">">Hace pocos días di por concluida de forma definitiva la entrega de una serie de documentación histórica que, más que ocupada, me tuvo literalmente enamorada en todo este tiempo.
Sí: estaba en un estado lamentable de nuevo por obra y gracia del gran mal que acecha al papel de estas costas, como podéis ver en las fotografías, pero hasta eso no nos impedía, tanto a la archivera como a mí, mirar extasiadas las delicadas formas gráficas de los textos manuscritos, los sellos…
Se trataba de una serie de legajos que procedían de varios libros de acuerdos comprendidos entre la década de 1587-1597.
El proceso, en sí, no varió demasiado del realizado en las anteriores entradas que mostré sobre documentación de este tipo, con la particularidad de las tintas, que precisaron un miramiento especial. Las más antiguas que he tenido el gusto de tratar.
">">Imágenes de antes y después de uno de los expedientes
No se trataba de tintas de origen metaloácido, sino que tenía entre manos tintas al carbón. El aglutinante estaba en un estado extraordinario, y aunque presentaban pequeñas calvas en algunas zonas con mayor concentración pigmentaria, eso no impedía que pudieran leerse con total nitidez.
Durante todo el tratamiento, pues, viví una relación de amor-odio con ellas. Amor absoluto, deseando que nunca se hubiese descubierto el mordiente ferrogálico que hoy nos trae por la calle de la amargura taladrando el papel y perdiento información, habida cuenta del estado perfecto de la información. Y, por otro, un ligero resquemorcillo porque cualquier intervención sobre el soporte debía realizarse con un cuidado escrupuloso para evitar pérdidas en las capas más superficiales de los trazos. Eso sí: mil veces mejor que cualquier movimiento del soporte implicase la pérdida definitiva del contenido, como es el caso de las metaloácidas. Terribles.
El juego estaba determinado en los análisis previos, multiplicados para decidir qué disolvente utilizar -en su caso- y en qué concentración.
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Y, sí, admitían un tratamiento que llevase aplicado como mucho un 20% de agua. Lo demás, era riesgo de sangrados y de pérdidas. Insisto: cuando hablo de pérdidas me refiero a aquellas visibles con lupa de aumento, porque la huella que permitía la lectura de la tinta se conservaba intacta. Era ese polvillo superficial, poco adherido al aglutinante, el que corría peligro. En aquellas zonas con menos concentración de tinta ni siquiera dieron positivo las pruebas de solubilidad en agua. En aquellas con más concentración, como las que véis en la imagen superior, algunas pruebas daban positivo en seco, sin necesidad de utilizar disolvente alguno.
Así que la elevada concentración en alcohol fue la clave. Lo cual no deja de ser un alivio siendo el principal medio desinfectante en este caso, junto al Booksaver y el aumento del pH en los casos en que fue necesario. Eso, y un cuidado escrupuloso en la limpieza mecánica previa, muy somera y cuidadosa, evitando las tintas en lo posible. Y la zona afectada por microorganismos.
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Lo cual no es una tarea fácil, no cuando el papel en cuestión se ha convertido en un puzzle, en una mezcla dantesca de efectos de papel en estado casi pulverulento y daños mecánicos.
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Después de este tiempo acompañando su evolución e injertando las pérdidas producidas por los omnipresentes microorganismos, es un gusto saberla conservada en su caja, dentro de sus carpetas, esperando ser digitalizada. Con el informe técnico a disposición de consulta del investigador, en donde se detallaron las bellísimas y variadas filigranas que tuve el gusto de registrar. Le dejo el turno al historiador el completar esa información.
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Durante la entrega se dio la casualidad de que una compañera, trabajadora en la institución, pasara por allí. Y sí, aunque nos insistió que tanto su campo de conocimiento como de intereses estaban muy alejados de todo aquello, no pudo evitar reparar en la belleza estética de estos documentos. Una reacción que he visto repetida muchas veces, en muy diferentes personas.
Es algo instintivo para casi todos nosotros: recrearnos en las letras realizadas por personas del pasado, en el papel ajado, en la particularidad de los sellos… aunque no entendamos una palabra de lo que ponen. Algo que quizá acrecienta el misterio pues debe ser traducido, explicado por alguien con conocimientos paleográficos. No hay tanta diferencia con una obra de arte, ¿verdad?
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Ese aspecto que a cualquiera le hace preguntar: ¿pero es muy antiguo, no? Síp, nada menos que de las últimas décadas del siglo XVI. Ahí es nada.
A lo que sigue la pregunta inevitable: ¿Y eso… lo tenemos aquí?