
La película, rodada en un elegante blanco y negro, exhibe también una fotografía y un montaje auténticamente wellesianos: movimientos de cámara sincronizados con la posición de los actores, escenas largas y --teniendo en cuenta que adapta un conocido texto shakespeariano-- mucho diálogo. El reto más importante que se autoimpone la película es demostrar que, manteniendo intacto el estilo, los nombres de los personajes (incluso las referencias coetáneas a la época en que se escribió el texto) y ambientando la historia en 2012, con vestuario y atrezzo actuales, completamente opuestos a los que asume la obra original, el resultado es una comedia romántica con la misma gracia e intensidad que si se hubiera situado en el siglo XVII. La película cumple con nota y la mezcla de ambos mundos --separados geográfica, mental y temporalmente-- demuestran que el núcleo del texto shakespeariano mantiene intacta su vigencia. Da igual que los condes y los duques vayan con jubón o trajeados como brokers, las situaciones y los sentimientos siguen siendo los mismos; es más, la película se beneficia con ello de una cierta impresión de irrealidad planificada, una elegancia y un lujo occidental que encaja sin problemas --y sin necesidad de actualizar los diálogos-- con el sentido general y particular de la obra. El espectador, una vez superado este décalage inicial, se ve enfrentado a sentimientos universales que daba por superados simplemente porque se expresaban al estilo de una época pasada; pero, pasados unos minutos y situado dentro del drama, comprende que la película va bastante más allá de la coherencia dramática y cronológica.
Estoy persuadido de que el mayor mérito de Mucho ruido y pocas nueces es haber preservado la sensualidad y la sensibilidad en los diálogos, y potenciar a la vez eso que yo llamo deseo cinéfilo a través de la ambientación y la fotografía. En estas comedias corales en las que todo el reparto exuda belleza, refinamiento, locuacidad y sensibilidad, en las que todos visten con elegancia y sus pequeñas disputas de amor se desarrollan en entornos idílicos, bien protegidos, con deliciosas comidas y alcohol ilimitados aunque nunca consumidos con desmesura, en las que todo parece casual pero no lo es; en esas películas, digo, los sentimientos declarados intensamente y sin rubor, la nobleza y la cortesía no parecen fuera de sitio, al contrario, deseamos que en la realidad las relaciones se establecieran de este modo. Whedon ha logrado incrustar un texto de otra época, completamente superado en muchos aspectos, salvarguardando en su gran trabajo de adaptación los únicos elementos que lo hacían compatible con nuestro presente. Suerte que el hay géneros que todavía toleran que este ecosistema de usos, costumbres y sentimientos --casi exclusivo de ricos y nuevos ricos paletos-- sobreviva como ficción cinematográfica. Whedon ni siquiera se ha molestado en modificar las referencias geográficas del original literario, ni los linajes, ni la jerarquía tardofeudal que atraviesa y condiciona las relaciones de los personajes, ni tampoco sustituir algunas palabras del texto por pura coherencia (decir pistolas en lugar de espadas, que es lo que usan los actores en la pantalla). Ni siquiera eso se ha molestado en cambiar.
Dos apuntes finales, uno secundario para la valoración del filme: la gran interpretación de Nathan Fillion, en un papel secundario que requiere un difícil equilibrio entre cómico y paródico sin caer en lo ridículo; el otro primordial para quien esto escribe: Amy Acker (que interpreta a la indócil Beatrice) está vestida, maquillada y filmada en esta película de manera que luzca rebosante de sensualidad y encanto. Es una actriz que ya había llamado mi atención en una breve intervención en un episodio de la segunda temporada de Cómo conocía a vuestra madre (2005-2014) y que ahora, gracias a Mucho ruido y pocas nueces, ingresa con todos los honores en mi Galería Oficial de Fetiches Cinematográficos de Sesión discontina.