Escribo esto sentada delante de la ventana de mi cuarto cuando ha dejado de llover hace rato. Me siento estafada y me pregunto: ¿por qué los anuncios de olas de calor terroríficas siempre se cumplen a rajatabla y, sin embargo, los avisos de lluvia continuada y tormentas interminables siempre defraudan? Me prometen cuarenta y dos grados y sé que me voy a ahogar en mi propio sudor. Me prometen lluvia, me ilusiono y después de cuatro horas ya no hay nada. ¡Hasta se ha secado el suelo! ¡Ni siquiera hay charcos! Eso sí, ayer pensé «tengo que guardar los cojines de la terraza» y, por supuesto, lo olvidé; así que ahora mismo están encharcados y destiñéndose de un bonito color azul que probablemente los haga inservibles para el próximo verano. Pero ¿a quién le importa el próximo verano?
Antes de sentarme a escribir o, mejor dicho, antes de ponerme a escribir he pasado un buen rato leyendo newsletters que tenía atrasadas por las vacaciones y algunas que han caído hoy en mi buzón. El tema en muchas, en las últimas en caer en mi buzón, es el final del verano. Y yo no quería escribir sobre el final del verano porque es un tema manido, con un tufillo a falsa nostalgia y que, además, resulta muy poco interesante. Leyendo las newsletters, sin embargo, he descubierto que se puede hablar de esta peculiar sensación que todos tenemos al poner un pie en septiembre. Es una especie de hormigueo, de cosquilleo, en mi caso una anticipación en la que se mezclan el miedo, la impaciencia, la ilusión y el deseo. Me enfrento a septiembre pensando: «Por fin». Por fin se acaba el verano, por fin se acaba el calor, por fin podré ponerme jersey, por fin podré dormir tapada, por fin se hará de noche pronto, por fin entraré en una rutina que es muy complicada pero que puedo manejar como un malabarista, manteniendo todas las bolas que la conforman en movimiento, sin que se me caiga ninguna, sabiendo qué paso dar, qué brazo mover.
¿De dónde vienen estas sensaciones? ¿Por qué es en septiembre, en sus primeros días, cuando se acumulan? Tiene mucho que ver con el fin de agosto, ese mes en que todo se para casi por completo y el arranque de motores que llega ahora. Tiene que ver, también, con la época escolar. Puedes no tener hijos y no saber cuándo empiezan las clases (que sepas que la universidad ya no es lo que era, y en algunas ingenierías, por ejemplo, empiezan este año antes que los de infantil) pero tus muchos años de estudiante, sepultados bajo capas y capas de vidas, de trabajo, de experiencias, brotan estos días haciéndote sentir que sí, que se acaba el verano y que empieza algo. Algo que, por alguna razón, te recuerda a lo que sentías cuando tenías que volver al colegio: No querías, pero algo (ver a tus amigos, estrenar cuadernos, pasar a otro curso de más mayores) te hacía algo de ilusión. Ahora sabes que esa ilusión es mentira y tratas de ahogarla, de convertirla en algo rutinario, pero el ancestral instinto escolar sigue ahí, soplando fuerte la llama de la falsa ilusión.
Todas estas sensaciones, sin embargo, son superefímeras. Septiembre es anticipación que, en seguida, se diluye en normalidad. Es como la emoción navideña: enorme el 20 de diciembre y desaparecida el 26 o, como mucho, el 1 de enero. Un día te encuentras pensando «vaya, mañana ya es 1 de septiembre»; un par de días después «llega el otoño» (aunque queden casi tres semanas para que empiece oficialmente la estación) y no pasa ni una semana cuando descubres que ya no te apetece ponerte pantalón corto ni bañador. Sin darte cuenta estás ya sumergido en la ilusión de una rutina nueva, confortable, no tan fabulosa como las vacaciones pero una rutina que este año será diferente, en la que conseguirás ratos para ti y un raro y precario equilibrio entre trabajo y ocio. Piensas también, claro, en cambiar el armario, ordenar y planificar, pero en cuestión de días, de una semana como mucho, esas sensaciones se han esfumado y septiembre te parece ya un mes manido, más parecido a mayo que a octubre, un mes gastado. Se acabó el juguete.
Echas la vista atrás y el verano parece haberse quedado rezagado, un abismo se abre entre el 20 de agosto y el 10 de septiembre, un abismo en el que cabe un pozo de tiempo inconmensurable, un abismo que se tragaría tu voz si gritaras. No puedes creer que hace tres semanas fuera verano y el tiempo de llevar sandalias fuera infinito, rebuscas en tu interior algo de esa falsa ilusión o emoción que tenías en los primeros días de septiembre y no las encuentras. A tu alrededor solo hay normalidad.
Hoy he terminado de escribir el diario del viaje a Francia. Un diario de viaje es un compromiso que uno mismo adquiere. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Leerá alguien algún día los recuerdos de este viaje? ¿Lo revisaré yo alguna vez? Apenas han pasado cuatro días desde que volví y ya me parece otra vida, otro verano, el verano de otra persona, no el mío.
Septiembre marca el fin de mis planes de veraneo franquista y de verano. No hago planes para este mes que va a ser atropellado, impreciso, lleno de imprevistos y compromisos, poco práctico y agotador. Quiero pensar que no va a ser tan terrible como lo pienso ahora, que, como siempre, estoy poniéndome en lo peor y que todo irá bien.
Es lo que dicen que hay que hacer.
Yo no me lo creo mucho pero, como dicen los americanos: “fake it till you make it”. A final de mes veremos qué ha pasado. Termino de escribir esto pensando que igual que este mes abre un enorme abismo con agosto, al mismo tiempo se proyecta hacia el futuro como un mes interminable de días, como si fuera una chicle que va a estirarse sin fin.
Vuelve a llover, se ha levantado viento y he recogido los cojines para que se sequen dentro. Quizá se salvan para el próximo verano. Ése para el que quedan aún dos o tres siglos.
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