Para desilusión de algunos espectadores, el vínculo con Simone de Beauvoir es el aspecto menos explotado del retrato que Martin Provost le dedicó a Violette Leduc en el largometraje (casi) homónimo que la cartelera porteña estrenó el jueves pasado. Incluso más de uno sentirá que a Sandrine Kiberlain le falló su versatilidad habitual a la hora de encarnar a la autora de El segundo género y pareja de Jean-Paul Sartre. Acaso la verdadera responsabilidad de este aparente desatino le quepa al guión que el mismo director escribió junto con Marc Abdelnour y René de Ceccatty, y que caracteriza a la célebre intelectual feminista como contracara estereotipada de la (menos conocida y por lo tanto más interesante) escritora maldita.
A tono con declaraciones de Provost en varias entrevistas (por ejemplo ésta que publicó Página/12), Violette parece hecha a medida de Emmanuelle Devos. Afeada como Nicole Kidman cuando le tocó interpretar a Virginia Wolf en Las horas, la actriz favorita de Arnaud Desplechin supera ampliamente a su colega australiana en la tarea de transmitir el permanente malestar existencial, la tendencia border de su personaje. La acompaña a la misma altura la gran Catherine Hiegel, convocada para hacer de Berthe Leduc.
De todas las relaciones que Violette establece con los integrantes de su entorno familiar y social (cuyos nombres propios Provost convierte en separadores del retrato cinematográfico), la más interesante es la que mantiene con su progenitora. No por casualidad una de las primeras escenas de la película muestra a la protagonista escribiendo en un cuaderno la primera oración de La asfixia: “Mi madre no me ha dado nunca la mano”.
Otra vez, aparece la sensación de que la versión estereotipada de De Beauvoir está al servicio de algún propósito narrativo. En este caso, en tanto figura que reproduce o prolonga el sentimiento de no correspondencia que Violette arrastra desde niña a partir de una vinculación difícil con mamá Berthe.
Antes que presentar un ejercicio biográfico concentrado en los pormenores de la vida íntima del personaje, en sus eventuales obsesiones amorosas, el nuevo largometraje de Provost retoma las inquietudes vertidas en aquel trabajo anterior dedicado a la pintora Séraphine de Senlis: la condición dolorosa -incluso insalubre- del alumbramiento artísitico, sobre todo cuando la parturienta en cuestión es una desheredada o, en palabras de Leduc, una “bastarda” social.
Algunos de los críticos profesionales cuyas reseñas sobre Violette fueron publicadas la semana pasada destilan enojo contra el realizador francés. Por un lado sugieren que la reivindicación de la escritora responde a la misma estrategia snob que consiguió siete premios César en 2009. Por otro lado lamentan la superficialidad de un retrato más bien digno de Wikipedia o, dicho de otro modo, sin el despliegue visual de sangre, sudor y lágrimas que toda película francesa sobre mujeres lesbianas o bisexuales (parece que) debería ofrecer después de La vida de Adèle.