A Luis y a Alfredo Pérez Rey, con quienes tanto cine aprendimos.
El cine, de pronto, fue conciencia, cauce de rebeldía e insumisión, de resistencia a Franco. Fue a finales de los sesenta y a principios de los setenta cuando, en tiempos pre y universitarios, el cine, conservando la magia que habíamos hecho nuestra en los sábados de infancia, en los días de descubrimiento de los mitos de Hollywood, se nos mostró con otra cara. Habíamos despreciado el blanco y negro en favor de los horizontes sin límite y la estridencia del technicolor que iluminaba la pantalla en las películas de Disney, o en las grandes producciones en cinemascope que llegaban de América, y alguien, quizá algún crítico comunista o compañero de viaje del comunismo asiduo de los colegios mayores próximos a la Complutense, a algún apasionado del cine y de las lecturas sobre el cine en un barrio de extrarradios con parroquia obrera y sala de proyección, nos mostró la realidad que desconocíamos. Así, en los intersticios de una lucha democrática que presidían, a partes iguales, el miedo y la conciencia, la tenacidad y las debilidades, el amor y el sexo y el desamor y las represiones heredadas, supimos que existían directores como Bardem, Berlanga o Basilio Martín Patino, que películas en blanco y negro que habíamos desdeñado como Bienvenido Mr Marshall, Muerte de un ciclista, Calle Mayor o Nueve cartas a Berta, eran obras maestras que habían encontrado reconocimiento crítico y de espectadores al otro lado de nuestras fronteras, en la Europa democrática y mitificada.
Amamos el neorrealismo italiano, buscamos al Elia Kazan en blanco y negro de La ley del silencio, recobramos, con una mirada distinta, cierto cine americano que buscaba las grietas de la rebeldía en la conformista sociedad del american way of life: el cine negro de serie B, el technicor de Rebelde sin causa con un James Dean que era símbolo y que nos daría nuevas excusas para analizar, en nuestras tertulias, las debilidades del capitalismo más desarrollado y, en apariencia, feliz, o de Qué verde era mi valle. Con nuevos ojos y nuevo corazón accedíamos a los western de Huston, a viejas películas de John Ford -aquella versión de la novela de Steinbeck Las uvas de la ira-, descubrimos a un jovencísimo Paul Newman ejerciendo, casi siempre papeles de inconformista e incomprendido... Nos hicimos cinéfilos. Veíamos y leíamos las películas al calor de nuestras recién asimiladas teorías marxistas, de nuestros afanes de libertad, de democracia, de igualitarismo, de nuestros fines de semana de sexo clandestino y conversaciones y tertulias interminables. Era el cine de Arte y Ensayo con filmes en versión original y subtitulada, eran los cines Alexandra, Oraa, Duplex después, Alphaville, el Pequeño Cinestudio, el Peñalver, casi todos, al día de hoy, desparecidos... Eran las largas conversaciones, al salir del cine, en bares lleno de humo y con fondo de música de jazz, o en cafeterías de sandwich mixto y cuba-libre, o en la casa de alguno de los amigos emancipados, sentados en mullidos pubs procedentes de algún país africano y amparados por la mirada de un Antonio Machado al lado de la de John Lennon o Janis Joplin en los poster de aquellas paredes que solían presidir reproducciones del Guernika o grabados de Ibarrola .
Cinema Paradiso, una de las más bellas películas sobre la memoria del cineY con todo ello, llegó el cine francés, al que tanto amaríamos (y todavía amamos), con Renoir, con un irreverente Françoise Truffaut (sus Cuatrocientos golpes fue al cine lo que El guardían ante del centeno fue para nosotros a la literatura) y la nouvelle vague, con Bresson, con Godard, y el italiano que, a partir del neorrealismo se agigantó casi hasta el inifinito con Fellini, Bertolucci, Pasolini, Ettore Escola, Marco Ferreri (memorable su Ladrón de bicicletas). Y el cine de Bergman, cómo no, y el más que minoritario de Dreyer. Era un cine en el que el autor había pasado a primer plano, en el que siempre encontrábamos un mensaje más allá de las virtudes estéticas o técnicas de la película, en l que nos apoyábamos para descubrir la verdad de las injusticias, la necesidad de cambio de nuestras sociedades, en los que (al menos, amí me ocurría) buscábamos identidades con la vida cotidiana en nuestro barrio, en nuestro entorno familiar. Y en el que buscábamos, casi siempre infructuosamente, escenas de sexo que el cine convencional nos negaba. De alguna manera, al sumergirnos en la oscuridad de las salas de cine lo hacíamos, también, como militantes antifranquistas que tenían, casi por obligación (también por gusto, todo hay que decirlo), que estar al día de las novedades de la cultura más avanzada y comprometida. De ello, y del amor, nos habla en "Cine, cine", una bella canción, Luis Eduardo Aute. Escuchemos.
Aquella convicción nos llevó (lo escribí arriba) a los cine clubs de Colegio Mayor y de club parroquial en barrios extremos. Me es imposible olvidar las veladas de cine en los sótanos de la iglesia del Barrio de Portugalete, entre Canillas y Arturo Soria, o las de la llamada Cátedra, de la UVA de Hortaleza, hoy CEAPA o centro de educación de personas adultas, o las de salas como la del San Juan Evangelista o la del Isabel de España. El acorazado Potemkim, de Eisenstein, La caza, de Saura, Prima della revoluzione, de Bertolucci, Viridiana o Nazarín, de Buñuel, Fresas salvajes, de Bergman... El mundo se contenía en aquellas horas frente a precarias pantallas levantadas contra el tedio de la dictadura, horas que eran el complemento imprescindible de otras no menos importantes: las del trabajo en el barrio para lograr asfaltado en las calles, centros culturales, viviendas dignas, amnistía y libertad, democracia plena.
Poco después, quizá en paralelo, vino un nuevo cine americano de la mano de Woody Allen y sus Sueños de seductor... Pero esa sería otra historia.