En la primera entrega de este estudio (Ágora num 24. Boletín digital 9) revisamos el programa romántico de F. Schlegel y lo “inconsciente” del arte según Schelling. En esta segunda, nos plantearemos la necesidad radical de pensar, desde hoy, el sentido del arte. Por fin, en una próxima tercera entrega, el diálogo con los dos autores románticos se contrastará con la profunda reflexión de Martín Heidegger sobre el arte en la era técnica.
CRÍTICA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS DE SCHELLING.
HACIA LA NECESIDAD DE REPENSAR EL SENTIDO DEL ARTE
El arte moderno se debatió entre las consecuencias del programa de F. Schlegel, quien proclamó la autoconciencia subjetiva, y el de Schelling, que introdujo la idea del inconsciente natural en el arte; esto lo analizamos como el regreso del arte a su origen, peligrosamente también su término: el embeleso, o en su forma hoy más divulgada y degradada, el entontecimiento. Schelling, para recuperar la vitalidad del impulso artístico. En nuestros días, para “distraernos” en una embriaguez indolora, o al menos sin efectos secundarios indicados en el prospecto del narcótico “arte”.
La manera fue distintivo de lo moderno, sí, pero la manera es un síntoma de autoconciencia. El estilo se asociaba a lo bello, la manera persigue lo característico. Hay, sin embargo, una duda, sembrada desde el arte clásico, de que esa autonconsciencia sea baladí, falsa, aparente. El estilo de lo bello “descansaba en los estratos profundos del conocimiento” (dice Simón Marchan), mientras que la manera “reposa en la apariencia”. Goethe consideraba el estilo como el “lenguaje universal del arte”, que expresa el máximum del arte. (En nuestra lectura antropológica: la mayor e insuperable adecuación entre realización e idea, entre objetivización autoconsciente y anticipación, entre obra y función simbólica cultural en el sistema de las necesidades humanas). Goethe, naturalmente, se sitúaba en la categoría de homogeneidad neoclásica, donde las formas ya están dadas y donde el lenguaje artístico que las expresa está “guardado” en un canon. En cambio, para Schlegel y los románticos, “la manera se fabrica un lenguaje para expresar de nuevo, a su modo, otra forma”.
La reflexion posterior de Schelling (en su importantísima obra de 1807 La relación de arte con la naturaleza) presentó ya esa crítica al neoclasicismo y a su nostalgia inerte, a su parada en un concepto de naturaleza, revival de la forma clásica. Imitando a los griegos, los artistas neoclásicos pierden la perspectiva de la propia fuerza viva de la naturaleza de la que los griegos se sirvieron para realizar su arte “clásico”.
El artista moderno, propone Schelling, no debe realizar ni una imitación mecánica de la naturaleza (crítica al arte como imitación servil, que ya la hicieron los renacentistas: grabados donde el artista mecánico se presenta como un mono imitador), ni a los modelos griegos, ni siquiera a los renacentistas. El artista ha de sumergirse en la visión orgánica, vital, en la fuerza de lo natural, que es lo insconciente de la naturaleza. El saber del artista dará objetivación, entonces, a lo ideal de lo vivo, a lo orgánico, y pues en el arte y en el artista se expresa lo inconsciente de forma inmediata y de una manera necesaria, como en la belleza de las cosas naturales, el arte tiene un privilegio sobre la razón teórica y sobre la propia filosofía, donde la necesidad y lo inconsciente están mediados por el concepto y por tanto no expresan de forma perfecta la vida. El arte es el órgano metafisico por excelencia, a partir de Schelling; lo que pasando por Schopenhauer y Nietzsche, llega a Heidegger y su reflexión sobre la esencia de la obra de arte y de la poesía de Hölderlin. La estetización de la sabiduría y del mundo tiene en Schelling su momento ejemplar: el absolutismo estético. Pero también, para Schelling, el arte es documento, del Hombre, de la historia del Espiritu. Hasta en una exposición contemporánea como Documenta de Kassel el arte moderno se justifica de esta manera. El arte expresa como monumento o documento ejemplar los ideales humanos, es el libro que ha de interpretar la Filosofía, el nuevo texto sagrado (el texto eminente, le llama la hermenéutica de Hans Georg Gadamer).
De esta manera, pero desde un posición no idealista, como la que básicamente sostiene Schelling y su secuela metafísica (Nietzsche) podrá ser interpretado el arte de forma sociologicista como documento positivo o síntoma de una época, incluso de forma psicologicista, o clínica, como manifestación de los deseos frustados del hombre o de sus patologías.
EL MAYOR LEGADO DEL ROMANTICISMO DE JENA
El triunfo de la manera, preparado por Schlegel en su programa, y entronizado por Schelling pocos años después, en la conferencia origen de su libro citado, es, quizá, el legado del Romanticismo que más inquieta y gravita en el arte moderno. Schelling tuvo gran cuidado y corrección ante el “estilo” de los neoclásicos que admiraba, los valoró para derrotarlos desde dentro, e imponer un concepto de “manera” más brillante aún, quizá también más potente, que el de Schlegel: como captación de una nueva forma del mundo, creadora de un nuevo lenguaje; pero, lo que importa que reparemos más, dentro de su visión del arte, implicando el arte con el lenguaje. Cada manera artística, cada lenguaje ensancha el mundo: el arte no es ya la representación de un mundo hecho, sino enfrenta y produce a su vez una realidad progresiva, se inscribe en una metafísica no estática sino dinámica. Los términos, por tanto, esenciales del arte como representación, metafísica y anticipatoria, cambian necesariamente. El arte es metafísico en un contexto dinámico, no expresa la “esencia” fija de un mundo eterno. Por otro lado, su capacidad anticipatoria necesariamente también se altera, entra en crisis de referencias, pues el artista no tiene el privilegio de acceder a las altas esferas metafísicas desde donde leía el sentido del mundo. Es comprensible, pues, que la vis adivinatoria se pierda en tentativas o juegos sin contenido.
Lo que nos importa aquí es destacar que los románticos abren un nuevo mundo, un horizonte de perspectivas insospechadas desde su contraposición de la manera frente al estilo. La manera no sólo persigue el nuevo modo de ver las cosas, el modo propio, la voz de la subjetividad propia del artista, sino que revoluciona el concepto de forma: la forma no es ya cerrada, eterna, su visión no genera mayestáticamente una contemplación y un respeto sagrados. Sino que (1) la forma es abierta, cada nuevo modo de ver, crea una forma distinta; y (2) la actitud ante el arte es por un lado de mayor implicación subjetiva, implica a la sensibilidad total y a la razón que el artista pone en las cosas que observa. Algo así, entendemos, quiere decir Schelling en su estudio de los grados de evolución formal del arte plástico, en la pintura y la escultura: desde lo característico hasta los estadios de la gracia y del alma. En todos los estadios la idealización implicada en la forma no es posible sin el entusiasmo y la empatía del artista con la naturaleza, aunque es el último, el del alma, donde la subjetividad artística alcanza la plena expresión de su armonía, el equilibrio entre lo característico y la gracia en cierto modo impersonal; en el alma, la subjetividad se encuentra reconciliada con la naturaleza. En la pintura, la belleza de la gracia sensible la representa Rafael; la del alma, el Correggio. La perfección del claroscuro, en este artista, expresa a la vez el alma de la naturaleza y del artista, perfección de lo natural y de lo artificial, del matiz que expresa el artista.
Sale al paso, aquí, una reflexión sobre el claroscuro, a partir de una insinuación de Schelling, de que el claroscuro, ese juego de luces y sombras, de blanco y negro y del matiz (la perfección de la obra de arte está, recuerda el filósofo, en los detalles) capta fielmente los juegos (contrastes) del alma de la naturaleza, y por tanto es un momento de la perfección formal perseguida; lo que apuntamos resultará más entendible después cuando lo relacionemos con el tema del lenguaje.
DEL CLAROSCURO A LA FOTOGRAFÍA EN BLANCO Y NEGRO
El claroscuro no es solo una técnica, sino una visión que capta una de las maneras esenciales de la naturaleza; por tanto, si quisiéramos expresarnos platónicamente, una idea de la naturaleza, es decir, del todo. En ese juego dinámico de luces y sombras se obliga de algo modo (diríamos kantianamente) a responder a la naturaleza, a manifestarse en una de sus formas esenciales: a mostrar su alma, diría Schelling. En efecto, si hacemos la experiencia de contemplar un paisaje y le abstraemos las sombras, la perspectiva, los matices de intensidad, luz y color, podríamos sólo obtener una visión del paisaje como algo plano, un campo heteróclito de colores (cado uno definido en su individualidad) o como un conjunto de líneas geométricas. Pero así no forzamos a la naturaleza a presentarse como tal, como un todo, una unidad en la que los colores, sus brillos, se corresponden (como diría Baudelaire), las líneas se corresponden, conversan, convergen, se rechazan o se modifican mutuamente. No vemos, en fin, nada real, sino nuestra apariencia de idea, una abstracción. (Una abstracción no en el sentido moderno vanguardista, sino como una carencia resultado de una falta de atención a los detalles y a su lugar en el todo, un déficit en el órgano sensorial, así como se produce nuestra percepción la mayoría de las veces; con una ausencia de atención, en el fondo. Para ver la naturaleza, en fin, hemos de prestar atención, mirar con toda nuestra alma y con los cinco sentidos puestos, como se suele decir).
Sin casi darnos cuenta, en ese experimento aparecemos nosotros también, el propio observador, nuestra subjetividad.
Veamos el cuadro de Friedrich, El monje frente al mar.
Se han dado varias lecturas filosóficas y culturales de dicho cuadro. Aquí queremos hacer ver que la expresión de lo infinito, el encuentro, en cierto modo anulador e inquietante, entre la naturaleza abierta y la subjetividad abierta se produce por el juego de la luz, del blanco (del cielo) y el negro (del mar), y que no se puede representar de otro modo, sino así, de ese modo que capta una nueva forma, la experiencia de infinitud que expresa el cuadro. Una visión deconstructora, atomista, destruiría esta captación, lo mismo que una visión que exaltara los colores, impresionista, o la realista histórica. Lo importante ahí no es el momento en sí, del encuentro entre dos infinitos, ni por supuesto el documento histórico, sino el representarse puro, el aparecer en un lugar y momento de una experiencia estética y de una nueva forma de sensibilidad, y de lenguaje.
Este arte, por tanto, tiene en sí su propio lenguaje.
Hacemos una comparativa con la fotografía, que también nos enseña por sí nuevas formas de sensibilidad. Planteamos otra experiencia, o constatación. La fotografía en blanco y negro se dice que tiene un encanto, un aura y expresividad únicas. Pero tiene algo más. Su técnica fuerza una manera propia de presentarse la naturaleza, la realidad, que no puede ser la misma que la fotografía en color.
En relación con el claroscuro, y esa manera de objetivarse la realidad en la red de casillas del blanco y negro y de los grises que alcanza a tocar una clave esencial de la forma general de presentarse las cosas. Ahí, en esa simplicidad, parece que hay menos presencias de formas y colores que nos distraen de lo esencial, del alma de las cosas y de nosotros. No es el tiempo tampoco, detenido y apresado, ese momento irrecuperable lo que guarda la fotografía de arte en blanco y negro. Y hacemos también abstracción del posible valor histórico. Si no tiene ni un valor impresionista ni histórico, qué da la fotografía en blanco y negro, sino el alma: el modo general de su existir en el tiempo (no en este o aquel fragmento de tiempo), un encuentro con algo real y a la vez su desenfoque ante lo real, que hace presente la distancia que hay respecto a nosotros mismos ante lo real, como ante algo que fue y aún no ha pasado. En fin, nos plantea una nueva experiencia, un nuevo lenguaje, desde su propio lenguaje artístico y técnico.
Fulgencio Martínez