Revista Libros

Vinland

Publicado el 07 julio 2017 por Esperanza Redondo Morales @esperedondo

Vinland

Leif Eirikson oppdager Amerika (Christian Krohg).
Oslo, Nasjonalgalleriet.

El joven Leif tenía un sueño. Su padre, Eirik Thorvaldsson, más conocido como "Eirik el Rojo" por su cabello del color del fuego, le había hablado muchas veces de un mundo nuevo, verde, fértil e infinito, que se encontraba al oeste; hasta entonces sólo Eirik el Rojo había conseguido llegar hasta él. Y su hijo, Leif Eirikson, quería seguir a toda costa los pasos de su progenitor.
Estaba decidido; algún día construiría un barco, escogería a varios de sus mejores hombres y los dirigiría rumbo al lugar donde cada noche se ocultaba el sol, hasta llegar a aquellas tierras más allá de la Noruega de sus ancestros e incluso de Islandia, la isla helada en la que ahora vivían, y en la que Leif había nacido.
. . .
Las semanas pasaban demasiado despacio para su gusto, pero su amigo Sven ya le había advertido de que construir un barco perfecto no era tarea sencilla ni siquiera para él, conocido por ser el mejor constructor de barcos de toda la isla. Pero seis meses después, cuando Leif ya estaba a punto de perder la paciencia, Sven apareció una mañana en su casa con la tan esperada noticia:
¡Leif! ¡Lo tengo! ¡Podemos zarpar cuando quieras!
Mañana mismo. Ya estoy harto de esperar y hace meses que lo tengo todo listo.
Al día siguiente, todo el pueblo estaba a orillas del fiordo: unos echaban una mano para cargar el barco, otros se despedían de sus seres queridos, y Leif se abrazaba a su padre, que estaba algo triste porque no podría acompañarlo en esta aventura.
Recuerda, hijo mío: siempre hacia el oeste. Aunque creas que no hay nada, no pierdas la esperanza.
Así lo haré, padre. Confiaré en tu cuervo.
. . .
Habían pasado ya varios días desde que, sobre la popa del barco, las tierras islandesas se habían desvanecido; los hombres empezaban a impacientarse y fue Olaf el primero en mostrar su disconformidad.
Todo esto no son más que patrañas, Leif nos ha engañado a todos —un murmullo se fue haciendo cada vez más audible entre la tripulación. Algunos hombres asentían con la cabeza.
—¡Debemos seguir hacia el oeste! —gritó Leif para hacerse oír por todos—. El cuervo...
—Tu maldito cuervo ha salido ya de su jaula varios días seguidos y no hay ni rastro de tierra. ¿Pretendes que nos creamos los cuentos de tu padre, Erik el desterrado?
—¡No son cuentos! Y el desterrado no fue mi padre sino mi abuelo. Y además fue mala suerte.
—Ni siquiera eres de los nuestros —dijo Olaf con una mueca de desagrado.
—¡¿Qué?! —bufó Leif—. Soy tan islandés como todos vosotros. ¡Nací allí!
—Lo mismo da. Ni tu padre ni tu abuelo lo son.
—¡Necio! Ahora vas a saber lo que es un islandés con sangre noruega —se abalanzó sobre él y ambos rodaron por la cubierta del barco. Leif, cegado por la ira, estaba dispuesto a matar a Olaf si así conseguía que de una vez por todas se acabaran los comentarios sobre sus orígenes. Los gritos de Sven lo detuvieron.
—¡Leif! ¡¡¡LEIF!!! El cuervo ha visto algo. Mira, está volando en círculos.
Apenas Sven hubo terminado de decir estas palabras, todos vieron con asombro que la espesa niebla se disipaba y frente a ellos aparecía por fin tierra firme.
—¡Lo hemos conseguido! —Leif se abrazó a Sven—. ¡Mi padre tenía razón! ¡Mirad!
En la orilla, varios hombres que aumentaban de tamaño según el barco se aproximaba a tierra, los miraban con curiosidad. No parecían asustados; y cuando los navegantes atracaron y pudieron observarlos mejor, vieron que eran todos muy morenos, con ojos penetrantes y cabezas adornadas con plumas. El que parecía ser el jefe se adelantó e hizo un gesto que los vikingos quisieron interpretar como indicación de que esperaran; se dirigió a uno de sus hombres, que salió corriendo en dirección a la espesura y volvió al momento con varios recipientes de cristal en las manos. Le dio uno a cada vikingo, otro a su jefe, y usó uno más grande para verter un líquido en cada uno de ellos, indicando después a los islandeses que lo probaran. Olaf fue el primero en hacerlo.
—¡Por los rayos de Odín! ¡Es hidromiel!
Así que era verdad. Al oeste del mundo, donde parecía que todo se acababa, había otras tierras y Eirik Thorvaldsson había llegado hasta ellas. Leif deseó con todas sus fuerzas que su padre estuviera allí en ese momento. Con su vaso de hidromiel en alto se dispuso a celebrar, con sus hombres y con aquellos extraños, que habían conseguido llegar al nuevo mundo; no sabía que, cinco siglos más tarde, sería un tal Cristóbal Colón quien se llevaría el mérito de haber descubierto tierras americanas. Pero esa es otra historia...
Este relato lo escribí con motivo del solsticio de verano, que celebré hace unos días con el grupo de recreación histórica Bjørnland hird.

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