Hace unas semanas una amiga me invitó a un coloquio acerca de la inmigración y los problemas de integración de los desplazados en la sociedad de acogida. Ahí conocí a Wamba, un abogado congoleño afincado en Euskadi desde hace diez años, que vivió en primera persona la peligrosa travesía desde el África hasta las costas del archipiélago canario y que ahora forma parte de una ONG que se encarga de apoyar el desarrollo integral de los refugiados y migrantes. Su historia es verdaderamente fascinante.
“Yo nací y crecí en Kinshasa, cuando por entonces el dictador Mobuto rebautizó al país como Zaire. Logré culminar la carrera de derecho con muchas dificultades ya que en mis últimos años de estudios se sucedieron las guerras del Congo -en la segunda mitad de la década de los noventa-. Lo que se inició como un movimiento para derrocar a Mobuto se convirtió en una guerra civil que produjo más de tres millones y medio de muertos y una gran desestabilización en la región.”
“A pesar de pertenecer a la tribu de los luba –el mayor grupo étnico del Congo- los rebeldes tutsis me vincularon con los hutus –asociados con las fuerzas armadas de Kinshasa- por haber sido parte del consejo estudiantil universitario. Por ello estuve viviendo a salto de mata en diversos lugares, refugiándome en casa de amigos o incluso pasando algunas noches a la intemperie, oculto entre la maleza y los matorrales. Pero es que mi caso aún era peor: soy homosexual y eso en mi país es casi como una sentencia de muerte.”
“Por ello decidí correr la aventura de llegar a las islas Canarias con el objetivo de salvar mi vida y empezar una nueva en Europa. Me acompañaba Sanza, mi pareja a quien había conocido en la facultad. Juntos, con otros dos compañeros, hicimos más de ocho mil kilómetros en un vetusto coche, recorriendo una decena de países por caminos de tierra y salvando controles policiales a punta de dinero. Dos semanas más tarde llegábamos al puerto marroquí de Tarfaya, desde donde continuaríamos el viaje a la isla de Fuerteventura. Si llegar hasta Tarfaya había sido una empresa muy difícil, nada se compararía con los noventa kilómetros de mar que nos separaban de nuestro destino final.”
“Ahí nos embarcamos en una patera con otros veinte subsaharianos, cada cual con su propia historia de autoexilio y sufrimiento. Con sólo un motorcillo de gasolina teníamos que cruzar el océano en 24 horas. Zarpamos a primera hora de la mañana pero a mitad del recorrido el fuerte viento y el mal estado de la mar volcaron la embarcación. Fuimos pocos los que pudimos sobrevivir al naufragio. Varios murieron ahogados debido a que la cantidad de ropa que tenían encima los llevó al fondo del mar -entre ellos mi querido Sanza- y otros tantos cuerpos no pudieron ser rescatados por el cuerpo de salvataje.”
“Los cinco que sobrevivimos ingresamos al hospital. Ya recuperados, entramos en el centro de internamiento de extranjeros hasta que fuimos regularizando nuestra situación. Nos repartieron por varias ciudades de la península. Así fue como llegué a Ondárroa a trabajar como ayudante de pesca mientras una ONG me ayudaba en el trámite para la convalidación de mis estudios de derecho. Ahora cuento con el permiso de residencia, puedo ejercer como abogado y trabajo en esa misma ONG ayudando a que gente como yo pueda tener mejores oportunidades para conseguir un trabajo y alcanzar una vida digna.”
Wamba me cuenta su historia sin ninguna tragedia. Simplemente me relata su vida con una mirada que inspira confianza y una sonrisa con la que matiza sus recuerdos más duros. Cuando pido sacarle una foto para acompañar esta crónica, me dice “¡por supuesto! sin ningún problema; pero dame un segundo para enfundarme mi bufanda que aquí, al lado del malecón, corre mucho aire”. Y así, simpático y orgulloso, posa sin ningún complejo en el paseo de una playa vizcaína.
Fotografía de Paula Arbide publicada en su sección Photowriting.