Revista Diario
Supongo que a nadie le habrá pasado desapercibido que mañana, en las semifinales del Mundial, juega España contra Alemania.
Yo me estoy frotando las manos, lo reconozco.
No me gusta el fútbol (ni a mi marido tampoco) y no lo veo nunca, pero precisamente este partido lo he estado esperando como agua de mayo. Y no, no tengo el corazón dividido: Yo quiero que gane España. Es más, quiero que gane por goleada.
Esto me ha hecho pensar en que es cuanto menos curioso el fenómeno del sentimiento patriótico del emigrante (o expatriado).
Por supuesto depende del país de origen del sujeto en cuestión y de las circunstancias por las que emigra. No es lo mismo un albañil ucraniano que llega a Alemania a buscarse la vida, que un ingeniero español al que han ido a buscar desde Alemania. Tampoco es lo mismo un inmigrante español de los llegados aquí hace cuarenta años (más o menos con el mismo perfil con el que llegan ahora los albañiles ucranianos), que un inmigrante español en Alemania ahora mismo.
El perfil del inmigrante español moderno aquí es más o menos (con excepciones, por supuesto) uniforme: No importa que emigren por amor, que viniesen a estudiar y se quedasen (por amor o trabajo, como fue mi caso) o que vengan a trabajar buscando reconocimiento laboral y económico (o sea, una vida mejor). Suele ser siempre gente preparada, con estudios universitarios, idiomas y ambición.
Alguien que decide emigrar por propia voluntad no suele estar demasiado apegado a la vida y al país que deja. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que no le guste su país, la comida de su país, los amigos que deja, la familia…etc., pero por lo general predominan el desencanto y las críticas: habiendo interiorizado tantísimo, por ejemplo, que la sanidad es universal (que no gratuita), lo que le llama la atención son las colas y las esperas en el médico.
La actitud del inmigrante español en Alemania al principio es, por tanto, eufórico-admirativa. Se deja deslumbrar por todo: el tráfico ordenado y respetuoso, las “bajas” maternales espectaculares, los sueldos más altos, la gente independizada desde los 18 años, los yogures, el pan…etc. Todo es maravilloso y, por supuesto, muchísimo mejor que en España, ¡dónde va a parar!
Poco a poco, sin embargo, vuelve a aflorar el desencanto. Cuánto más tiempo se lleva aquí, más cuenta se da uno de que no es oro todo lo que reluce: Ni las bajas maternales son tan espectaculares (sino más bien el timo de la estampita), el sistema sanitario es clasista, las relaciones familiares son frías y distantes, el machismo es recalcitrante…etc.
Y España, con sus defectos, nos empieza a dejar de parecer tan tercermundista como pensábamos. Poco a poco. Primero fruncimos el ceño ante las críticas a España de algún alemán (que las oirás, por supuesto, porque a ellos, menos Mallorca, España les parece tercermundista; muy bonita y se come muy bien, pero tercermundista), después empezamos a contestar con frases del tipo “Ya bueno, pero también/aquí tampoco…” y, finalmente, te atreves a criticar directamente (“Me parece increíble que aquí…”).
Tu actitud en España (de visita) también cambia. En cuanto alguien ensalza las virtudes alemanas, ya estás tú poniendo los puntos sobre las íes (o escribiendo un blog desmitificador).
No es que en Alemania de pronto sea todo malo, o peor, o que resulte que España tenga que ser ahora el ejemplo a seguir. No se trata de eso. Pero, por algún motivo, te acabas sintiendo con la obligación moral de acabar con ese complejo de inferioridad tan típico ante los países nórdicos, normalmente considerados como superiores o avanzados (y el correspondiente complejo de superioridad frente a España o cualquier país por debajo de Suiza de cualquier alemán).
Y al cabo de los años te das cuenta de que tú, que tanto criticabas España y a los españoles, estás defendiéndola a capa y espada. Incluso durante un insignificante partido de fútbol.
Yo me estoy frotando las manos, lo reconozco.
No me gusta el fútbol (ni a mi marido tampoco) y no lo veo nunca, pero precisamente este partido lo he estado esperando como agua de mayo. Y no, no tengo el corazón dividido: Yo quiero que gane España. Es más, quiero que gane por goleada.
Esto me ha hecho pensar en que es cuanto menos curioso el fenómeno del sentimiento patriótico del emigrante (o expatriado).
Por supuesto depende del país de origen del sujeto en cuestión y de las circunstancias por las que emigra. No es lo mismo un albañil ucraniano que llega a Alemania a buscarse la vida, que un ingeniero español al que han ido a buscar desde Alemania. Tampoco es lo mismo un inmigrante español de los llegados aquí hace cuarenta años (más o menos con el mismo perfil con el que llegan ahora los albañiles ucranianos), que un inmigrante español en Alemania ahora mismo.
El perfil del inmigrante español moderno aquí es más o menos (con excepciones, por supuesto) uniforme: No importa que emigren por amor, que viniesen a estudiar y se quedasen (por amor o trabajo, como fue mi caso) o que vengan a trabajar buscando reconocimiento laboral y económico (o sea, una vida mejor). Suele ser siempre gente preparada, con estudios universitarios, idiomas y ambición.
Alguien que decide emigrar por propia voluntad no suele estar demasiado apegado a la vida y al país que deja. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que no le guste su país, la comida de su país, los amigos que deja, la familia…etc., pero por lo general predominan el desencanto y las críticas: habiendo interiorizado tantísimo, por ejemplo, que la sanidad es universal (que no gratuita), lo que le llama la atención son las colas y las esperas en el médico.
La actitud del inmigrante español en Alemania al principio es, por tanto, eufórico-admirativa. Se deja deslumbrar por todo: el tráfico ordenado y respetuoso, las “bajas” maternales espectaculares, los sueldos más altos, la gente independizada desde los 18 años, los yogures, el pan…etc. Todo es maravilloso y, por supuesto, muchísimo mejor que en España, ¡dónde va a parar!
Poco a poco, sin embargo, vuelve a aflorar el desencanto. Cuánto más tiempo se lleva aquí, más cuenta se da uno de que no es oro todo lo que reluce: Ni las bajas maternales son tan espectaculares (sino más bien el timo de la estampita), el sistema sanitario es clasista, las relaciones familiares son frías y distantes, el machismo es recalcitrante…etc.
Y España, con sus defectos, nos empieza a dejar de parecer tan tercermundista como pensábamos. Poco a poco. Primero fruncimos el ceño ante las críticas a España de algún alemán (que las oirás, por supuesto, porque a ellos, menos Mallorca, España les parece tercermundista; muy bonita y se come muy bien, pero tercermundista), después empezamos a contestar con frases del tipo “Ya bueno, pero también/aquí tampoco…” y, finalmente, te atreves a criticar directamente (“Me parece increíble que aquí…”).
Tu actitud en España (de visita) también cambia. En cuanto alguien ensalza las virtudes alemanas, ya estás tú poniendo los puntos sobre las íes (o escribiendo un blog desmitificador).
No es que en Alemania de pronto sea todo malo, o peor, o que resulte que España tenga que ser ahora el ejemplo a seguir. No se trata de eso. Pero, por algún motivo, te acabas sintiendo con la obligación moral de acabar con ese complejo de inferioridad tan típico ante los países nórdicos, normalmente considerados como superiores o avanzados (y el correspondiente complejo de superioridad frente a España o cualquier país por debajo de Suiza de cualquier alemán).
Y al cabo de los años te das cuenta de que tú, que tanto criticabas España y a los españoles, estás defendiéndola a capa y espada. Incluso durante un insignificante partido de fútbol.