Mis apuntes de árabe. expatriadaxcojones.blogspot.com
Con este calor y el verano a la vuelta de la esquina no tengo ganas de nada. Incluso hablar con la gente me cuesta un gran esfuerzo. Ni qué decir de escucharla. Nada me interesa. Nada me motiva. Muy distinto de cómo me encontraba hace cuatro años, al poco de llegar a esta ciudad. Tenía tiempo libre y no sabía en que emplearlo, acostumbrada como estaba a tener la agenda llena, el pasar las horas sin hacer nada no entraba en mis planes. Y se me ocurrió la gran idea de estudiar árabe.
—Apúntate a clases de francés— me decía la gente pero yo hice lo que siempre hago, ni puñetero caso, y seguí en mis trece.
Lo primero que debes hacer cuando decides estudiar árabe es elegir si quieres hablarlo o leerlo y escribirlo. En la mayoría de los países árabes, el idioma oficial es el árabe clásico conocido como fusha. Es el que se enseña en los colegios, el que utilizan los medios de comunicación, los libros, las conferencias… Es idéntico en todos los países e idéntico en el tiempo: es el mismo árabe de hace más de mil años. Después está el árabe dialectal que es el idioma que utiliza la gente en la calle y que varía según el país. En Marruecos se llama darija.
Yo tenía claro mi objetivo: comunicarme. Así que parecía obvio que era darija lo que debía estudiar. El problema es que al no ser considerado un idioma, no hay libros, ni normas que lo rijan. No está codificado y el único método de aprendizaje es la memorización.
Pregunto a la gente donde puedo encontrar un profesor y a través de otra madre doy con Nabila. Así se llama la profesora. Ronda los cincuenta años, tiene tres hijos varones y trabaja dando clases de repaso a niños. Como yo empiezo de cero y soy un completo desastre para las lenguas, pienso que ella puede ser una buena opción. Me compro una libreta y me presento en su piso a la hora señalada. Nabila es simpática, habladora y risueña. Enseguida me lleva a un cuartito y nos sentamos, frente a frente, en el sofá.
—¿Tú qué quieres? —me pregunta. —Yo lo que quiero es hablar. —Pues hablemos.
Así se establece la rutina de nuestras clases. Sin explicaciones ni ejercicios. Ella habla. Yo apunto. Después, en casa, intento memorizar. Hay muchas palabras que proceden del español como simana (semana), cuzina (cocina) o blassa (plaza). Aparte de excepciones como esta, el resto de sonidos me son difíciles de captar e imposibles de reproducir.
Aprender, aprendo poco, la verdad, pero aun y así no puedo dejar de ir a clase. Nabila, como todos los marroquíes, tiene un gran sentido de la oralidad y escuchar sus relatos, además de darme a conocer un mundo para mí desconocido, me engancha más que cualquier reality de la tele.
Nabila me habla de los traficantes de hachís, de las mujeres, las bodas, la poligamia y como no, del Islam. Pero de entre todos los temas que toca y son infinitos, uno me queda grabado en la memoria. Todavía, hoy, recordarlo me pone los pelos de punta.
Tiene todos los elementos de una crónica de sucesos y de seguir existiendo el periódico El caso habría salido en portada, fijo. Yo, como siempre, me enteré tarde. Un día al salir de casa veo la calle abarrotada de gente. Muchos coches y muchísimos jóvenes. Es un funeral. Pero yo no sé de quién se trata hasta que luego, en las clases, Nabila me pone al corriente.
La fallecida es una estudiante del Instituto Español. Tenía dieciocho años y según la versión oficial se había tirado por la ventana. Según las habladurías que corrían por ahí iba bebida y drogada.
—Eso es culpa de los padres —sentencia Nabila al terminar de contármelo. —¿Por qué? —Porque esa chica era una descarriada y sus padres no deberían dejarla salir de noche. —Ya, pero era mayor de edad, ¿cómo la detienes? —Pues muy fácil. La encierras en su habitación bajo llave y listos.
Así son mis clases con Nabila. Habladurías y chismorreos. A parte de los números, los colores y los nombres de la fruta, lo único que aprendo es a pedir un café con leche. Tras seis meses decido cambiar y así es como doy con Zora.
Zora tiene cuarenta años pero aparenta muchos más. Está rellenita, lleva pañuelo y usa gafas. Es seria, estirada e intuyo que de mal carácter pero tiene un método. Zora ha ideado un método para aprender darija en diez pasos. Su tarifa es elevada y se niega a venir a casa, prefiere quedar en el bar. De ese modo no pierde tiempo entre cliente y cliente. Está muy solicitada. El primer día que nos vemos me pone claras sus normas. “Si no me avisas con tiempo y te saltas la clase, te la cobro igual”. Esta es su máxima. Yo asiento y empezamos a trabajar. Para ser honesta debo decir que su método no está nada mal. Me da unas cuantas explicaciones básicas, reglas e indicaciones, también ejercicios para trabajar en casa. El problema es que no conectamos lo más mínimo. Las clases con ella me recuerdan a las del colegio. Con esos profesores quemados incapaces de motivarte. Me aburro muchísimo. Pero lo que más me fastidia es su total falta de formalidad. Ella, que exige constancia a sus alumnos, es la primera en fallar. Después de que me anule tres clases seguidas con pretextos de lo más surrealista, doy por finiquitada nuestra relación. Adiós Zora, que te vaya bien.
No me doy por vencida. Ahora que he empezado no pienso abandonar. A través de una amiga me pongo en contacto con Medhi. Él es, sin duda, el mejor profesor que he tenido. Casado, con tres hijos y profesor de árabe clásico, Medhi redondea su sueldo dando clases de francés y árabe a los extranjeros. No habla ni una palabra de español.
Medhi es delgado y luce un bigotito que me recuerda a Charles Chaplin en Tiempos modernos. Con él decidimos que lo mejor será hacer un mix. En primer lugar debo conocer el alfabeto del árabe clásico para poder conocer cada sonido y transcribirlo a mi idioma. Y en segundo lugar, nos centramos en practicar la parte oral. Él saca temas y debatimos. Así hablamos del papel de la mujer en la sociedad árabe, la diferencia entre criar hijos e hijas, la inmigración, el gobierno e incluso el rey.
Medhi me hace reír. No sólo por su modo de entender el mundo sino por la manera que tiene de vivir en él. No coge nunca el ascensor y eso que yo vivo en un noveno. Cada día llega sudando y resoplando. Necesita por lo menos cinco minutos para recuperarse. Entonces se sienta. Pero su culo dura poco en la silla. Enseguida vuelve a levantarse. Se acerca a la puerta y comprueba que esté bien cerrada. Lo hace tres veces.
—Eres un maniático —le digo riendo. —No, es que una vez me quedé encerrado en casa de un cliente y me da miedo que me vuelva a suceder. —Entiendo pero lo de comprobar la puerta tres veces en mi país tiene un nombre “obsesivo compulsivo”— le digo y él me mira con esos ojillos de ardilla y no me contesta.
Gracias a él he aprendido el poco árabe que sé. Lo justo para coger un taxi, comprar en el mercado y comunicarme con la gente de la calle a un nivel muy básico. Medhi es un gran tipo al que la vida le viene grande. A pesar de estar todo el día trabajando, su sueldo apenas le da para vivir modestamente. Pero no se queja. En los casi dos años que me dio clases nunca lo vi de malhumor. Al contrario, siempre estaba sonriendo.
Ahora lo he dejado. De vez en cuando pongo la tele marroquí o la radio pero sólo pillo palabras sueltas. Por eso, cada vez que alguien me explica que aprendió español de esta manera me entra el acojone. O yo soy muy idiota o ellos son muy listos. Lo primero, seguro. Porque todavía hoy, cuatro años después de haber llegado, soy incapaz de diferenciar soqde zok. Sólo cuando escucho que se ríen soy consciente de haber metido la pata. Pero es que a mí me suena igual aunque su significado sea completamente distinto porque no es lo mismo mercado que culo. No es lo mismo pero yo los sigo confundiendo.