Revista Arte

“Wakefield”, una lectura esencial

Por Avellanal

En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor –y los sistemas entre sí, y todos a todo– que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo (Nathaniel Hawthorne, Wakefield).

En un mismo volumen de ensayos, aunque en artículos distintos, Borges hace alusión a los precursores de Kafka: pensaba, al principio, que el checo era tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas, mas luego reconoció su voz (¡tan opresiva, tan embriagadora!), en textos de diversas literaturas y de diversas épocas. Entonces especula analogías: la paradoja de Zenón contra el movimiento constituye la forma del mismo problema introducido en El Castillo, al tiempo que el móvil, la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. Continúa con su sondeo de afinidades, y menciona, entre otras, la más previsible de las fuentes: los escritos de Kierkegaard. También cita el poema Fears and scruples de Robert Browning, en el que un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso, que sin embargo nunca ha visto; en el último verso se pone de manifiesto el vínculo con la obra kafkiana, cuando el personaje se pregunta, casi en un sueño cifrado: ¿Y si este amigo fuera… Dios?

Siempre me ha llamado la atención que en dicho escrito (Kafka y sus precursores), Borges no incluyera a Nathaniel Hawthorne, puesto que, como mencioné anteriormente, en el ensayo dedicado a dicho fundador de la literatura norteamericana moderna –junto a Herman Melville y Edgar Allan Poe–, le atribuye a uno de sus cuentos la prefiguración de Kafka. Quizá se trate de un descuido, quizá de una omisión premeditada. Siendo Borges, arriesgo a inclinarme por la segunda de las opciones.

Borges desentraña el estilo literario del autor nacido en la tristemente célebre ciudad de Salem (de hecho, uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los juicios por brujería de 1692), al afirmar que, en sentido contrario al proceder que se estila, el mecanismo de Hawthorne consistía en concebir meras situaciones como punto de partida, para después ocuparse de rellenar con personajes esa serie de sucesos que le rondaban preliminarmente en su cabeza. Ese método puede producir, o permitir, admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) sólo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes los acompañan. De estas sentencias borgeanas, que son asimismo un pequeño manifiesto, se infiere que los cuentos de Hawthorne ostentan mayor valía que sus novelas.

El relato en cuestión (en el que Borges descubre una prefiguración de Kafka) se intitula Wakefield, y en él se puede apreciar a la perfección el genuino interés que demuestra Hawthorne por indagar las zonas más recónditas e insondables de la condición humana. Para lograr ese objetivo, se vale de una prosa reflexiva, circular, de gran profundidad psicológica, pero que al mismo tiempo detenta un tono suave, delicado, que a menudo acaba por colisionar con la inherente negrura de los fondos que aborda.

La historia de Wakefield –tal es el nombre que se le asigna al protagonista– es la historia irresoluta de un hombre común, de un londinense tibio, por quien ninguno de sus conocidos hubiese apostado un penique que sería capaz de perpetrar nada salido de la trivial normalidad, y que en el meridiano de su vida tomó una decisión drástica, a la que terminó por someterse durante el transcurso de veinte años. Lo que nos impresiona de esa determinación (vale decir, abandonar a su mujer sin que mediara motivo alguno, y permanecer oculto por dos décadas a la vuelta de su casa), es que la estimamos como posible de ser llevada a cabo, tal vez no por nosotros mismos, pero sí por cualquier hijo de vecino. Narra Hawthorne: Durante este período, contempló su casa todos los días, y con frecuencia vio a la abandonada señora Wakefield. Y después de tan prolongada interrupción en su felicidad matrimonial, cuando su muerte había sido dada por cierta y se había dispuesto de su herencia, su nombre se había borrado de las memorias y su esposa, desde hacía mucho tiempo, se había resignado a su otoñal viudez, él entró una tarde por la puerta de su casa, tan tranquilamente como si volviera tras una ausencia de un día, y se convirtió en un esposo amante hasta su muerte.

Otro aspecto que juzgo asombroso es cómo Wakefield va postergando su propósito inicial (que consistía en regresar a su hogar cumplidos un par de días), primero por meses, luego por años, infringiéndose un autodestierro que obra en su alma una ominosa transformación que no sólo lo desvincula de su señora y del mundo que lo rodea, sino de sí mismo, al punto que acaba por desconocer que su conducta supone una extravagancia, una rareza. Borges detalla: No sabe, o casi nunca sabe, que es otro. Repite “pronto regresaré” y no piensa que hace veinte años que está repitiendo lo mismo. En el recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio, un mero paréntesis.

He mencionado que Hawthorne no refiere cómo fueron los días posteriores de su gris personaje, convertido casi en una figura espectral, después de su reaparición, después de que pusiera fin a su exilio voluntario. Borges afirma que ésta parábola nos sitúa, con años de antelación, en el mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables propio de Kafka, pero con la diferencia de que si Kafka hubiera escrito esa historia, Wakefield no hubiera conseguido jamás volver a su casa; Hawthorne le permite volver, pero su vuelta no es menos lamentable ni menos atroz que su larga ausencia.

Cuando yo tenía dieciséis años, la historia de Wakefield me parecía la historia más profunda jamás escrita. Hoy intuyo que, pese a mi inexperiencia de ayer, y sin que constituya un acto de vanidad, no estaba del todo desacertado.


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