Resulta casi imposible hablar de Georg Büchner sin hacer referencia a su condición de gran malogrado de las letras alemanas. En efecto, su temprana muerte puso fin a una carrera que no solo prometía ser brillante, sino que lo habría llevado, sin ninguna duda, a la cumbre de la literatura germana. En sus poco más de veintitrés años de vida, Büchner (1813-1837) dio sobrada cuenta tanto de sus capacidades artísticas como de su extraordinaria inquietud social: en 1833, tras su estancia como estudiante en Estrasburgo, e inspirado por los movimientos revolucionarios franceses, fundó la Sociedad por los derechos humanos; en el 1834, en colaboración con el pastor protestante F. L. Weidig, escribió un libelo subversivo anónimo contra la monarquía y la explotación de los campesinos, llamado El mensajero rural de Hesse, que le obligó, en el 1835, a exiliarse para evitar las represalias de las autoridades; poco después, en el 1836, después de una carrera estudiantil impecable, se doctoró en medicina en la Universidad de Zúrich con una tesis doctoral intitulada Memoria sobre el sistema nervioso de los barbudos, donde rebatía la doctrina teológica de filosofía natural. Y en todo este tiempo, Büchner nunca dejó de escribir, siempre de un modo ferviente, a menudo hasta la extenuación. Sus piezas, aunque pocas, atestiguan su inmenso talento. Algunas han merecido la indiscutible calificación de obras maestras; entre ellas, figuran Lenz, novela corta e inacabada que preludia sin embargo toda la narrativa psicológica, Leonce y Lena y, por encima de todo, Woyzeck y el drama histórico La muerte de Danton, consideradas unánimemente la cúspide de su producción.
Al igual que La muerte de Danton, Woyzeck se inspira en un antecedente histórico, el informe forense de J.C.A. Clarus sobre un individuo que había sido condenado a muerte unos años antes, y cuyo caso había despertado un acalorado debate jurídico-médico acerca de la responsabilidad del reo en el crimen. Woyzeck fue, según apunta este informe, un barbero que apuñaló a su mujer por celos; sin embargo, dicho sujeto sufría también, al parecer, ciertos complejos alucinatorios y de inferioridad social, además de obsesiones y supersticiones irracionales varias, que podrían haberlo arrastrado al crimen. Con todo, Woyzeck fue juzgado y sentenciado a muerte en el año 1824, lo cual disparó un gran número de voces críticas que cuestionaban si no sería conveniente revisar el código penal para prever casos como este.
Es posible que Büchner conociera esta polémica en torno al caso Woyzeck, ciertamente muy intensa, durante sus años de estudiante de medicina. De dicho proceso tomó, para su obra, algunos elementos documentales, a los que incorporó no obstante otros de su propia cosecha, como también había hecho en La muerte de Danton y en Lenz. Su propósito era aprovechar el suceso histórico como punto de partida para plantear algunas cuestiones filosóficamente inexcusables en su tiempo, como eran la del determinismo, biológico pero ante todo social, o la injusta jerarquización de clases, a la que el hombre de a pie tenía que someterse, o la reflexión existencial sobre la eterna soledad del hombre (reflejada a la perfección en el desolador cuento que en Woyzeck narra el personaje de la abuela).
Inacabada a su muerte y dada a conocer solo póstumamente, Woyzeck es considerada habitualmente la obra capital de Büchner. A pesar de su carácter fragmentario, ha sido tomada como modelo por los más grandes dramaturgos alemanes modernos, y en ella se ha inspirado también la principal y más revolucionaria ópera de Alban Berg, Wozzeck, que bien merecería una consideración a parte. De hecho, su carácter fragmentario solo lo es en parte, puesto que sus escenas, cuyo orden original nos es ciertamente desconocido, se constituyen sin embargo como cuadros cerrados, completos y autosuficientes. De ello se sigue un hecho curioso, puesto que, siendo Woyzeck una obra, es en cierto sentido es múltiple, por cuanto la diversa ordenación de las escenas da lugar a matices y desarrollos asombrosamente divergentes, y a desenlaces que abarcan desde el suicido del protagonista hasta su sentencia judicial (nunca escrita por el autor), pasando por un poético final en el que el protagonista es abandonado hasta por su propio hijo, último vestigio de humanidad en un mundo ya totalmente desnaturalizado.
En cualquier caso, y al margen de su ordenación, el eje principal de Woyzeck es la problematización de la pregunta clásica sobre el determinismo o el libre albedrío sobre un fondo esencialmente social. En palabras de Forssmann y Jané en su introducción a las obras completas de Georg Büchner en Trotta, lo que este se propone en esta pieza es «aprehender el complejo de problemas de la “condición humana”, que surgen, cada vez más apremiantes, bajo el doble aspecto filosófico-existencial e histórico-social» . En consecuencia, la «pregunta conceptual: “¿Qué es el hombre?”, que al principio ha podido parecer el centro de atención principal, es relegada a un claro segundo plano ante la social: “¿Qué es o en qué se convierte el hombre bajo determinadas condiciones sociales?”». Se trata de la misma problemática que el mismo Büchner se planteaba unos dos años antes, en una carta fundamental de su epistolario, la llamada «carta del fatalismo», enviada a su prometida en marzo de 1834: «He estado estudiando –escribía– la historia de la Revolución. Me he sentido como aplastado por el atroz fatalismo de la historia. Veo una horrible igualdad en la naturaleza humana [...]. El individuo no es sino espuma de las olas, la grandeza, mero azar, la preponderancia del genio, un teatro de marionetas, una lucha irrisoria contra una ley de hierro [...] ¿Qué es lo que miente, asesina, roba en nosotros?». La importancia que esta última pregunta tenía para Büchner es con toda evidencia de primer orden. Fue para darle respuesta que dos años después empezaría a escribir Woyzeck. Este se convertirá así en el primer gran drama social, como ha sido señalado en diversas ocasiones, de la literatura alemana.
En efecto, el componente social está en Woyzeck claramente presentado. Su protagonista es un soldado raso que, para poder dar algo de dinero a su amante Marie y al hijo de ambos, debe emplearse además como barbero para el Capitán de su regimiento y someterse a los inhumanos experimentos del Doctor, que le obliga a comer únicamente guisantes, provocándole con ello alucinaciones y trastornos varios. Falto del ímpetu y la voluntad necesarias para rebelarse (algo que, de hecho, nunca llega ni a proponerse), Woyzeck deposita todas sus ilusiones en Marie y en el niño, que a su vez le corresponden amorosamente. Sin embargo, Marie es víctima de los afanes seductores del Tambor Mayor, cuyos excesos y menosprecios acarrearán el trágico final.
El peso del papel que los diversos personajes innominados juegan en la obra, especialmente en el caso del Capitán y del Doctor, nos permiten pensar que son ellos tan protagonistas del drama como lo es Woyzeck. Es cierto, por otro lado, que éste posee, a diferencia de los otros, un mundo interior mucho más rico en matices; no obstante, como hizo notar agudamente Friedrich Gundolf, «La categoría social es en Woyzeck una tesitura, como en Macbeth Escocia, [o] en Romeo el sur». Escuchando hablar al Capitán, hombre de vida ociosa que se dedica, por toda ocupación, a reflexionar sobre el tiempo y la pequeñez del hombre en el universo, o al Doctor, erudito de inane saber cuya refinada educación no le impide, sin embargo, llevar a cabo las más crueles prácticas con el soldado Woyzeck, nos parece oír el eco de ciertas palabras que Büchner había escrito en El Mensajero de Hesse, que clamaban: «La vida de los poderosos es un largo domingo; viven en bellas mansiones, llevan hermosos vestidos, tienen rostros relucientes y hablan un lenguaje propio; mas el pueblo yace a sus pies como el estiércol en los sembrados». La voz de la injusticia está presente a lo largo de toda la obra, como un contrapunto a los acontecimientos, cuestionando sin cesar la culpabilidad de Woyzeck en el crimen.
También la escena de la feria, donde el charlatán muestra las virtudes de un caballo amaestrado, «miembro de todas las sociedades científicas», presenta algunas ideas claves a la hora de entender la obra. Con satírica locuacidad, pero con un fondo mucho más serio del que parece a primera vista, sentencia el feriante después de que el animal haya defecado: «Aprendan de él. Pregunten al médico, contenerse es altamente perjudicial. Con esto ha querido decir: hombre, sé natural. Tú has sido creado del polvo, la arena y el barro. ¿Quieres ser algo más que polvo arena y barro?». La sátira se diluye pronto en un contexto de terrible pesimismo: el animal instruido adquiere, con el adiestramento, una cierta altura, una cierta virtud, pero el hombre que ha sido amaestrado, que ha perdido sus raíces en lo natural, pierde al contrario su dignidad, quedando a merced de los atropellos y abusos del tirano. Esta es, a grandes rasgos, la circunstancia de la obra.
Por lo que a Woyzeck se refiere, podemos decir de él que es un hombre sin grandeza alguna, mediocre incluso. Apenas es el héroe de la pieza, aunque ello no signifique, por supuesto, que sea un antihéroe. En realidad, es un personaje que inspira simpatía y compasión al mismo tiempo. Propiamente hablando, nada de lo que hace Woyzeck, ninguna de sus acciones, incluido el asesinato de Marie, surge de sí mismo. Woyzeck se limita a obedecer órdenes, o a responder espontáneamente contra un orden opresor del que no puede escapar. Pero con todo, y he allí la grandeza de Büchner, Woyzeck es el único personaje de cuántos le rodean en quien adivinamos una profundidad vital o, para ser más exactos, una cierta dimensión psicológica. Los otros figurantes principales de la obra, sean el Doctor, el Capitán o el Tambor Mayor (Marie es una excepción), son caricaturas de sí mismos, de todo un conjunto de castas sociales que conforman el engranaje de la sociedad; Woyzeck escapa a estas dinámicas unidimensionales, quizá en la medida en que es un loco, quizá en la medida en que ama a Marie con sinceridad, o en la medida en que lleva la marca de una naturaleza que no se deja domesticar con represalias y humillaciones. Es, desde luego, víctima, pero por el simple hecho de que los otros no pueden serlo, ni merecen (desde su propia lógica) ningún castigo, en tanto que solo cumplen la función que les corresponde en el gran teatro social. Esta es, me parece, la gran dicotomía de la obra: en un extremo, el mundo natural, el mundo de lo espontáneo y lo profundo; en el otro extremo, el mundo social, lleno de marionetas vacías que interpretan sin cesar y con absoluta fe sus respectivos papeles. Woyzeck tiene un pie en uno de estos mundos y un pie en el otro; el gran problema es que ambos son excluyentes.
Así, paradójicamente, el asesinato de Marie supone para Woyzeck una liberación y una condena. Liberación (a pesar de lo aberrante del asesinato, que él mismo comprende más que nadie), porque le permite a Woyzeck, en la medida en que es un crimen pasional, emerger del vacío del teatro social hacia el espacio de lo natural, de la auténtica humanidad. Es en este sentido que el protagonista puede exclamar: «¡Diablos! ¿Creéis que he matado a alguien? ¿Que soy un asesino? ¿Qué estáis mirando? ¿Miraos a vosotros mismos!». Woyzeck, repetimos, en tanto que está en el mundo social, es absolutamente pasivo: su crimen es en realidad la ejecución de la gran farsa que todos los demás personajes han ido tejiendo sin cesar. Sin embargo, a Woyzeck le espera, como decíamos, otra condena, porque habiendo abandonado este viciado mundo de lo social, le tocará caer en otro, quizá más desolador: el vacío de una existencia que ha perdido todos sus valores, de una naturaleza que ya no puede volver a ser. Es el hombre que ha llegado al nihilismo absoluto. Como al niño del anti-cuento de la abuela, a Woyzeck no le queda ya nada más que vivir su existencia en la soledad más absoluta, sin poder recurrir, como en la parábola original de los Grimm, a Dios, pero tampoco, mucho peor aún, sin poder acudir a los hombres.
Woyzeck encarna en cierto sentido el espíritu de todo un pueblo sometido a un orden cruel e inhumano que Büchner conocía bien, aunque no fuera desde luego exclusivo de su tiempo. Un pueblo, como escribiría a August Stoeber en el diciembre de 1833, que «tira pacientemente del carro en el que príncipes y liberales representan su grotesco guiñol». Sin embargo, el protagonista de nuestra obra no se da cuenta de su denigrante situación, no ve en el Médico y en el Capitán a sus principales enemigos, sino que solamente ve la afrenta inmediata del Tambor Mayor, por lo que convierte en objeto de su violencia a Marie, que también es, no lo olvidemos, una víctima del mismo orden que subyuga al protagonista. Si Woyzeck es castigado con el desamparo, es porque ha dado salida pasivamente, y solo en tanto que individuo, a su rencor contra el sistema vigente. ¿Qué hacer por lo tanto? En otra carta un poco anterior, dirigida esta vez a la familia, Büchner nos da la respuesta: «[…] en los últimos tiempos he aprendido que sólo la necesidad imperiosa de la gran masa puede producir cambios, que la agitación y los gritos del individuo aislado son vano e insensato empeño». Woyzeck es solo un aviso, una llamada a los hombres a tomar consciencia de su situación y hacer algo para remediarla. Woyzeck es un mártir, el pobre y torpe portador de una enseñanza no obstante muy valiosa. Así lo entendió, cabe añadir, su gran redescubridor, el dramaturgo y Premio Nobel Gerhart Hauptmann, que supo ver en el joven autor la luz inextinguible del genio, y que supo plasmar en su propia obra el estallido revolucionario del que Büchner había prendido ya la llama.