Dicen que la política está siendo sustituida por la representación de intereses ajenos a los de la ciudadanía, el parlamentarismo por programas de televisión tipo Sálvame y que la democracia se está convirtiendo en un simulacro que suministra constantes estímulos para mantenernos entretenidos y desinformados por saturación. ¿Cuál es la alternativa entonces? Los pusilánimes encontrarían en el autoritarismo la excusa perfecta para no hacer nada y aceptar sumisamente la situación como si de un designio divino se tratara.
Ahora, por ejemplo, nos dan la matraca con eso de que los políticos no han sabido interpretar el mandato de las urnas o que la situación actual supone un fracaso. De manera simultánea, publican encuestas y opiniones para certificar que estamos cansados de votar y nos apabullan con lo del coste de las elecciones, como si no supiéramos que las dictaduras son más baratas y menos complejas.
Aunque hay una abstención respetable por meditada y responsable, hay que cuidarse de quienes interesadamente buscan en la abstención el beneficio de una determinada opción política. Aunque lo repitan mil y una vez, es mentira: votar no cansa. El hastío surge cuando la política se convierte en politiqueo y cuando el interés de los partidos parece limitarse a alcanzar el poder o mejorar su representación institucional. No es preciso ser experto para intuir que en esta campaña electoral cada partido ya tiene afilados sus dardos. El bloque de la derecha apuntará al tablero de la derecha, lo que supone una novedad, mientras agita el espantajo del miedo alertando sobre rojos y radicales, bolivarianos y filoetarras. El bloque de izquierda, como viene siendo habitual, se despellejará entre sí. ¿Tiene sentido que quienes coinciden en el diagnóstico sean incapaces de buscar soluciones y prefieran enfrascarse en discursos y tácticas para ganar unos votos a costa de dejarlo todo por resolver?
Votar no cansa. Lo que fastidia es el exceso de partidismo, la exposición de problemas como si fuera mercancía y esa verborrea que aplaza las soluciones para cuando se den escenarios propicios, como si nuestros problemas no fueran acuciantes. Votar, lo que se dice votar, no cansa. Lo que cansa son otras cosas: la corrupción, el desempleo o el aplazamiento para combatir la desigualdad. Lo que enoja es la sospecha de que nuestro voto vale demasiado poco poco. Si nos sintiéramos protagonistas de la acción política, si nos sintiéramos útiles, si nuestro voto fuera necesario y decisivo, no nos cansaríamos de votar.
El problema no es volver a votar, sino todo lo que se monta a su alrededor. Los partidos, todos, se obsesionan por conservar, recuperar o alcanzar sus grandes o pequeñas parcelas de poder. Llegados a este punto olvidan sus promesas, sus programas y a la gente. Votar no cansa, lo que produce fatiga es que nos consideren miembros de un rebaño al que hay que conducir. Menos a un nutrido grupo de electores, nos enoja la corrupción, la mentira y esa constante sospecha de que el poder sirve para servirse y no para servir.