Junto a las encinas, entre las flores amarillas de las aliagas, una oveja pasta, recortando hierba con los largos dientes, hora tras hora, hasta acumular casi 5 kg de pasto en su estómago. Luego, tranquilamente, rumia, regurgita la hierba tragada para masticarla de nuevo, bocado tras bocado, y el puré resultante regresa al estómago, a la gran cámara oscura del rumen. Allí, millones de diminutas vidas microscópicas aguardan para digerir la pasta de hierba. Viven prácticamente sin oxígeno, como vivían las células primordiales del eón Arcaico. Como ellas, la mayoría son bacterias. Se alimentan de la fibra de la hierba, de la celulosa; la fermentan y dejan como residuo un cóctel de suaves ácidos orgánicos llenos de una energía que aprovecharán otras bacterias diferentes. Entre las bacterias nadan microbios de formas insólitas que son como monstruos enormes impulsados por pestañas vibrátiles. Son células eucariotas, los ciliados del rumen: Entodinium, Isotricha... Engullen bacterias una tras otra como alimento, pero a la vez algunos albergan bacterias que viven flotando dentro de ellos. Estas bacterias interiores, al alimentarse, desprenden gas natural, metano que escapa al exterior por la boca de la oveja. Se trata de los metanógenos, reliquias vivientes de una Tierra primigenia donde el aire todavía no tenía oxígeno, supervivientes de un abismo de tiempo anterior a los dinosaurios y a los animales y plantas, de una edad en que nuestro mundo era un planeta extraño donde el metano de la atmósfera retenía el calor de un Sol joven y débil, originando una bruma rojiza que hacía del día un perpetuo ocaso.
Podríamos perdernos en esta jungla microbiana: hay hongos que a veces parecen no serlo, porque sus esporas nadan, y también hay virus que destruyen bacterias, como los Podoviridae, y en una gota del fluido del rumen puede haber más de estos virus que personas en el mundo. Para todos estos microbios la oveja es valiosa, porque ofrece en su rumen un buen ambiente donde vivir, lleno de alimento y lejos del oxígeno del aire, que los dañaría. Fuera de la oveja, estos seres microscópicos deben de sobrevivir a duras penas convertidos en esporas, si es que sobreviven, a la espera de ser tragados para resucitar dentro del estómago. Para la oveja, los microbios son valiosos: sin ellos, no podría digerir la fibra, el componente principal de la hierba. Gracias a sus extraños aliados, la oveja asimila la celulosa en forma de sustancias sencillas, el producto del tanque de fermentación que es su rumen. Pero la oveja también devora a sus benévolos inquilinos, cuando digiere la pasta de hierba fermentada, en otra cavidad del estómago. Y toda esta historia al final puede terminar en nosotros, a través del cordero y del queso. Más sobre el rumen de la oveja en este artículo, y sobre la vida primigenia en Knoll (2003) La vida en un joven planeta, Omega.