Revista En Femenino

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Por Expatxcojones

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Mi hijo se lía. En casa hablamos catalán. En el cole le llaman “el español”. En clase estudia francés y en la calle escucha árabe.
Mi hijo se lía. Cuando va a España coge el avión. A veces, el barco pero cruza andando un pasillito enjaulado y ya no está en Marruecos sino en Ceuta que es España aunque esté en territorio africano.
Mi hijo se lía y yo, también.Vengo de pasar una semana en casa de mis padres, en la ciudad que me vio crecer, donde estudié, me enamoré y conduje un coche por vez primera. La ciudad donde he vivido la mayor parte de mi vida y a la que regreso de vez en cuando.
Situada a unos treinta kilómetros de Barcelona, con una población de ciento veinticinco mil habitantes, es una ciudad de provincias como otra cualquiera. Si accedes a ella por la carretera nacional lo primero que ves es unagran escultura de bronce. Tiene forma de mujer. Lleva un arco y una flecha. Su nombre es Laia y representa a uno de los primeros pobladores prehistóricos de la zona, la tribu de los layetanos. Pasarían muchos siglos hasta que los romanos bautizaran la ciudad con el nombre de Iluro y otros tantos hasta que Fernando el Católico le otorgara el privilegio de municipio y la incorpora a la Corona. Y así fue como, poco a poco, esta pequeña Vila medieval fue creciendo alrededor de la iglesia y la plaza mayor. Ya entrado el siglo XIX abandonaría la agricultura y entraría con fuerza en la época industrial. Fue el despegue del sector textil, durante años la mina de oro de la zona, actualmente, destruido por completo. Un dato más: fue la ciudad que tuvo la primera línea de ferrocarril de España. Dicho está.
Aquí llegué la semana anterior a pasar unos días de vacaciones. No iba desde navidad y, básicamente, lo hice por los niños. Para que vieran a sus abuelos, para que jugaran con sus primos, para que no olvidaran a sus amigos. Para que recordaran de donde son aunque su casa esté en otro país.
   —¿Qué haces? Riera arriba, Riera abajo… —me pregunta el Kalvo una de las veces que hablamos por teléfono.
Y es que no hay mucho más qué se pueda hacer en esta ciudad o quizás es que yo no concibo hacer otra cosa. A parte de mis padres, mis hermanas, mi tía y una amiga no tengo absolutamente nada ni nadie que me vincule a este lugar. El primer día llego cansada del viaje y con ganas de ver a la familia. El segundo visito a la colega. El tercero me dedico a comprar. Comprar libros. Comprar ropa. Comprar zapatos. El cuarto… el cuarto empiezo a ver las cosas como son y me deprimo. Todo está exactamente igual que la última vez que vine. Sólo si me fijo soy capaz de percibir pequeños cambios. Son sutiles, casi imperceptibles. Necesito toda mi atención. Entonces me doy cuenta que donde antes estaba la churrería, esa donde comprábamos las patatas para hacer el aperitivo de los domingos, ya no hay nadie sudando frente la máquina de churros. Ahora es una óptica. Al seguir mirando veo que donde antes estaba la pastelería, esa que vendía los cruasanes que tanto me gustaban, hay una tienda de zapatos baratos. Sólo muy de vez en cuando, me sorprenden lugares nuevos. Una joyería que han abierto en la calle comercial del centro o un bar especializado en gin tonics — que ves a saber tú cuánto durará—. A parte de estas pequeñas novedades, el resto sigue como siempre. El mítico Frankfurt de La Riera. Un local de apenas quince metros cuadrados, con cuatro taburetes y unas baldosas con más años que matusalén. Donde el pan parece chicle y el lomo es casi imperceptible. Allí siguen los mismos camareros que me servían un bocadillo cuando era adolescente y, al salir de la discoteca, paraba a comerme algo antes de ir a casa. El que toma nota, el que abre el pan, el que coloca la carne en la sartén y el que no sabes bien qué cojones hace. Están más viejos, más cansados pero igual de antipáticos y con la piel igual de translúcida, gritando calladamente que nunca les da el sol. No es sólo el Frankfurt. Otros establecimientos continúan ofreciendo sus servicios ajenos al paso del tiempo. Eso sí, con alguna que otra diferencia. En la cafetería donde siempre he disfrutado de los mejores sándwiches de jamón y queso ya no está la dueña. Esa mujer delgada y nerviosa que desde que tengo memoria se movía tras la barra.
   —Estaba despachando, —empieza a decir mi madre cuando tomándonos un café con leche le comento su ausencia —de repente, cayó al suelo. Fue fulminante. Le dio un ataque al corazón.
De esta manera me entero de su muerte, de alguna que otra ruptura sentimental, de un nacimiento o de la pelea de tal con cual. Pero a pesar de estas informaciones que me llegan en cuentagotas, lo sigo viendo todo igual que siempre. La misma gente haciendo las mismas cosas en los mismos sitios. Sólo que un poco más viejos.
   —No podría vivir aquí —le confieso en un momento dado a mi madre —me entraría claustrofobia.   —Será que en Tánger hay tantas cosas… —me responde entre ofendida y sorprendida.
Tiene razón. En Tánger mi vida se reduce a un solo barrio. Unos pocos kilómetros cuadrados donde me muevo como pez en el agua. Más allá, un restaurante, alguna playa y la nada más absoluta. Pero aquí ves gente distinta, con una religión y unas costumbres que te son desconocidas. Las comidas, los olores, los paisajes, todo esdiferente. Tú eres diferente. Quizás ese es el tema. Que después de cuatro años me he acostumbrado a la vida en esta ciudad del estrecho pero la realidad es que sigo siendo una extranjera. Una expatriada. Mis raíces están en otro sitio. Pero cuando regreso al hogar no las encuentro. Me siento fuera de lugar. También allí soy extranjera. Tanto tiempo fuera no ha acrecentado mi sentimiento de permanencia, todo lo contrario, cada año que pasa me siento más alejada. Ni de aquí, ni de allí, decía un marroquí que creció en Cataluña y al que entrevisté en una ocasión. Ni de aquí, ni de allí. Quizás mi sitio esté en el más allá.

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