En las sociedades contemporáneas se han producido dos fenómenos sociológicos de relevancia política (y viceversa): En primer lugar, el insondable alejamiento que la población ha sufrido con respecto a los centros de toma de decisiones ha favorecido la comprensión del Estado como instancia necesaria para la superación de la impotencia de la ciudadanía a la hora de gobernarse a sí misma. En segundo lugar, el acercamiento de la política espectáculo a las masas para que disfruten de ella como uno más de los productos de exhibición y consumo, ha agigantado la importancia cutural del individuo, completamente aislado e ininterrumpidamente opinador sobre cualquier cosa, hasta representarlo ante sí mismo a imagen y semejanza del propio Estado. Al Estado, la decisión; al ciudadano la opinión. Puede comprenderse así la semejanza entre opinión y mentira que estableció Platón; puede comprenderse la vocación de tantas y tantas personas hacia el egotismo necesariamente sumiso ante la administración que gestiona su acomodaticio ser social y místicamente entregado a la noosfera digital que acoge su libérrimo ser artístico; pueden comprenderse la doxofagia y la doxorrea que campan por bares, púlpitos, cátedras, blogs y night shows.
La lucha por la hegemonía mediática -conscientemente confundida con la social- es una de las más necesarias en la política de Estado, la cual, por definición, está concebida contra la ciudadanía. Muchos de quienes piden la salida en masa a la calle, de aquellos que claman por la revolución, sólo utilizan estas consignas para difundir su doctrina. Este peligroso género de demagogos ya ha demostrado, con ridículas contradicciones, insultos y desprecio, que será el enemigo más encarnizado de cualquier movimiento social que no lo tenga por su gracioso caudillo. De la hipertrofia del Estado-individuo a la megalomanía del individuo-Estado para mantener el equilibrio de la sociedad de dos clases: los poderosos, sus representantes mediáticos y los aspirantes a ser unos u otros, de aquel lado, y los sometidos, de este.
Pero, como dice Zygmunt Bauman, la globalización ha convertido tanto a uno, Estado, como a otro, individuo, en impotentes. El antaño todopoderoso Estado-Nación se muestra inoperante a la hora de poner freno a las crisis que desbordan su capacidad de acción porque no cuenta en su seno con las instituciones precisas para hacer responsable de los hechos políticos a la sociedad toda y, en foros internacionales, con organismos capaces de abordar los problemas que exigen cooperación interestatal. A su vez, el ciudadano, cargado con atribuciones que no le son propias, no posee la fuerza necesaria para solucionar las situaciones de las que se cree culpable. Y, en política, la frustración es madre del oportunismo y del escepticismo y, ambos, tutores del conformismo.
Además, como consecuencia del desbordamiento de la conciencia individualista que ha causado nuestra cultura, se produce un tercer fenómeno: la emulsión social. Los grupos humanos creados entorno a cualquier interés o credo tienden a individuarse e, individuándose adquieren las taras del individuo reflejado en el Estado. La impensable autoidentidad transformada en principio de vida y en consigna política que, si no son síntomas de pura alienación, son identificación con la teológica totipotencia estatal, llamada soberanía sin serlo, lo que convierte a todas estas entidades en inhábiles para la política. Es el síndrome de Narciso. Pero Narciso es endogámico hasta la extinción. Todos los automatismos que, no siendo puramente fisiológicos, se pretenden ontológicos del ser humano están inspirados en la vivencia del Estado automatón: autorrealización, autodeterminación, autocreación, autodesarrollo, autoconfianza, autonomía, autogobierno… Nada de esto es posible si el ser humano es profundamente dependiente de lo otro y de los otros. La política, vista por los liberales como producto de la decisión individual y autónoma de quienes se sienten llamados a dirigir a otros, un medio de la ambición, un peligro, no es sino una consecuencia inevitable del estar naturalmente heterodeterminados y de ser ontológicamente libres.
La situación descrita, de ser cierta, tiene causa en que existe un inmenso desequilibrio entre el poder y la política. Muchos son quienes ofrecen o piden un nuevo diseño institucional que permita solucionar el problema, pero ¿quién realizará el diseño? La decisión sobre cómo se gobierna una sociedad no puede ser objeto de profesionales; si el periodo constituyente es responsabilidad de representantes políticos que cuentan como inevitables fautores con delegados de las grandes empresas, de los centros académicos y de la cultura, entonces lo constituido es la casta administradora del Estado. La solución a un problema, si esta significa el acceso a una nueva realidad institucional, a una nueva constitución del Estado, debe ser pensada, debatida y decidida por cualquiera que esté interesado en hacerlo. De esta forma la sociedad, organizándose libremente, configurará el Estado, y no al revés. Las asambleas de distrito podrían servir de herramienta a este fin.