El comienzo de la década de 1930 fue como una bofetada que hizo despertar de golpe a la sociedad alemana del espejismo de recuperación que se había producido tras el desastre que había supuesto la derrota en la Primera Guerra Mundial.
Un país que vio cómo los capitales venidos del otro lado del Atlántico, huían repentinamente tras la caída de Wall Street, contempló de la noche a la mañana cómo el fantasma de la pobreza y la desesperación se volvían a apoderar de sus gentes.
No cabe duda que en aquel contexto el caldo de cultivo que se creó allanó el camino a ideologías radicales y totalitarias como el nacionalsocialismo que llevaba años abonando el terreno.
En 1933 el partido de Adolf Hitler alcanzó una ajustada victoria en las elecciones generales que, hábilmente utilizada, le bastó para progresivamente hacerse cargo de todas las instituciones del Estado. A partir de ahí todos sabemos lo que sucedió y cómo el abismo que se abrió durante los doce años siguientes fue engullendo primero al pueblo alemán y posteriormente al resto de Europa.
Desde la instauración del régimen nazi, uno de sus objetivos prioritarios fue la búsqueda de la unidad del pueblo o, mejor dicho, de lo que ellos consideraban el auténtico y puro pueblo alemán. A partir de entonces paralelamente a una política silenciosa de represión, expolio y exterminio contra todo el diferente, se llevaron a cabo una serie de medidas populares, fomentadas por un amplísimo aparato propagandístico que consiguieron rápidamente la afección al régimen de una gran mayoría de la población.
Los alemanes, después de años de miserias y complejos ante los vencedores de “La Gran Guerra”, se creyeron la mentira de la supremacía racial y pusieron su orgullo de nación por encima de cualquier escrúpulo. Cerraron los ojos, miraron para otro lado y poco les importó que su desarrollo y bienestar se cimentara sobre el dolor y la sangre de aquellos que hasta hacía muy poco habían sido sus vecinos y compatriotas.
Una de aquellas medidas fue el desarrollo del Winterhilfswerk des Deutschen Volkes (“Auxilio de Invierno del Pueblo Alemán”), conocido por su abreviatura Winterhilfswerk (WHW) que, aunque no fue una creación del gobierno nazi ya que fue establecido bajo el gobierno del canciller Heinrich Brüning en 1931, el régimen de Adolf Hitler lo adoptó, para convertirlo en una pieza más de su perverso engranaje.
El programa funcionó hasta 1945 durante los meses de octubre a marzo y su finalidad fue garantizar, mediante aportaciones solidarias de los ciudadanos, el suministro esencial de alimentos, ropa y carbón a los más necesitados en los meses más duros del año. Un sistema que se exportó durante la guerra a los países ocupados y que, incluso en nuestro país, tuvo su equivalente en el “Auxilio de Invierno”, creado en la España franquista desde el estallido de la Guerra Civil.
Al margen de la utilización propagandística que tomó el programa solidario como escaparate de las políticas sociales del régimen nacionalista ante el resto del mundo y de las posibles corruptelas surgidas alrededor de un fenómeno que utilizaba una ingente cantidad de recursos administrados sin un control estricto por los aparatos del partido, el sistema solidario funcionó y sirvió para garantizar suministros básicos a una parte importante de la población alemana y al Estado le ahorró unos recursos que, sobre todo a partir de 1940, pudo destinar directamente al esfuerzo de guerra.
Pero, al margen de los resultados prácticos de una idea que en principio podría parecer positiva en cuanto a los fines solidarios y redistributivos que perseguía, el Winterhilfswerk escondía algo más.
La supuesta voluntariedad de las donaciones de los ciudadanos, con la llegada de los nazis al poder fue relativizándose y no colaborar pasó a ser sinónimo de no ser buen alemán, con lo que eso podía significar a todos los niveles. La visualización de los donativos se hizo necesaria, tanto para demostrar el orgullo por haber colaborado como para identificar a los que no lo habían hecho. Es por este motivo por lo que un día nació el alado pin.
Una pequeña chapita que, en este caso, pertenece al invierno del 34 al 35, y que algún orgulloso o temeroso alemán lució en su solapa aquel año para demostrar su contribución solidaria. Fueron millones las insignias que se repartieron por lo que a poco que os sumerjáis en Internet podréis encontrarlas y adquirirlas a bajo precio.
Yo concretamente me encontré con la protagonista de esta historia en uno de tantos mercadillos de antigüedades que abundan por la costa malagueña, camuflada en una vitrina, descansando acompañada de condecoraciones y medallas nacidas al calor de aquella época. No sé por qué me fijé en ella, quizás simplemente me atrajo ese brillo dorado que después de ochenta años todavía conservaba y que la hacía resaltar entre las oscuras cruces de hierro, algunas blasonadas con siniestras esvásticas.
El caso es que me pareció atractiva la idea de adquirir una pequeña parte de la historia que, por la fecha que tenía grabada, vio la luz justo en un momento en que el mundo comenzaba a sentir los primeros estertores del cataclismo que se avecinaba. Algo que nadie, ni siquiera en nuestro país donde faltaba poco más de un año para la hecatombe, fue capaz de vaticinar.
Hoy la conservo como uno de esos fetiches históricos que sirven para mostrar la realidad a través del pasado. Cuando la miro intento imaginar el largo viaje que esconde, algo en apariencia tan insignificante, desde la oscura Alemania nazi de aquel frío invierno de los años treinta hasta el apacible otoño andaluz de 2015 cuando, por casualidad, llegó a mis manos.