Fernando Arrabal es poco más que un personaje pintoresco en su patria. Aunque él diría que su verdadero país es el exilio, concretamente Francia donde ha vivido desde siempre. Ha dirigido varias películas, pero en España lo que más se ha visto de él es un video de Youtube donde se presentó borracho a más no poder como invitado en un programa de entrevistas. Arrabal siempre fue enemigo de la seriedad. Frente al escritorio y fuera de él, se salió con la suya. Durante su juventud se alió con otros zafados, como Alejandro Jodorowsky, para fundar un grupo de filiación surrealista llamado Movimiento Pánico. Según Arrabal, su pandilla perseguía “una manera de expresión presidida por la confusión, la memoria, la inteligencia, el humor y el terror”. En una época de euforia artística en Europa, el joven Arrabal llamó la atención desde París con su teatro de violento humor y ganas de perturbar el orden de las cosas. Tanto que, en 1967, en una visita imprudente a España, Franco lo mandó arrestar por hacerse el gracioso. Escribió “me cago en Dios” en la dedicatoria de un libro y el atrevimiento le costó una condena por doce años. Gracias a su fama como dramaturgo, destacados colegas suyos como Gabriel Marcel, Samuel Beckett y Eugène Ionesco (que Franco también habría encarcelado de mandar en Francia), intercedieron por su libertad y soltaron al blasfemo al cabo de un mes.Muy pronto su nombre figuraría en la lista de los españoles “más peligrosos”. Prohibido estaría de retornar a España y su nombre sólo podría ser mencionado con fines difamatorios.
“Viva la muerte” (1970), su primera película hecha en el exilio, le debe mucho a Franco, al profundo estado de represión que ocasionó especialmente durante los primeros años de la post-guerra. Es una película con mucho de autobiografía, pero no solamente de los hechos que le ocurrieron, como de las angustias y las turbulentas fantasías que ocuparon su mente de niño. Podemos comprender, una vez más, que quien fue criado en la obediencia más ciega a las reglas será el primero más adelante en querer destruirlas.
Al pueblo de Fando llegan las tropas falangistas victoriosas. La guerra ha terminado y ahora la tarea es reprender a los “traidores” sobrevivientes, villa por villa. Su madre, católica devota, denuncia a su marido por haber combatido de lado de quienes quemaban iglesias. Así que es detenido y llevado a prisión. Fando no termina de entender por qué su padre es ahora considerado un adversario de Dios, una persona para quien lo más conveniente es la muerte. En su casa, excepto por un viejo tío que también simpatiza con los republicanos, las mujeres ejercen control a través de reprimendas y devoción. En la escuela, el castigo es el método de enseñanza preferido. Hasta los juegos de los niños giran alrededor del dolor físico o la mutilación de animales. Fando vive bajo la autoridad culposa de su madre y al mismo tiempo se siente fascinado y resentido con ella. Entonces, el niño comenzará a realizar gestos mínimos de protesta contra el destino impuesto a su padre. En sus juegos, pone a sus muñecos a representar el juicio y ejecución de su padre; encuentra su pipa favorita, la lleva consigo y pretende fumar en ella, como negando su desaparición; se sube a una torre del pueblo y orina desde ella.
Alternadas con la presentación de estos hechos, que bastarían para hacer de esta película lo suficientemente impactante, transcurre una serie de “visiones” con las que Arrabal debe haber gozado. Mientras Fando resiste la agresión de un entorno familiar que odia su padre y, de alguna forma, también a él por ser su hijo y negarse a olvidarlo; se nos muestra a cada momento la expresión de un mundo interior afiebrado. Son secuencias desafiantes en las que Fando (o el director) imagina maneras en que su padre pudo haber sido ejecutado. Imagina también a su madre cagando sobre la cabeza del marido, o extirpando los testículos de un toro para luego rematar al animal. Los simbolismos son claros y descarnados. No poner la otra mejilla, sino devolver la cachetada contra el catolicismo y los militares por su complicidad con el genocidio y la traición. Vemos a un cura repartiendo fusiles y luego comiéndose sus testículos, agradeciendo a Dios por semejante platillo. Mientras tanto, en el plano realista todo se contamina de desesperación, la matanza continúa y Fando presencia la ejecución de Federico García Lorca, con bala en el culo incluida. La madre pide ser flagelada por su hijo. Un niño come pan con gusanos.
Hasta ahora no había conocido una película que plasmara de manera tan tajante la pérdida de la inocencia, ese adiós a la infancia. Arrabal no lo impulsa la simple oposición, no es una película de protesta política clásica, “Viva la muerte” es más bien es un delirio por decepción. Dios dejó de creer en ti, tu madre te niega la capacidad de sentir, tu pueblo te entierra en vida. Es el dolor por el derrumbe de las certezas que te cobijaron. Entonces sólo queda la extrañeza, jugar entre los escombros, salir a buscar respuestas en el sinsentido, como el bufón o el loco. Arrabal amó profundamente los castillos que dinamitó.
Murió Franco. España reabrió sus puertas, pero Arrabal ya era un auto exiliado de por vida y en su país tampoco encontraría mucha acogida. Recibe algunos premios importantes pero sus críticos lo ningunean. Lo acusan de mal gusto, de escatológico, de llevar la contra todo el tiempo, de no tener bandera. Pocos autores españoles gozan de un desprestigio tan sólido. Pero Arrabal no ha dejado de ejercitar la muñeca. Dicen que a la fecha escribió 800 (!) libros de poesía, además de muchas piezas teatrales y otras seis películas. Él sigue proclamando: “soy peatón, no poeta”.
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