Después de 15 días de excesos, comilonas y de soportar a cuñados, sobrinos, tíos y demás parientes, todo vuelve a la normalidad. Excepto su cintura. Espera recuperarse para Fallas. Para poder hacerle un hueco a un buen chocolate y a un par de buñuelos de calabaza. Y al matarratas, dice al gin de garrafón, de la verbena de turno.
Pero para ello, hay que empezar desde ya. Y privarse de las cosas buenas. De las gastronómicas, dice, que con el tofu ya tiene bastante. Algunas de sus amigas ya le habían hablado de sus innumerables propiedades: su harto poder saciante, su textura, sus proteínas de origen vegetal… Pero olvidaron mencionar un pequeño detalle: su sabor. Ah, será porque no tiene. Entre el tofu y las tortitas hipocalóricas de arroz cree que se queda con ¡comer corcho!
¿Por qué todo lo light debe de ser insípido?, piensa mientras se dirige a la normalidad del gym. Ya allí, se resiste a entrar en una absurda competición por ver quién ha engordado más durante las fiestas -sí, de ésas en las que las divas de gimnasio alardean de sus kilos invisibles- cuando descubre que ha olvidado las chanclas. One more time.
Porque convendrán con ella que la bolsa perfecta son los padres. Al parecer, se lamenta en voz alta porque una desconocida le brinda amablemente sus diminutas chanclas. Comienza a preocuparse seriamente porque, a menudo, no sabe si las cosas las piensa o las dice. Definitivamente, se está convirtiendo en su madre.
Total, que se mete en la ducha tan contenta creyendo haber burlado los temidos hongos que pueblan los pies del resto de desconocidas de los gyms del mundo excepto, albricias, de la majeta que le acaba de prestar las suyas.
Ya la conocen, le encanta vivir peligrosamente. Jugar a la ruleta rusa pinrelera y tal. Bienvenida, normalidad.
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