Poco más que decir. La cifra cae, como caídos los desempleados (prefiero esta palabra a la de parados). Otro mazazo, una nueva vuelta de tuerca en este engranaje pasado de rosca, una losa sobre las conciencias (para quien la tiene). Porque la cifra parece resbalar por la piel de plástico de los responsables, subsidiarios y directos, con cara y ojos, pero ojos que no ven. No. 6.202.700 es una cifra insostenible cuando hablamos personas que buscan trabajo y no lo encuentran porque, sencillamente, no lo hay. No aquí. No ahora. Y se precipita este número de la ignominia sobre nuestras conciencias, después de introducirse por los ojos, por los oídos hasta llegar a la médula. Una vez allí, donde han venido para quedarse y crecer, no consigue activar ninguna orden a las extremidades. Parados, paralizados por el miedo: a no volver a la rueda laboral nunca más, a salir de ella para siempre.
La cifra vendría a ser como si cada día se produjera una huelga general, de lunes a domingo, una huelga salvaje con un seguimiento de 6.202.700 personas. Todo un éxito de la reforma laboral, que a su vez es fruto de años de incompetencia, ignorancia, miopía, malversación, malas prácticas y peores intenciones, de aprovechamiento de lo público aprovechando que los dueños mirábamos al coche del vecino, de dejación de funciones y denegación de auxilio a una economía que lleva años ahogándose en un pantano donde el crédito se hunde en la ciénaga. Cada día, una huelga general, una tragedia, un grito ahogado de impotencia. Que se pretenda ahora retrasar la edad de jubilación más allá de los 67 años no deja de ser un refinado ejercicio de sarcasmo, una risotada en la cara de un pobre que extiende la mano.