Pero no todos los kamikazes mueren en el ataque. Hay un cabo que sufre una fuga en el depósito de su avión y se ve obligado a aterrizar en una isla. Tras 55 días de peripecias logra de nuevo llegar a su base. Se presenta. Exige otra misión kamikaze. Su oficial lo insulta, le llama cobarde. Le niega la posibilidad de redimirse suicidándose con su aparato. El cabo es un nudo de rabia. Y pasan los días. Y, tras muchos años, recuerda: “nos llamaban dioses de la guerra, el azote divino. Éramos los mejores jóvenes los kamikazes. Lo mejor del país. Pero al poco de volver a mi base me di cuenta: nos consideraban, en realidad, una parte más del avión. Éramos una pieza del aparato”.
Ya lo decía Louis-Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nit, 1932):
«Hatajo de granujas, ¡es la guerra! —nos dicen—. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la Patria nº 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: “Viva la Patria nº 1”, ¡que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, puedan palmarla en tierra, ¡donde se tarda aún menos que aquí!»
Y el Kamikaze recordó