Revista Talentos

Violencia

Por Sergiodelmolino

Leo Postguerra, de Tony Judt, hasta muy altas horas de la noche. Los libros de historia, cuando son buenos, están bien escritos y son atrevidos, me suelen atrapar. Son una lectura muy agradecida.

Leo Postguerra y pienso en la violencia. Porque una de las virtudes de Judt es que sabe situarte en las coordenadas de la época, interpretando lo que sucede con los ojos de la gente que lo vivió, no con los ojos padrastriles y sabihondos de hoy. Y nos deja claro que la violencia significaba una cosa muy distinta para nuestros abuelos.

Estamos en la Francia de la inmediata postguerra. Años 40. Dice Judt:

En 1945 muchos europeos habían vivido ya tres décadas de violencia política y militar. La gente joven de todo el continente estaba habituada a un cierto grado de brutalidad pública, tanto de palabra como de obra, que hubiera sorprendido a sus antepasados del siglo XIX.

(…)

Por otra parte, Francia, más que ninguna otra nación-Estado occidental, era un país cuya intelligentsia aprobaba e incluso veneraba la violencia como un instrumento de la política pública.

(…)

De este modo, cuando el veterano político del Partido Radical Edouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional Francesa hasta su muerte en 1957 a los 85 años, anunció el día de la liberación que la vida política normal no podría restaurarse hasta que “Francia hubiera pasado por un baño de sangre”, la expresión no llamó la atención de los oídos franceses, aun cuando procediera de un barrigudo y provinciano parlamentario del centro político.

Es lo que siempre planteo a quien defiende que vivimos en una sociedad violenta. No, señora/señor, no: violentos eran nuestros abuelos. Nosotros vivimos en un mundo (en Occidente, vaya, y en Europa, para ser más concretos, y en Europa occidental para terminar de enfocar) donde el umbral de tolerancia hacia la violencia está muy bajo. Probablemente, en el nivel más bajo de toda la historia de la humanidad. Y eso genera una sociedad sorprendentemente pacífica: tanto la delincuencia como la violencia que ejerce el Estado, aunque siguen existiendo y regurgitando cadáveres, son muy pero que muy inferiores a las de hace tan solo cincuenta años. O incluso treinta.

Las estadísticas pueden maquillarse, claro, y se maquillan de hecho. Pero hasta cierto punto: trampeando los datos se pueden rebajar uno o dos puntos, pero no se puede ocultar un número significativo.

Cuando me hablan de videojuegos y de televisión, siempre esgrimo estos argumentos. ¿Son los chavales de hoy más violentos que sus padres y abuelos?

Amos, anda.

Lean a Edmundo de Amicis y sabrán lo que es el bullying.

Que un ex alumno de internado les cuente anécdotas escolares y échense a temblar.

Es una cuestión de sensibilidad: violencias que antes pasaban inadvertidas ahora escandalizan, y a ciertos observadores mojigatos les puede dar la impresión de que el mundo es terriblemente violento cuando, en este rincón del planeta, nunca ha sido tan tranquilo.

Y, sin embargo, las cárceles están a rebosar, inverosímilmente saturadas de gente desgraciada y mísera que ha cometido delitos de pacotilla propios de quienes han sido arrojados a los márgenes del mundo.

Y, sin embargo, muchos demagogos irresponsables juguetean populistamente con el endurecimiento del Código Penal, la reimplantación de la cadena perpetua o incluso la pena de muerte.

Y, sin embargo, el clamor vengativo crece día tras día.

Cuantas menos cosas pasan, más represión se pide.

Serénense, tómense una cañita, respiren hondo y disfruten. Probablemente en los informativos sangrientos de Pedro Piqueras no se lo dirán, pero se lo digo yo: tiene muchísimas más posibilidades de que le toque la Primitiva que de ser asesinado o simplemente agredido.

Y, si no, fíjese en nuestros abuelos y en la alegría homicida que desplegaron durante varias décadas. Por suerte, no somos como ellos. No lo sea usted.


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