Revista Arte

Volver al debate público

Por Peterpank @castguer

Volver al debate público

Hablar  sobre libertad, sobre asuntos éticos, sobre responsabilidades y sobre conveniencia es pedirle a la sociedad que piense en cosas y problemas que preferiría ignorar. Esto puede causar malestar y algunas personas pueden rechazar la idea ya de partida tan sólo por eso. Deducir de lo anterior que la sociedad estaría mejor si dejáramos de hablar de este tipo de cosas es un error que no debemos cometer. Cualquiera de nosotros podría ser el próximo excluido en aras de la eficiencia social.

En el siglo XVIII, cuando tuvieron lugar las revoluciones republicanas que sustentaron y dieron origen a las democracias modernas, no había necesidad de privacidad como hoy la entendemos y es por eso que ni se exigió ni se obtuvo en aquel momento. Tendemos a pensar que nos están robando la privacidad. Puede que en la práctica sea así, pero en la teoría es un enfoque equivocado y la realidad es justamente la contraria: la realidad es que la privacidad, tal y como la defendemos ahora, no ha existido jamás porque jamás hizo falta. Y no hizo falta porque nunca un Estado, un tirano o una corporación tuvo las herramientas necesarias para mantener bajo control y bajo vigilancia a toda la población en todo momento, incluso en los momentos en que las personas permanecían solas y aisladas del resto de la población. Esto ni siquiera era posible conseguirlo con un grupo importante de la población.

En tiempos de crisis intelectual o moral, que con frecuencia coinciden con recesiones económicas, la democracia se vuelve hacia la sociedad civil en busca de una respuesta capaz de generar nuevas esperanzas. El simple hecho de llamar sociedad civil a la que se organiza al margen de los partidos e instituciones denota una sensible desconfianza respecto de la clase política profesional, contemplada como una secta estamental que reproduce el papel de las antiguas dominancias militares o religiosas. Y no poco de sectario hay, en efecto, en su comportamiento colectivo, enfermo de corrupción y de ensimismamiento. Hace unos días  se reflexionaba con escepticismo sobre el tópico de que todos los políticos son iguales; para demostrar que no lo son, se venía a decir, convendría que evitasen comportarse de forma sospechosamente similar en la defensa de sus vicios de casta.

El creciente proceso de desgaste o desprestigio de la política convencional que se viene observando en la sociología española debería propiciar un resurgimiento del protagonismo civil que activase la participación democrática; sin embargo, la articulación social al margen de las estructuras institucionales no pasa del estado abstracto porque los partidos y el poder han invadido el territorio político con una vocación excluyente.  De alguna manera, a lo largo de más treinta años de esta modalidad de esquizofrénica y nada cierta democracia, el poder tradicional se ha asegurado su hegemonía mediante la anulación de cualquier forma de autonomía civil y la subordinación a sus intereses de toda modalidad participativa.

Pero las encuestas son tercas: está creciendo el hastío ante la falta de respuestas. La versión más inane de la socialdemocracia coincide con el momento más lánguido de la derecha liberal, y en esa encrucijada de incapacidades la democracia necesita una válvula de escape para no caer en las tentaciones del populismo. La única vía posible es la de la llamada sociedad civil: foros, plataformas o tribunas de reflexión que escapen del sectarismo y propicien un rearme político y moral de la exigencia ciudadana. Para las clases urbanas, para los cuadros profesionales o intelectuales refugiados en el individualismo, es la hora de volver al debate público y rescatarlo de la esclerosis si no queremos que esa queja creciente languidezca en una pasiva renuncia conformista.


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