Bajo el aspecto de western crepuscular, en buena medida tópico y convencional, y de relato de viaje sembrado de azares y peligros tampoco en exceso innovador, esta película de Scott Cooper plantea una reflexión pertinente y muy contemporánea acerca de la violencia estructural en la historia de los Estados Unidos y del coste, a nivel de desgaste emocional y moral, que la convivencia con esa violencia tiene en quienes la practican o la sufren. La premisa argumental resulta sencilla pero elocuente: el capitán Joseph Blocker (Christian Bale), un veterano del ejército curtido en múltiples campañas contra los nativos, recibe la orden de escoltar al anciano jefe cheyenne Yellow Hawk (Wes Studi), antaño un guerrero de lo más cruel y sanguinario, y a su familia desde un fuerte en Nuevo México hasta sus antiguas tierras en Montana, donde se le permitirá morir en paz del cáncer terminal que padece. Blocker, que odia de manera visceral a los indios, que ha construido su vida e identidad sobre largos años de guerra y deshumanización, se ve obligado a acompañar hasta su final a un enemigo al que considera responsable de incontables muertes, entre ellas las de no pocos de sus amigos y camaradas de armas. La compañía que forman indios -entre ellos, el hijo (Adam Beach) y el nieto (Xavier Horsechief) del anciano- y soldados -el teniente Kidder (Jesse Plemons), el sargento Metz (Rory Cochrane), el cabo Woodson (Jonathan Majors) y el soldado DeJardin (Timothée Chalamet)- recoge por el camino a Rosalee Quaid (Rosamund Pike), superviviente de un brutal ataque comanche que ha acabado con toda su familia y que se halla sumida en un estado traumático que impregna cada uno de sus gestos y acciones.
Construida en clave de road movie, el tránsito físico de los personajes hacia el lejano norte, con la sucesiva superación de riesgos y amenazas (la logística, los comanches, los tramperos, los rancheros, etc.) como etapas de crecimiento y perfección, se convierte en un camino de transformación moral y de íntima regeneración espiritual. El tono general, grave y contemplativo, salpicado de fatalidad y de un sombrío realismo, viene acompañado de esporádicos estallidos de violencia, narrados con frialdad, sin retórica ni glorificación, marcados por el desgarro emocional de quienes participan en ellos, en particular cuando viene derivado de la pérdida de vidas humanas (en este punto, la película no hace ascos en mostrar el horror de la violencia aplicada sobre los más débiles, incluso mujeres y niños). La fotografía de Masanobu Takayanagi aprovecha la luz natural para subrayar el contraste entre la inmensidad del paisaje y la pequeñez de unos personajes que avanzan como fantasmas por un territorio indiferente a su sufrimiento. La película revisita el género con respeto reverencial por la iconografía y las perspectivas de los grandes clásicos, pero también con ánimo regenerador y de aproximación a la actualidad. No hay héroes, solo supervivientes intentando encontrar un último resquicio de dignidad en un país construido sobre el exterminio de un pueblo. Las escenas de acción están filmadas con una fisicidad contundente, cruda, desagradable, pero nada dependientes del espectáculo; se configuran más bien como un duelo emocional, un peaje doloroso e irrenunciable antes que como coreografías estéticas destinadas a entretener. La música de Max Richter refuerza ese tono pausado y elegíaco, barnizándolo de una capa de tristeza que envuelve de manera persistente a los personajes.
La fragilidad de Rosalee y su voluntad de recomposición (de su estado catatónico a la resurrección mediante el empeño en tareas físicas; del reconocimiento de los indios como seres humanos al recurso a la violencia para defenderlos) ejercen de contrapunto a la violencia general, considerada un drama transversal que afecta a soldados, civiles y nativos, un mal endémico y estructural que actúa como agente fundador de una comunidad, de una identidad colectiva que nace viciada. Sin embargo, en este punto concurren las dos grandes debilidades de concepto del film. En primer lugar, el reduccionismo en el retrato de los indios, divididos, como tantas veces, entre «buenos», aquellos que atesoran cualidades espirituales, humanistas, y poseen un aliento redentor (el anciano indio respecto al joven guerrero que fue, así como su familia), frente a los que actúan como meros agentes de la crueldad, los guerreros comanches que no son considerados humanos ni siquiera por el resto de los indios (algo de veracidad histórica hay en esta caracterización), que no solo matan para proteger su modo de vida y sus comunidades, legítima defensa frente al avasallador avance del hombre blanco, sino que son malvados por sí mismos, que disfrutan asesinando y torturando como si con ello cubrieran una necesidad genética. El otro problema de desarrollo viene del cambio interior que se opera en los personajes de Blocker, Yellow Hawk y Rosalee, excesivamente tópico y convencional. Bale compone un personaje que parece atrapado en sus propios dogmas, rígido y envenenado por una violencia que ya no sabe si ejerce por convicción o por costumbre; como contraste, es de los pocos oficiales blancos que aceptan contar con subordinados negros (su despedida del cabo Woodson, por su contención y sus sobreentendidos, y por la incapacidad de los personajes para demostrar y compartir sus emociones, es quizá el instante dramático más logrado de la película). Studi, por su parte, ofrece una caracterización sobria y digna de una figura que ya no tiene nada que demostrar, cuya serenidad contrasta con la crispación del capitán.
A medida, sin embargo, que el viaje se acerca a su conclusión y se han ido perdiendo efectivos en la expedición, renace la humanidad de Blocker, que ya no ve en los indios -al menos, en aquellos a los que acompaña- la imagen que de ellos se ha configurado durante casi toda su vida, sino que observa su perfil humano, familiar, afectivo. La película, no obstante, evita caer en el sentimentalismo: la relación entre Blocker y Yellow Hawk no se convierte en una amistad redentora; se detiene en el reconocimiento mutuo de la humanidad del otro, logrado a partir del dolor compartido y del sentimiento de pérdida. Por su parte, en paralelo, el renacer de Rosalee se ve impulsado por el interés naciente que tiene por Blocker; el amor, o la atracción física, como catalizador de esa vuelta a la vida. Soluciones manidas de guion aparte, la mayor virtud del filme, además del aprovechamiento visual del paisaje y del estupendo reparto (además de los mencionados, incluye a Peter Mullan, Bill Camp y Stephen Lang), es su huida del revisionismo más complaciente y discursivo o de la contraproducente intención de deconstrucción del género. Supone, por el contrario, una reflexión desoladora y solo parcialmente esperanzada, pero también seria y madura, en una atmósfera de belleza y dolor, sobre la necesidad de renunciar a la violencia mediante la aceptación de sus heridas. Una obra solemne y ambiciosa, un viaje al corazón oscuro de la identidad estadounidense que, sin sermonear ni adoctrinar, cuestiona los cimientos de su propia mitología.
