Creo preciso apuntar, antes que nada, que nos encontramos, a todas luces, frente a una obra realmente excepcional, única en la historia de la literatura e inimitable; y todo ello, no tanto por su condición de clásico indiscutible de las letras americanas ni por su excelente calidad, aunque estos aspectos, naturalmente, también contribuyan a ello, sino, sobre todo, por las extraordinarias circunstancias en que fue gestado. En efecto, si algo caracterizó a H.D. Thoreau, diferenciándolo de la mayoría de los escritores, fue, sin duda alguna, su absoluto compromiso con su obra y con su pensamiento, su autenticidad y firmeza moral y su inusual don para convertir en literatura las pequeñas anécdotas que conforman una vida. En el exhaustivo y estimable prólogo de la edición de Cátedra, los editores recuerdan unos versos extraídos de su obra poética que rezan: «Mi vida ha sido el poema que habría escrito, / pero no podía vivirlo y pronunciarlo»; Thoreau vivió con una intensidad difícil de imaginar, y sabiendo que la vida era en verdad el único poema posible, se volcó hacia ella con todo el brío que encontró en su espíritu. Quizá no pudo nunca llegar pronunciarlo, no lo dudo, pero las pocas palabras que nos legó de él (o no tan pocas) reflejan la intensidad de un arte que palpita en el límite de la vida.
Pero, ¿quién fue Henry David Thoreau? Es curioso el hecho de que este eminente autor estadunidense haya pasado tan desapercibido en Europa. Probablemente se le conozca más, por otro lado, por anticipar la resistencia pacífica de Gandhi (que elogió efusivamente al intelectual americano), y por su célebre ensayo La desobediencia civil, antes que no por el libro que nos ocupa. En cualquier caso, tampoco nos interesa aquí recorrer demasiado detenidamente los pormenores de su vida (para ello, remitimos al prólogo ya citado), pero sí consideramos pertinente señalar algunos de sus aspectos más destacados.
Nacido en 1817 y fallecido en 1862 en Concord, Massachusetts, en el seno de una familia protestante de origen francés, Thoreau recibió desde pequeño una sólida formación humanística. Recordado por sus conocidos y amigos como frío y aparentemente impasible, nuestro autor fue sin embargo un hombre con una evidente capacidad de maravillarse por la belleza del mundo. Así, Thoreau creció leyendo vorazmente todo cuanto caía en sus manos, sin perder por ello, no obstante, el contacto con la tierra y con la naturaleza. Ejerció humildemente, a lo largo de los años, numerosos oficios, que él mismo recuerda así: «He sido maestro de escuela, tutor privado, agrimensor, jardinero, granjero, pintor (de casas), carpintero, albañil, jornalero, lapicero, fabricante de papel de lija, escritor y, a veces, poetastro». Intentó dedicar su vida a la enseñanza, abriendo, en 1838, una pequeña escuela en el hogar paterno y encargándose más tarde, junto a su hermano John, de la Academia de Concord; sin embargo, la desafortunada muerte de su hermano truncó pronto sus empeños pedagógicos, provocándole además fuertes depresiones y ataques psicosomáticos. Desde muy joven, por otro lado, se consagró al oficio literario, y si bien empezó a publicar con 23 años, ya había dado con anterioridad algunas conferencias de carácter filosófico que todavía hoy se conservan. Una tendencia natural hacia lo místico lo acercó al movimiento trascendentalista americano, y en especial a Ralph Waldo Emerson, quien se convertiría en su amigo y mentor. Hombre de fuertes convicciones morales y con un firme sentido de la justicia, se opuso categóricamente a la esclavitud, llegando a negarse, a modo de protesta, a pagar impuestos al Estado (lo que, afortunadamente, no conllevó peores consecuencias que algunos días de cárcel). Su oposición al Estado, recogida en el volumen intitulado La desobediencia civil, ha llevado a algunos a definirlo como un intelectual anarquista, si bien tal afirmación no parece adecuarse demasiado a sus principios y resulta, en definitiva, una evidente simplificación de sus convicciones. En todo caso, sí hay que reconocerle a Thoreau, dejando de lado su incuestionable papel en la consolidación de la literatura americana, el mérito de encauzar y consagrar su vida y su obra con los ideales humanos que hoy conforman el pensamiento occidental.
Conocedor de los males y vicios de su tiempo, y de la frecuente insustancialidad de la sociedad humana, Thoreau ideó un proyecto sumamente original, único en la historia de la literatura. Estando convencido de lo superfluo de los bienes y lujos de los que el hombre occidental depiende, decidió construir con sus propias manos, en un terreno que Emerson le cedió junto al lago Walden, una pequeña cabaña, a la que se trasladó en julio de 1845 para vivir en ella prácticamente dos años, manteniéndose tan al margen de la sociedad como fuera posible. Su intención era mostrar que aquello que usualmente se considera indispensable para la vida no lo es en verdad tanto como podría esperarse, y que el hombre puede vivir sin necesidad de ceñirse a las cadenas sociales. Fruto de sus esfuerzos nació el libro que nos ocupa.
Walden es el acopio de notas que Thoreau fue tomando durante el lapso de su permanencia en el bosque. Dichos apuntes tratan los temas más diversos, que van desde cuestiones puramente prácticas, relacionadas con los aspectos económicos del experimento, hasta reflexiones y pensamientos de la más refinada poesía. Poco a poco, el libro va tomando un cariz más marcadamente lírico, a través del cual el autor evocará sus vivencias, sus lecturas, sus experiencias con sus vecinos o con la naturaleza, y numerosas anécdotas llenas de vida y de color, que no dejarán de asombrar al lector que decida acercarse a la fascinante figura de Thoreau.
Inconexas a veces en la forma, si bien no en el contenido (como la vida misma), las páginas que componen Walden resultan ciertamente inspiradoras y reveladoras, puesto que nos muestran el anhelo de un hombre que no solo predicó con fervor ideales de justicia y de belleza, sino que supo vivir según los principios que predicaba, y hacerlo además bellamente, como quien recibe una bendición. Personaje de exquisita cultura y sorprendente sensibilidad, supo asimismo añadir a cada página la pasión del hombre que sabe que posee la llave de la vida. He dicho ya que Walden es una obra excepcional: excepcional en su sinceridad, en su pureza, en su fuerza. Si han leído a Thoreau, sabrán ya, sin duda, todo esto. Si no lo han leído todavía, léanlo, conozcan a Thoreau, y se sorprenderán de descubrir el caso de un hombre fuera de lo común que supo poner tanto de poesía en la vida como vida ponía en la literatura.