La eficacia del derecho al voto como instrumento de soberanía popular siempre ha dependido de las condiciones históricas que condicionaron su ejercicio. Se pasa por alto que el sufragio universal (restringido a los adultos masculinos) no fue inaugurado por las democracias liberales sino por regímenes autoritarios. Mientras el gobierno parlamentario británico, en los años 40 del siglo XIX, reprimió con brutalidad la reivindicación del voto por parte del Partido Cartista –un partido obrero-, una década y media más tarde lo pusieron en práctica los regímenes de Luis Napoleón, en Francia, y Bismarck, en Alemania. Fue precisamente con referencia al primero que Marx señaló que el sufragio consagraba el derecho de los trabajadores a escoger a su opresor cada determinado período de tiempo. El bonapartismo europeo, como hijo bastardo de las revoluciones sociales que lo precedieron, concedió a las masas derrotadas el consuelo del derecho al voto en condiciones perfectamente regimentadas. En Argentina ocurrió lo mismo: la oligarquía conservadora se arrepintió prematuramente, con el golpe del 30, de haber concedido la ley Sáenz Peña; quien extendió el sufragio a las mujeres no fue el liberalismo sino el peronismo -una vez que logró estatizar el ovimiento obrero que se había manifestado en forma belicosa desde mucho antes de Octubre del 45.
La bancarrota capitalista internacional ha dejado expuesta la condición de vulnerabilidad extrema de los adolescentes. Son la mayoría aplastante de la población desocupada y de los trabajadores precarizados, y las víctimas naturales del derrumbe de la educación pública, o de la destrucción moral del tráfico de drogas que amparan todos los Estados. No debería sorprender, entonces, que los jóvenes sean mayoría en la plaza Tahir, en El Cairo; en Syntagma, en Atenas; en las minas de Sudáfrica; o en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Tampoco suena extraño que las agrupaciones juveniles de la izquierda crezcan en influencia y en votos en los centros de estudio de Argentina, o que listas clasistas se distingan por la presencia de los obreros más jóvenes. Mariano Ferreyra, asesinado por una burocracia sindical protegida por el Estado, se ha convertido en un símbolo de identidad que atraviesa a distintas clases sociales de la nueva generación.
En estas condiciones históricas de crisis y belicosidad social, el liberalismo vernáculo esgrime, como lo hicieron sus progenitores, la minoría legal de los adolescentes para negarles el derecho al voto. “Volver a los 17”, como cantó Violeta Parra, fue convertido en subversivo por la dictadura ‘liberal’ de Pinochet. Los sobrinos del bonapartismo criollo, los kirchneristas, por su lado, han lanzado una activa política de cooptación de la juventud adolescente, mediante sus organizaciones para estatales. Aborda, sin embargo, el voto a los 16 años con vacilaciones, porque es conciente de su limitada capacidad de contención. Por eso propone un derecho al voto optativo (que posibilita el tráfico de documentos de identidad), que podrá archivar en cualquier momento cuando se lo califique de inconstitucional. Curiosamente, se ha acogido al largo trámite del debate en comisiones. No tiene apuro, hace alarde.
Para nosotros, en cambio, el Partido Obrero, hay que tratar el hierro cuando está caliente. “Donde hay una necesidad hay un derecho”. La madurez política (y también la psicológica) no la establecen los códigos sino que la da la experiencia –no es pasiva sino activa. Emerge del estudio y la militancia. En oposición a la regimentación de los grupos paraestatales del oficialismo, planteamos desarrollar los centros de estudiantes en todos los colegios –públicos y privados- y los cuerpos de delegados en todas las empresas. ¡Que ellos organicen la participación de todas las corrientes políticas! Advertimos, por último, que el derecho a elegir solamente es tal cuando existe el derecho a revocar.
El ejercicio de la soberanía popular supone una profunda transformación social.
Jorge Altamira