmán, e introducirse en la escuela matemática cordobesa, en el año 1120.
Al cabo de un tiempo, consiguió regresar con el secreto del ‘cero’. Aunque, para que alguno no pensase que volvía con las manos ‘vacías’, consiguió hacerse con un ejemplar en árabe del libro de Euclides y llevarlo consigo a Inglaterra.
Su traducción al latín serviría para que las matemáticas griegas comenzasen a extenderse por el resto de Europa. Gracias a este texto fueron posibles los avances matemáticos y científicos de los siglos siguientes en Europa, protagonizados por Campanus, Fibonacci, Leonardo da Vinci o Luca Pacioli.
En cuanto al objeto principal de su misión, el robo del cero, parece que al final no tuvo tanta repercusión. De hecho, siglos más tarde, en Italia aún se prohibía el uso de los números árabes, pues eran considerados por la Iglesia como números mágicos y demoníacos.
Aunque al final el cero acabó imponiéndose, y de qué manera, ya que con el número uno, es la base de toda la tecnología digital que nos rodea.
Espero que no volváis de vacío de este fin de semana largo. Y cuidado con los ladrones.
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