La concesión del premio Nobel de Literatura ha supuesto una agradable sorpresa este año. Alexievich nació en 1948 en la Unión Soviética (actualmente Bielorrusia) y esta identidad, a caballo entre dos mundos, ha marcado profundamente su obra, fundamentalmente dedicada a la indagación en la historia de su país (o de sus países). Aunque en España solo se ha traducido esta estremecedora Voces de Chernóbil, se espera que sus obras vayan llegando en el futuro inmediato y así poder disfrutar de esta autora oculta hasta el momento, pero cuyos ensayos tienen mucho que aportar a cualquier lector interesado en algunos de los episodios que marcaron el siglo pasado, tratados desde un punto de vista periodístico, pero dotados a la vez de una especial sensibilidad literaria.
El desastre de Chernóbil ha quedado como uno de esos momentos en los que la historia se paraliza, porque sucede lo impensable, un acontecimiento que no puede explicarse con meras palabras, sobre el que se debe reflexionar mucho tiempo después para ser comprendido en toda su magnitud. Son sucesos únicos, como el Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial o la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. El mundo contiene la respiración e intenta comprender. La vida no vuelve a ser la misma para muchos millones de seres humanos. Pero lo de Chernóbil tiene un matiz especialmente siniestro, por las características del suceso: la explosión de un reactor nuclear que suelta en la atmósfera una cantidad inusitada de elementos radiactivos, una amenaza invisible y por ello potencialmente más peligrosa que una guerra. Además, dentro de veinte mil años, la radiación seguirá ahí. Quizá Chernobil sea, o al menos eso es lo que quiere transmitirnos la autora, la acción más catastrófica realizada por el hombre, un acontecimiento que estuvo a punto, si hubieran estallado los restantes reactores, de convertir buena parte de Europa en un páramo sin vida:
"Cuando hablamos del pasado o del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?"
Pero Voces de Chernóbil no se dedica a resumirnos la historia tantas veces contada. Alexievich prefiere dejar hablar a los protagonistas de aquellos aciagos días, a los habitantes de la zona que no fueron conscientes del peligro hasta que no fue demasiado tarde, a los soldados que fueron enviados a tapar el inmenso agujero nuclear sin apenas equipo de protección, a los dirigentes políticos, a los niños condenados a muerte al nacer y a los campesinos de los alrededores, muchos de los cuales se negaron a ser expulsados de sus casas. A veces estos últimos representan la voz de la Rusia profunda (o de la Bielorrusia profunda), la de esos seres sencillos que aparecen en las novelas de Tolstói, cuya mentalidad no ha cambiado demasiado en siglos, por lo que no podían comprender de ninguna manera qué era eso de la radiación.
El Estado Soviético no estaba preparado para afrontar una situación como aquella. Las autoridades, desde el primer momento, se ocuparon más de ocultar la dimensión de la catástrofe que de proteger a la población. Se tomaron el asunto como una operación militar y se envió al ejército para intentar contener la fuga. La gente veía avanzar a las tropas y a los blindados y su memoria retrocedía a los tiempos de la invasión alemana de la Unión Soviética. Pero este enemigo era distinto. Estaba presente en los alimentos, en la hierba, en los árboles, bajo formas invisbles. Nada parecía haber cambiado, aunque el mismo aire se hubiera vuelto letal de repente. La gente que trabajó alrededor de la Central, bomberos, soldados, obreros, técnicos y liquidadores, fueron considerados héroes por el Estado. Héroes con destinos terribles, con muertes nunca vistas, como si el infierno se hubiera instalado en aquellas tierras:
"Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días… Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne… Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro."
A los pocos días de sucedida la catástrofe, la gente empezó a darse cuenta de que sus dirigentes le ocultaban la verdad. La televisión estatal no paraba de repetir que la vida era segura en el entorno de la Central y que las noticias que estaban dando las cadenas occidentales no eran más que palabras alarmistas que trataban de desprestigiar al socialismo. Ese socialismo que hasta aquel momento había mostrado una fe absoluta en la técnica, en el dominio de la naturaleza por parte del hombre y ahora no sabía cómo enfrentarse al poder del átomo. La doctrina de Marx ofrecía pocas respuestas a una situación como aquella y Gorbachov, recordando la nula reacción de Stalin ante la invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler, no apareció ante su pueblo hasta más de una semana después de la explosión. Se ninguneaba la opinión de los físicos nucleares y se optaba por no hacer cundir el pánico entre la población. Cuando ésta fue evacuada, se le aseguró que lo sería por un par de días. Se enviaron brigadas de limpieza que destruían casas y arrancaban la tierra contaminada, pero estos esfuerzos solo servían para que sus miembros enfermaran a los pocos meses.
Desde luego, las mayores víctimas de Chernóbil fueron los más pequeños. A pesar de que se creó una amplia zona de exclusión alrededor de la Central, miles de menores fueron irradiados y su infancia se convirtió en un infierno:
"Ante los ojos de estos críos, constantemente entierran algo o a alguien. Lo sumergen bajo tierra. A conocidos. Casas y árboles. Lo entierran todo. Cuando están en formación, estos niños caen desmayados; cuando se quedan de pie unos quince o veinte minutos les sale sangre de la nariz. No hay nada que les pueda asombrar ni alegrar. Siempre somnolientos, cansados. Las caras, pálidas, grises. Ni juegan ni hacen el tonto. Y si se pelean, si rompen sin querer un vidrio, los maestros hasta se alegran. No los riñen, porque no se parecen a los niños. Y crecen tan lentamente… Les pides en una clase que te repitan algo y el crío no puede; la cosa llega a que a veces pronuncias una frase para que la repita después y no puede. «¿Pero dónde estás? ¿Dónde?», los intentas sacar del trance."
Con Voces de Chernóbil la Premio Nobel bielorrusa nos ofrece una visión íntima y plural de un drama colosal, de una catástrofe que no ha terminado todavía y que seguirá produciendo víctimas durante miles de años y que ha dado lugar a anécdotas tan amargas como ésta, fruto de la desesperanza y la falta de futuro de varias generaciones de habitantes de aquella zona:
"Ayer iba en el trolebús. Esta es la escena: un chico no le cede el asiento a un viejo. Y el anciano le reconviene:
—Cuando seas mayor, tampoco a ti te cederán el asiento.
—Yo nunca seré viejo —replica el chaval.
—¿Por qué?
—Porque pronto moriremos todos."
Revista Cine
Voces de chernóbil (2005), de svetlana alexievich. crónica del futuro.
Publicado el 21 octubre 2015 por MiguelmalagaSus últimos artículos
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