El mundo que hemos creado es violento. Nos hemos acostumbrado a la violencia que se impregna en todo, que forma parte de nuestro estilo de vida. Nos hemos acostumbrado de tal manera, que somos insensibles a las atrocidades que aliñan nuestro día a día; la mayoría de las veces, ni siquiera somos conscientes de ellas.
Pero de igual manera que asimilamos la violencia ordinaria, la que deja a personas sin casa y las obliga a rebuscar entre la basura, la que acumula muertos en naufragios invisibles, la que se ceba en mujeres silenciadas y en niños indefensos, la violencia que emana de la necesidad de someterse a la esclavitud laboral, o la que deshumaniza a otros seres humanos para que nos parezca normal que carezcan de derechos humanos; de igual manera que asimilamos la violencia institucional como algo legítimo e incuestionable, esa violencia que se cobra los ojos de los inconformistas o que encarcela, amparándose en la ley, a quienes molestan, condenamos horrorizados la quema de contenedores y la rotura de escaparates.
Qué queréis que os diga. En un mundo donde miles de personas mueren a diario a causa de la violencia de un sistema asquerosamente violento, me parece muy cínico escandalizarse por la violencia ejercida contra el mobiliario urbano y los escaparates de organizaciones cómplices o que directamente fomentan la violencia sistémica.
Es cínico, pero comprensible. En nuestro mundo, cualquier bien material es muchísimo más valioso que la vida de un miserable, de un fracasado que intenta invadirnos saltando concertinas o atravesando mares, o que malvive en campamentos de plástico mientras recoge fresas para nuestros supermercados. Cualquier bien material es más valioso que el derecho a la contestación. Supongo que la perspectiva de un mundo incierto nos hace preferir nuestra apariencia de libertad, y damos por bueno cualquier medio que permita desactivar (es decir, reprimir) aquello que amenaza nuestra tranquilidad gris.
Un mundo que se construye sobre la desigualdad, que la promueve y que nos hace creer que cuestionarlo es violento, sólo merece que luchemos para cambiarlo. Y si somos tan cobardes como para conformarnos con que todo siga igual, con que los poderosos sigan imponiendo las reglas, con que haya personas prescindibles, explotadas, carentes de futuro, para que una minoría mantenga sus privilegios de sangre y casta, al menos deberíamos callar cuando hay quienes deciden protestar.
No es fácil, porque el sistema cuenta con poderosas herramientas para demostrarnos que quienes protestan son violentos, radicales y, si hace falta, incluso terroristas. Están los sádicos con placa, porra y escopeta, los que administran la «legítima» violencia física, siempre con una intensidad proporcionada, por supuesto; los seguratas de la democracia institucional. Y luego tenemos a esa gran institución, el llamado cuarto poder, que en teoría debía servir de contrapoder, pero que, tristemente, y salvo contadas excepciones, ha quedado para, por un lado, narcotizar, y, por el otro, hacer de vocero de quien pone la pasta.
Son malos tiempos para la lírica, para reivindicar el humanismo y la lucha contra el materialismo. Ni siquiera una pandemia mundial nos ha hecho reflexionar sobre la necesidad de cambiar un modo de vida que no sólo fomenta la desigualdad —¿acaso no es violencia asumir como inevitables cientos de muertes diarias por covid, porque no se puede detener la maquinaria capitalista?—, sino que ha destrozado el biosistema que hace posible que existamos; aunque no sorprende, teniendo en cuenta el extraño concepto que tenemos de lo que significa vivir.