Este año se conmemora el VIII Centenario de la peregrinación de San Francisco de Asis a Santiago de Compostela; hay muchos actos y exposiciones que se unen a esta celebración en infinidad de lugares por todo el mundo.
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Y cómo no, el mundillo del Camino de Santiago también se une a esta conmemoración a su especial manera y modo; hay muchas actividades paralelas.
Por ejemplo, a los peregrinos que lo soliciten les entregaran La Cotolaya, un recordatorio, en la iglesia de San Francisco de Compostela.
Bueno, ¿y tú? ¿por qué no te unes a la celebración?
Y se me ocurrió escribir un cuento, un cuento sobre un peregrino que regresa a casa después de haber peregrinado a Compostela, hace 800 años por estas fechas.
Os lo paso en primicia, está sin corregir, y espero que seáis benevolentes con mi persona y mi mirada hacia esas montañas y cañadas por las que corro y brinco desde que era un chaval.
Las montañas siguen igual que en aquellos tiempo. Pero, las personas, ¿han cambiado? ¿en qué? Leer el cuento y juzgar por vosotros mismos.
Cuentos de la Reina Arpía
Los hombres pasan pero las lindes permanecen.
La historia de la humanidad nos enseña que tras cada catástrofe o masacre nuevos pueblos se establecen en los rincones de la tierra que han quedado desiertos, pero necesitan tiempo para su asimilación, ¡lo mismo les ocurre a los animales y las plantas! Pensar si no en las patatas, los tomates, los pimientos, y tantas cosas que nos parecen hoy día tan propias de Europa y fueron traídas de América; la tierra y la gente, sobre esto gira esta historia, y cosas que vienen de lejos, de fuera, y que necesitan un tiempo para ser comprendidas.
Un pueblo nuevo en un país diferente, diferente clima, diferente tierra, agua, vegetación, ¡todo! Siempre hace falta un tiempo de asimilación, sobre todo para las nuevas ideas, pues pueden coincidir con un tiempo de desesperación.
Es entonces cuando nacen los mitos.
A los antepasados de los personajes de este cuento que sitúo en un valle ignorado de la Cordillera Cantábrica les llamaron mozárabes, pues procedían del sur de la península ibérica; del benigno clima de Vandalucía al que estaban acostumbrados tuvieron que aclimatarse a los rigores de la montaña cantábrica. Ellos dieron el paso de los viejos concejos de aldea a los primeros ayuntamientos de España, las primeras Cortes y la primera Carta Magna de la historia; fueron los tiempos del Rey León.
− ¿Vienes a segar? ¡Eh! Tú, sí, tú, ¿vienes a segar?
−No, vengo solo y estoy perdido. Un peregrino, soy un peregrino, ¿me entiendes? Soy un peregrino que vuelve de Compostela y de San Salvador; atravesé por esos montes para acortar camino y me perdí entre los bosques. ¿Podrías ayudarme? Estoy enfermo, fiebres, fiebres, un pájaro me ha golpeado.
− ¡Aquí no tenemos hospital! Pero te llevaré a Casa Carmen, es la que tiene la vara. ¡Ven! Ven conmigo. ¿Seguro que no vienes a segar?
−Hoy no, no vengo a segar. Si no fuera por unas bayas que comí de un arbusto y el agua que bebí del arroyo ya me habría desplomado. No tengo fuerzas. La fiebre me está haciendo delirar.
−Es que hablas raro, ¿no eres gallego? ¿no has venido a segar? Ven, da igual, te llevaré a Casa Carmen. ¿Un pájaro te atacó? ¿Era muy grande?
−Mayor que yo, grandes alas de colores, muchas alas; yo enfermo, me arde la cabeza.
−Los pájaros no son malos, yo hablo con ellos, ¡ven! Ven a Casa Carmen, yo les preguntaré. Si no has venido a segar da igual, ven con nosotros.
El joven peregrino apenas puede seguir los pasos del muchacho, se trompica, es como si tuviese una niebla espesa delante de los ojos y cuando llega al grupo de cabañas se sostiene palpando las paredes. Es tal el hambre que tiene que se comería la paja de centeno que cuelga de los tejados pero una voz de mujer, estentórea, le retrae al mundo de los vivos hambrientos.
−¡¡Juanín!! ¿Qué nos traes?, ¿qué nos traes? ¿Y este finuco?
−No viene a segar, no viene a segar, viene de San Salvador. Tú tienes la vara, Carmen.
−¡¡Cállate!! Tú que sabrás. Vete a buscar morucas.
− ¿Al río? ¿Voy al río a por morucas?
−¡¡Cállate!! Al río no, al canal; al río no, que te puedes caer.
− ¡Voy por morucas! Sí, Carmen, ¿voy por morucas? Sí.
−¡¡Cállate, Juanín!! Lárgate a coger morucas al canal. Venga conmigo, peregrino; es buen rapaz pero se pone a hablar y nos pone locas. Venga, entre en mi casa.
La tal casa es una gran choza de piedra con forma vagamente elíptica, a un lado está el pajar donde descansan un par de vacas lecheras y un jato, y en el otro el escaso mobiliario de los humanos; en el centro un gran fuego sobre el que cuelga una pota de bronce de unas cadenas. En un lecho de paja seca le hacen acomodo rápido al recién llegado para que se tumbe y descanse.
− ¡Échese, hombre, échese! Enseguida le preparo una traza de potaje de berzas que le quitará el espanto.
−Pero, Carmen, ¡que la frente le echa fuego! ¿Y si nos trae algo malo el forastero?
− ¡Sal de inmediato a dar de comer a los gochos, Isidro! Sal con los tuyos; que sabrás tú de cuidar peregrinos. O vete con el Ixkote y el Bou a bajar el ganado del monte. Largo.
Apenas el paisano se ha calzado las grandes galochas y ha salido por la puerta a buscar a sus compadres otra mujer totalmente enlutada y cubierta la cabeza con un gran paño negro entra para sentarse en el taburete aún caliente del Isidro.
− ¿Qué me cuentas, comadre? ¿Quién es el foráneo?
−Aún no lo sé, Carmen, aún no lo sé; se lo encontró Juanín medio muerto bajando del puerto y lo trajo a la aldea. Dice que le dijo que es un peregrino.
− ¡Ah, claro, y tú tienes la vara!
−El domingo te la paso.
− ¿No le tocaba el turno a la del Mayuquín?
− ¡No! Le toca a Carmen la del Bou, o sea, ¡tú, comadre! Desde que murió tu padre olvidaste hasta de hacer cuentas. Así os va al Bou y a ti.
−Ya, es cierto, ¿por qué se iría a la guerra con lo mayor que estaba?
−Por qué le quedaban cuatro días y lo sabía. De haber vuelto cargado de riquezas estaríais dando saltos de alegría. Pero lo mataron los sarracenos; que El Señor le conceda el descanso eterno.
− ¡Y a éste! ¿Qué le tendrá que conceder? Míralo, está en los huesos, ¿delira? ¿No será de los que se levantan y hablan en sueños?
−No lo creo; pero me parece que ni recordará la última vez que comió caliente. En cuanto tenga hecho un buen pote de berzas con tocino de hebra lo despertamos, ¡y verás cómo reacciona!
− ¿No tienes pan? ¿Ni siquiera una torta? Calla, voy por un chusco que nos sobró de ayer. Espera y no lo despiertes hasta que yo vuelva, ¡podríamos platicar con el foráneo!
−Pues entonces tráete a la del Ezequiel, que esa sabe lenguas.
− ¡Como que es gallega, cojona!, ¡como que es gallega! No va a saber esa. Vale, la traigo.
Apenas el sol se oculta tras los picos y la penumbra envuelve los hayedos la temperatura veraniega da un vuelco y el fresco aire del puerto se apodera del valle y las gentes. Cuatro encapuchadas se dirigen a Casa Carmen la del Isidro; la intención es clara, mañana es la fiesta del Patrón, habrá romería y jarana, pero esta noche esto es lo que hay: un foráneo. ¡Un peregrino forastero!
Comienza la ronda de preguntas Carmen la del Tinín, que nunca deja hablar a nadie y en todo ha de ser la primera porque como es asturiana: los asturianos en todo: los primeros.
−A ver, ¿qué haces aquí, hombre de Dios? ¿de dónde vienes? ¿de dónde eres? ¿me entiendes o te lo digo por señas?
El pobrecito peregrino pequeñín y flaco como una dulzaina apenas puede medio incorporarse sobre las pajas y apoyándose en la pared de piedra acierta a decir algo gesticulando constantemente.
−Io, peregrino, de Santiago, de San Salvador. Io ver tumba del Apóstol, Io ver Cámara Santa y Rostro de Cristo. Peregrino.
− ¿Y viste Su Sangre?
−Y quise besarla, pero me lo impidieron.
El peregrino apenas ve con quien habla, apenas discurre dónde se encuentra, el humo de la lumbre, el sopor tras haber cenado algo consistente, y la fiebre, sobre todo la fiebre, apenas le permiten mantenerse medio erguido y farfullando.
−Oye, Carmen, ¿este hombre no tendrá gusanos? ¿Y si le hicieses una purga de hierbas? ¿No te queda perejil?
−Ya veré esta noche si le salen por la boca, porque más delgado no puede estar. Si es el caso, mañana, de amanecida, salimos las dos a recoger algunas al soto.
−Mañana estamos de romería, lo sabéis todas.
− ¡Ya sabemos! Pero no se baja a la ermita hasta el mediodía. Habrá tiempo de sobra, ¿cuento con vosotras para sacar adelante este muerto andante?
Gritan al unísono las seis comadres; removerán cielo y tierra por todo el valle pero en la vigilia de Santiago Apóstol no se muere un peregrino en su aldea. Este flaco se levantará y caminará como anduvo Lázaro; vaya que sí andará, pues buenas son las Carmenes para estas cosas.
−No te asustes, hijo; muy miradas, hombre, perdona, que somos muy miradas para estas cosas religiosas. ¿Y por qué viniste desde tan lejos y solo, hombre?
−Io, Io quería ir a Jerusalén, ¡a las cruzadas!
−Y marchaste al lado contrario del mundo, ¿con lo flaco que eres y a la guerra? Tú no levantas la espada del suelo, ¡déjame Bou! Que yo le entiendo.
− ¡Ya saltó la gallega! Bueno, continúa, a ver si averiguamos...
−Pero mis pasos me dirigieron a Hispania, ¡lucharía en vuestra Cruzada Santa!
− ¿Qué ibas a ir con los de Castilla de aventura? Con esos no vayas ni a plantar nabos, mira lo que te digo; pero bueno, cuenta, cuenta, ¿qué pasó?
−Me rechazaron en Burgos y me mandaron de peregrino a Compostela; el rey estaba enfermo y la Cruzada parada.
−Pues claro, hijo, pues claro, ¿no ves que eres muy estrecho de pecho? Si eres casi raquítico como el hijo mío
−Io, Io quería ser guerrero. Combatir al sarraceno.
−Pues primero tendrás que curar esas fiebres y después ganar bastante peso. ¿Eres de familia pobre, verdad? Me parece que en tu casa pasáis mucha hambre.
− ¡No! Io hombre pudiente, bueno, mis padres, buenas tierras, sirvientes, mucha fruta y puercos, ¡tenemos ganado!
− ¡Toma, Jeroma, como salió la broma! Mira tú el extranjero. ¡Es de buena familia!
−Pero si se le ve enseguida, Mayuquín, ¡Ay, perdona! Me olvidé de la mácula que tienes en los ojos. ¿No alcanzas a ver cómo viste el hombre? No es pordiosero, mira que sandalias se calza, ¡claveteadas!
−Bueno, ¿y qué hacemos? Que están al volver los hombres y son capaces de llamar a concejo.
−No voy a permitir que lo meneen de aquí para el corro tal y como está, le dejamos que duerma y mañana decidimos según y cómo se levante.
−Lo que tú digas, Carmen, duerme en tu casa; tú tienes la vara. Mañana nos cuentas.
En estas que el peregrino se desploma y se queda tumbado; bueno, a ver que tal pasa la noche.
− ¡Coime! Vaya noche nos está dando el peregrino, cada poco vomitando y delirando y parlando en su lengua franca.
− ¿Tú le entiendes algo, Isidro?
−Nada, tú acurrúcate a mi lado y déjale que eche el veneno que está penando. Cómo será que hasta las vacas lo están notando.
−Ya, están inquietas, ¿se les cortará la leche como pasó con aquel franco del año pasado?
−No tiene pinta. Pero nunca se sabe, por si acaso ya les hice a las bestias el conjuro de San Antón del desierto, no sea que este hombre nos traiga algo malo. Duerme tranquila, es la vigilia del Patrón, y todo está tranquilo.
−Eso, tú de fiesta y yo trabajando y a mayores cargar con este muerto.
−No empecemos, así son las cosas, mujer. Haberte casado con un conde.
− ¡No te jode ahora el paisano que va y me suelta la del conde! Venía por mis tetas, ¿entiendes? ¡Por mis tetas cruzaba los montes! Y otra cosa que yo me sé.
−Pues haberte llevado consigo, pero, quieta, mejor pensado, trae para acá ese escote y eso otro que tú sabrás, que algo sacaremos en claro.
Noche en las cabañas, noche veraniega, vigilia del Patrón del Reino. Los mozos están en los chozos por los altos puertos vigilando los ganados, las viejas en las cabañas cuidan de las crías y los pequeñajos, las dueñas están al tanto de todo, como si tuviesen mil ojos. Es la noche de Santiago, el Patrón del Reino. Y no se escucha un alma.
Y mañana: la noche de Santa Ana, pero, atender, ya empiezan a cantar los gallos.
Primero se levantaran los hombres, como está escrito en La Biblia, eso nos ha dicho el abad de Cavatuerta, y después las mujeres, que no les queda otra que parir y cargar siempre con nuestras ánimas.
Noche estrellada que se aleja, viene la clareada, y el sol asoma tras el pico Bodón y las demás peñas.
El frescor del alto del puerto y la niebla asturiana recorren el valle y deja las plantas escarchadas y cuando el gallo canta una pátina de hielo cubre prados y los techos de las cabañas. Pero el sol, que enseguida se adivina dichoso entre los jirones de nieblas pronto al gallo anima y éste a las gallinas; vaya alboroto.
¡Que despierten esas gentes! ¡Que se levante esa pobre alma!
Es el Día de Santiago, Patrón Mayor del Reino.
No ha terminado de levantar la niebla, no se ve una perdiz por los pandos y colladas, pero ya caminan las comadres a lavar la ropa en la presa y los hombres a llevar las vacas a los prados. No se jipia de lejos, pero se palpa a lo cierto y conocido; alguna va bien compuesta, ¡y cómo sonríe! Después de esta noche de vigilia va muy ligera con el hato de ropa sobre la cabeza.
− ¿A qué tanto lavas los refajos, Carmen, si tu hombre ya no te apalpa ni en fiestas mayores?
−Tú vas a tener que cambiar de presa como sigas en ese tono, asturiana, ¿qué sabes tú de lo que pasa en mi cabaña? Si hasta tus gochos se te escapan para ir tras mis marranas, ¡gochona! Se te caería la baba si vieras lo que tengo yo en casa. ¡Me arremetió cuatro veces la noche pasada!
− ¿Y que sacaste en claro?
−Ya está la del Ixkote tocándonos el bote; pues que o cambiamos alguna de presa o hacemos que los hombres nos levanten un buen lavadero como les han hecho a las de Canseco, porque, aquí, un día, ¡va a haber hostias! Y no de las consagradas que trae el abad. Y me cayo. Y vale.
−Valiendo y vamos tendiendo que yo hoy a mi hombre lo saco blanco como un querubín. Que cada una vigile su ropa y atienda a su hueste que bastante tengo yo con vigilar mis gallos.
− ¡Porque tienes cuatro!
−Porque se quieren ir a la guerra, que dicen que el rey está llamando a la gente para bajar a la Extremadura antes de que termine el verano, y se me quieren ir los cuatro a que los degüellen los de allá abajo. Mejor están cuidando chivos, pero no hay quien los detenga, tienen esa mollera, ¿sabéis, no?
−Sabemos que no estamos en guerra, por un verano que libremos ya le vale al León, que se le ha muerto el hijo y está el reino de luto; ¡no se pondrá ahora a defender a los castellanos! Que lo haga él solito, que aquí somos todos gente de ley clara y fuero antiguo y si alguno quiere ir a una guerra con esa gente allá se estrelle.
−Que ya lo sabemos todas, Mayuquín, que acordaron todos en Cortes que con los de Castilla no iría ni uno; que se maten ellos ahora con los sarracenos; que buenas nos las han hecho pasar.
− ¡Que vayan los de Navarra! Que se apuntan a todas. Se acordó y punto en cruz; eso no lo cambia ni el obispo de Roma. Es la ley de nuestra tierra: del rey para abajo ¡todos iguales! Y el que quiera ir de ferias a Córdoba que se pague el convite él solito; embriscan a los jóvenes, como los de ésta, que tienen menos entendimiento que un choto, y luego los nobles se quedan las venturas y nosotros los muertos, y las ánimas en pena.
− ¡Calla, Ezequiel! Esas cosas no se nombran en este valle. En tu tierra las llamaréis a cada una por su nombre pero aquí ni se las mienta.
− ¡Calla, tú, Bou! Que de Carmen solo te queda el conjuro, ¿en qué guerra estuvo tu marido que volvió tan trastornado?
−En la toma de Cáceres; fue de los primeros en entrar en la ciudad, delante del rey.
− ¿Y qué se trajo de ella? Pues todos volvieron con las manos vacías.
−Vale, volvió manco. Manco, pero, bueno, bueno, sano.
− ¿Sano? ¿Sano también del...?
−Completamente, y a la que lo dude que le enseñe su culo alegre esta noche, ¡que ya veréis cómo aprieta!
− ¿Pero no es un castrón? Si se lo estás llamando a todas horas.
−Mi Ixkote tiene más güevos que vuestros carneros juntos. Él fue a la guerra y volvió. ¿Y los vuestros? Por los puertos cuidando chivines. Está todo dicho. Y en esta presa tenemos preferencia las que tenemos maridos veteranos de guerra, ¡por mandato del rey!
− ¡Y de la puñetera reina! ¡En esta presa ni dios tiene preferencia! Dile al manco que empiece de una vez el lavadero, que ya va para tres meses que se acordó hacerlo, por Los Mayos se decidió en concejo abierto. Y aún estamos esperando; para trabajar en esta aldea todos son mancos y cojos de ambas piernas.
−Hoy mismo se lo comento. Ya vemos cómo empieza el día, que no ha levantado la niebla, y ya se verá cómo acaba.
− ¡A cavar vas a tu huerto! Pero si eres medio viuda.
− ¡Pues vosotras terminaréis escarbando a vuestros muertos para tener algo que llevarse a la boca!
Mujeres lavando en la presa, eso no son chispas son fogaratas. ¡Coime con las viejas!, ¡la guerra que dan! Ellas tendrían que ir a las batallas, pero montadas en la grupa de sus esposos y llevando la espada de fusta y las madreñas de espuela.
Riñas a la orilla del río, lavando refajos y tendiendo en el verde y sobre las zarzas para que seque la ropa y blanquee mejor. Alguna engarzada ha sido legendaria y las voces se podían oír al otro lado de la cordillera, de cuanto bramaban.
Pero dejemos a estas buenas mozas que por algún rincón del valle ya se escucha el sonido de una gaita; ya llegan los de Tonín, ¡Cuánto han madrugado! Enseguida bajaran de los puertos y las aldeas de toda la Tercia y la Mediana siguiendo el río y los arroyos por caminos empedrados hacia el templo de Santiago; los romeros van a la ermita con sus carros engalanados, cuelgan chorizos y androllas, panes grandes como la rueda de un carro, las cazuelas de barro, los pucheros de bronce, y más gaiteros, pronto se escucharán sus cánticos por la Almuzara, el sonido de las madreñas sobre los cantos rodados alerta a ganados y fieras, grandes ramos y guirnaldas de flores; hoy todos somos romeros, romeros de Santiago. Por el viejo camino romano, del norte y del sur, van llegando los romeros de los valles aledaños hasta el prado de la ermita de Santiago.
Los altos pendones se agitan al viento, crujen los clavos de las sandalias de cuero sobre las peñas y los pectorales bruñidos de los caballeros brillan al cielo. Romería a Santiago, Ofrenda al Patrón, ha llegado ya un deán de San Isidro a reclamar el Voto del rey Ramiro y sus guardias de largas picas bien lucidas guardan las puertas del templo y el arca del recaudador.
¡¡Viva el rey Alfonso!!
El pobre peregrino ha conseguido llegar, más llevado por su intensa devoción que por sus escasas fuerzas hasta la pequeña ermita acompañando a las mujeres y los críos. Sigue medio delirando pero el pan de centeno y el cordero a la estaca le consiguen reanimar un poquito pero parece como si tuviera una nube en los ojos y no se enterara de casi nada. Se tiende todo lo largo que es sobre la hierba.
− ¡Es el cansancio, Carmen! Déjalo.
− ¡Que no! Que os digo yo que es el hambre; si apenas ha probado bocado, no se atreve el hombre.
−Pues yo os digo y afirmo que este forastero lo que tiene es fiebre peregrina, ¿no veis que está delirando? Tiene que seguir caminando, tiene la fiebre esa de pasar los días y las semanas caminando; eso es lo que está purgando: ¡el estar parado un día!
− ¡Ya habló la Bou! Ya tuvo que echar la sentencia. Yo os digo que está de parto.
− ¡Ya tuvo que soltarla la Ezequiel! Que la barriga es de hambre, ¿no veis que este pobrín ni es cura ni es fraile? Tú despiértale y dale otra costilla y verás cómo termina bailando con el gaitero.
− ¡Eh!, ¡vosotros quietos! Sí, vosotros, Argüellos, a este ya no le deis más sidra que tiene la barriga ya bien hinchada.
− ¡Lo que usted ordene y mande! Seña Carmen. ¡Será mandona la tía!
Tras la siesta preceptiva vuelven las gentes a sus hogares pero, de camino, unas cabañas de formas extrañas llaman la atención del extranjero.
− ¿De quiénes son esas cabañas, doña Carmen?
− ¿Mineros? No les he visto, ¿por qué no han venido a la romería?
−Ellos sabrán el porqué. No te preocupes que ya los verás esta noche. Vendrán a nuestra aldea a la caída del sol y los verás de sobra. Estás que te caes, pajarín, ¡¡Isidro!! Me lo llevas a la cabaña y si hace falta te lo echas a hombros, que ya vas bien cargado, pero que llegue a la aldea.
− ¡Pues iremos haciendo eses!
−Vais a ir más derechos que la espada del rey, los dos; iré yo detrás vigilando.
Tardes de romería con el sol aplanando cogotes y más de uno que se tira al río por huir de los calores, o los tábanos. Que se laven una vez al año no suele hacerles daño; pero nunca se sabe, que esas son costumbres sarracenas y nunca se sabe, esperemos a la caída del sol que hoy es día grande para todos los hispanos; esperemos a ver qué sale.
El peregrino pajarín, ¡lo que tú digas, Carmen! ha de reposar de nuevo en el lecho y aún le cubren con una manta; habla entrecortado en una lengua extraña y tan solo le entienden decir algo así como: Jerusalén, la Cruzada, los sarracenos, ¡los sarracenos!
No haberle dado tanto vino, que se tomó una frasca entera.
Entre dormido en sus delirios cree escuchar una música extraña, de unos instrumentos inidentificables, ¿estoy vivo? ¿estoy muerto? ¿es música de ángeles o de salvajes? ¿de dónde proviene? El caso es que se despierta y se incorpora medianamente, ¡se escucha claramente! ¿Pero quién hace esa música?
− ¡Ah! ¿Ya despertaste? Ven, pajarín, ven, sal de la cabaña, no te lo pierdas. ¡Que salgas!
Al asomar por la puerta ve pasar ante sí un grupo de moros y negros ataviados a la manera andaluza que vienen con sus instrumentos interpretando una maravillosa y alegrísima tonada y sus mujeres giran y giran en una extraña danza africana. Las mujeres y los niños de la aldea bailan y baten palmas a su paso y les acompañan, todos gritan: ¡Es la Noche de Santa Ana! ¡La Noche de Santa Ana!
−Pero, pero, pero doña Carmen, ¿esto qué es? ¿Quiénes son? ¿cuando llegaron los sarracenos?
− ¿Qué sarracenos, bobón? Son los moros de La Almuzara, ¡¡los mineros!! Verás que fiestorro preparan en un momento. Ven, apaplao, que te pierdes lo mejor. Síguenos.
Al llegar a una zona triangular que hace de cruce de caminos y plaza del pueblo la cofradía sufí hace un alto y los moros comienzan a entonar cánticos africanos y a bailar como poseídos.
− ¿Qué hacen? ¿Qué hacen los moros?
−Llaman a sus genios, hijo, a sus genios africanos.
− ¿Y dónde están nuestros hombres? ¿No deberíamos buscar unas espadas o algo?
−Para espadas estás tú, pajarín; mira cómo las manejan los moros. ¡Que no huyas! Están esperando a nuestros hombres; citándoles.
−Entonces, ¿habrá batalla?
−Batalla nunca se sabe con estos borricos que tenemos de hombres, pero jodienda seguro. Espera y verás.
Al poco aparecen de improviso los hombres del valle, ¡han venido todos! Vestidos con largos camisones de lino blanco, tiznados los rostros, las manos de sangre, y gritando, gritando, a unirse a los cánticos y bailes de los moros.
−Pero, pero, doña Carmen, ¿quiénes son? ¿Son demonios?
−Más de uno, hijo, más de uno; son nuestros hombres. Están de mascarada, atiende.
Al son de los laúdes y otros instrumentos africanos los hombres de blanco van formando círculos dentro del gran corro sufí y bailan girando y burlando a cuantos les contemplan. La música rítmica, los cánticos y batidas de palmas consiguen al rato que los primeros hombres de blanco caigan desfallecidos. Sus familiares les sacan raudos del círculo.
¡Y se sigue bailando!
Es la noche de Santiago, de Santiago y de Santa Ana, y esto no va a parar mientras dance un alma. Entre los fuegos danzan moros y cristianos, los unos baten palmas y ululan con sus negras bocas, los otros aúllan enlobecidos y tratan de seguir el ritmo con las palmas hasta caerse de espaldas, pero el pobre pajarito pelegrín no puede soportar ya la tensión de los bailes, los giros, las exhibiciones que hacen los moros girando rápidamente espadas y antorchas, los cánticos, los cánticos rítmicos y acompasados, el batir de palmas de todos los habitantes del valle de las Cármenes.
Se marea, se desvanece, está tambado, su cabeza resuena como un tambor africano. No lo resiste.
− ¿Pero qué le pasa a este hombre? ¡Ah, bueno!
−Que no es hispano, foráneo, ¡de muy lejos! A Casa Carmen nos lo llevamos.
− ¡Pero si no está borracho!
−Tampoco es moro pero ya ha desfallecido al tercer trago de vino. ¿Isidro?
−Sí, venga, llevarlo a mi cabaña que este ya no se tiene en pie; es un peregrino que nos llegó ayer.
− ¡Ah, ya! Ofrecido. Nosotros respetar a quien hace peregrinación a lugar de santos cristianos.
−Y como no los respetéis os corremos a hostias. No empieces, Jalil, o acabamos con toda tu jarca.
−No te enfades, Isidro; tú ya sabes, nosotros siempre picando para el rey, buen señor, buen rey Alfonso.
−Y nosotros hocicando para el mismo, ¡que sí! Que es buen rey, pero, venga, ayúdame a meter el pajarito en la cabaña y que el buen dios os lo pague, ya sabes cómo es mi Carmen, ¡y cuando se pone, se pone! Ella tiene esta semana la vara.
−Ella es muy amiga de mi doña Zaida; ellas quedar para ir mañana de madrugada a recoger hierbas al monte.
− ¿Hierbas de madrugada? ¡Esa cabrona vuelve con lo de querer quedarse preñada! A por pócimas mágicas querrán ir esas brujas al monte. No se lo voy a permitir.
−Tú no debes contrariar a tu esposa, cristiano, es la Noche de Santa Ana, madre de Miriam, la gran Madre Cristiana. Tú no debes contrariar los deseos de tu esposa, cristiano, o no habrá judío que te saque los males del alma. Es su noche, noche de Santa Ana. Vayamos con ellas de nuevo y bailar; ellas contentas y tú no dormirás con las vacas.
− ¡Joder ya con el puto negro! Vale, volvamos al corro y sigamos con la mascarada. Oye, por cierto, ahora que la miro, ¡está muy guapa tu Zaida! Ya lo era cuando llegasteis al valle.
−Nos conocimos de esclavos en el mercado de Córdoba. Ella mujer de ojos grandes, yo hombre de boca grande.
− ¿Pero no habrá sido a dentelladas que habéis aguantado cinco años casados?
−La Compasión del Señor nos mantiene unidos y a salvo, Él nos consiguió la protección del rey Alfonso. Nosotros trabajando.
−Y procreando, que ya vais por el tercer vástago.
−Y los que El Señor mande. Entremos al corro, dancemos, dancemos.
Fuegos en la explanada, andar con cuidado que no sería la primera vez que una chispa saltó a los teitos y ardió media aldea; solo les queda a los más bravos mear en las brasas y apagarlos, salió la luna y se ve de sobra. Ya se van, ya se van los moros y se llevan la música africana; mañana volverá a sonar la gaita pero esta noche, y todas las Noches de Santa Ana, se toca el laúd y la flauta, se baten palmas y los hombres bailan y bailan hasta caer desplomados.
Se van los mineros, se llevan la danza, pero a cada uno le queda su regalo del alma: son regalos que la música nos trae a los hombres desde las atmósferas superiores y que a los santos ángeles agradan. Se apagan los fuegos, cada uno a su casa. En el monte tan solo se escucha el lejano aullar de algún lobo solitario y el urzear de jabalíes entre retamas lejanas.
El peregrino sigue delirando, entre soñando tal vez, desvariando seguro, parece que la música le ha excitado aún más los ánimos interiores y los vientos celestes estuvieran agitando sus flujos interiores.
−Pues más le vale, por que vaya noche nos está dando. ¡Que sí! Que sanará, Carmen, sanará. Es un poco como Juanín, ya sabes, pero de buena ley este forastero.
−Son las fiebres, lo están matando. Tal vez comió alguna raíz de algo.
−Que no morirá, tranquila, se irá a su tierra tan campante. Duerme algo.
− ¿Y tú cómo lo sabes? ¡Eh! ¿Cómo lo sabes?
−Lo vi cuando caí, en el baile, le vi marchar y llegar a su tierra acompañado de más caminantes y que todos los días de su vida estará rodeado de gente que le amará y respetará. Hazme caso y duerme, no murió ayer ni morirá esta noche, ya se irá cuando pueda; el por qué no lo sé pero cuando de nosotros ya nadie se acuerde se seguirá hablando de tu peregrino pajarín. Falta poco para el amanecer y están inquietas las vacas.
−Pues en cuanto claree las llevas a pastar al soto, que tengo que hacer limpieza.
− ¿No ibas a ir con la mora, con Zaida, a coger flores?
− ¡Ya te enteraste! Sí, iremos unas cuantas a buscar hierbas medicinales y flores, ¿qué pasa? ¿Me meto yo en lo tuyo?
− ¡Ah! que vais más con Zaida; bueno, a ver si así curáis al forastero. Ya no aguanto más acostado, me llevo las vacas. ¿No queda chorizo?
−Quedará una corra por ahí colgando, gastamos casi todo en la romería. Haré manteca, ¡que te largues con las bestias!
Mañana plácida en el valle, cuando la niebla se levanta forma una capa de nubes que cubre las montañas, pero no impide que empiece a hacer calor. Se agostan las hierbas que no se han comido las cabras y menguan los arroyos pues las fuentes se van secando, saltan las truchas en las pozas del río y algún oso afila sus garras en el tronco de un gran roble en las laderas de un monte cercano. Incluso las abejas están calmas esta mañana veraniega en el valle de las Cármenes.
Están las viejas filando lino, tejiendo lana, como si no pasara nada, cantando alguna vieja tonada y mirando al cielo, que ya se sabe: si llueve por Santa Ana, llueve un mes y una semana. Y los hombres, bueno, los hombres, alguno parece un bollo preñao después de tanto festejo y embutido bien curao.
Mañana veraniega en la montaña, triscan los chotos tras los bueyes en los prados más verdes y los potrillos en las colladas siguen a las yeguas en la búsqueda de las fuentes más límpidas y frescas. Vigilan los pastores los rebaños de cabras y ovejas desde sus pequeños chozos y sus fieros mastines rechazan con cuatro ladridos los avances temerarios de unos lobeznos sin madre ni padre. Mañana plácida, que por el soto pacen los terneros bajo los altos chopos y los vaqueros vigilan que los niños no se caigan al río mientras juegan con escolopendras y arañas o intentan cazar ranas con una caña.
Mañana prodigiosa que las nubes respetan elevándose sobre las cumbres de los altos picos tras haber empapado las piedras y las hierbas; el rocío se evapora y las flores se estremecen y expanden sus miles de colores hacia los rayos que se aluman entre los nimbos nevados y enormes.
Una mañana como otra en las viejas montañas y los brillantes valles y se ve a las Cármenes y la mora Zaida ir de urz en urz, de roble a encina, de retama a romeral; aquí toman unas flores, aquí cargan con aguzos a cuestas que falta les harán para los fuegos, allá toman ramas jóvenes de los árboles viejos y también helechos de las felgueras en grandes hatos y los cargan a cuestas. Se van camino de la aldea, que va siendo hora de almorzar y la comida tendrá que estar dispuesta cuando regresen los hombres.
Ahora que lo miro y lo pienso, ¿van muy cargadas, no? ¿Por qué será?
Ya las sombras desaparecen y la claridad espesa lo invade todo, es mediodía, y algo habrá que meter en el vientre que no nos vayan a crujir las tripas y se espanten las mentes. Vienen de vuelta los mozos y sus padres con sus largas varas para arrear a unos chotos u otros. Crujen los clavos de las madreñas y las grandes galochas que portan los hombres y mugen las tripas sobre las rocas de las viejas raposas que les acechan.
Ya llegan los hombres de vuelta atravesando la serna y se cuelan los perros por las puertas de las cabañas pero nada puede alterar la quietud veraniega.
− ¿Qué haces, Juanín, con ese ramo?
−Solo he cogido uno, solo he cogido un ramo, solo uno. Los han echado por toda la aldea.
− ¿Que han echado qué? ¡Mayuquín! Ven corriendo, ¡deja el puto jato! Ven.
− ¿Qué ocurre Isidro? ¿Qué ha hecho ahora el tonto?
−Dice que han echado ramos por la aldea; vamos presto que me temo lo peor.
En efecto, cuando alcanzan las primeras cabañas observan una hilera de ramas y helechos que sale desde una cabaña y atraviesa la aldea hacia las afueras.
− ¿No es la del Ixkote?
−Sí, tú calla, que ahí llega. ¿Qué pasó, compadre?
−A mí nada, ¿qué es eso que cuenta Juanín?
−Pues que te han echado el rastro de los novios, ya sabes, por tu mocina.
− ¿Que me han echado? ¡Joder! Pues es cierto, sale de mi casa. ¡¡Carmen!! No está, no están ninguna de las dos, ¿y con quién? ¿A ver si va a ser con el cabrón del Argüello pequeño? Hay muertos, hoy, aquí, por Dios que va a haber muertos.
−No te acalores tan rápido y sigue detrás nuestro a ver dónde conduce el rastro.
Siguiendo el rastro de ramos y helechos que atraviesa la aldea van los tres compadres hasta la casa del pretendiente, futuro yerno, o seguro finado.
− ¡Justo! Lo que yo pensaba, lo que os decía, a la Casa Los Argüellos, ¡esos putos medio moros! Esos hijos de cien perras vagabundas, que su madre era una loba que iba por los pueblos enseñando el coño para tener algo que comer. Al que me haya tocado a la niña lo mato, ¡lo mato aquí mismo! ¿Dónde están? ¿Dónde? ¡¡Carmen!!
− ¿Qué ocurre, Ixkote? ¿Por qué grita usted? -Dice una mujer asomando asustada por un ventanuco de la cabaña.
− ¿Cómo que qué ocurre? ¿No sabe lo del rastro que han echado? Y va hasta mi casa, ¡a por mi niña!
− ¿Pero qué dice de un rastro?
−Salga, cojones, no se haga la ignorante. ¿Dónde están sus hijos? ¿Y el padre?
−Pues estarán al llegar por el soto, bajaron esta mañana hasta la Almuzara a vender un caballo.
− ¡A sus primos los moros!
−Pues no sé a quién se lo habrán vendido, si moro o cristiano, pero no era caballo de tiro si no un alazán pinto, muy bueno.
−Bueno, da igual. Voy a esperarles, y quiero que me diga inmediatamente cuál de sus dos hijos es el que pretende a mi hija.
− ¿A su hija? Pues ni idea; yo también voy a esperarles fuera que quiero enterarme que, por si usted no sabe, les tengo terminantemente prohibido el hablar, ¡ni mirar siquiera! a ninguna moza de esta aldea. ¡Sí! Tengo que enterarme.
− ¿Que les tiene prohibido el qué? ¿A los de esta aldea nos hace de menos? Mire, tía puta, ¡ya está cogiendo sus cosas y arreando corriendo para la tierra de sarracenos porque como...
− ¡Quieto! Quieto, Ixkote, quieto que te pierdes, para un momento, que ya llegan los Argüellos.
Por el viejo camino llegan al trote calmoso sobre tres potros bayos tres ignorantes caballistas que vienen festejando el buen trato realizado a cuenta del caballo pinto y no se asombran al ver a tres aldeanos al lado de su Carmen (Porque, si no se han dado cuenta, en esta aldea todas son Carmen, y en esta fecha y siglo van a hacer falta hechizos o conjuros moros o algo para evitar que la sangre llegue hasta el río Torío, que de la propia de toros y de hombres sabe un largo trecho) y ocurre que al pasar al lado de la casa unos de los potros se jiña y la boñiga le cae en los pies al Ixkote.
− ¡Usted disculpe, paisano!
− ¿Que disculpe? ¿Que disculpe? Baja ahora mismo, gañan, que te mato, ¡te mato!
− ¿Por una cagada? ¿No jiñan sus vacas?
−Más se va a jiñar tu madre, aquí presente, cuando te acabe con la existencia.
El muchacho desmonta de un brinco e intenta entrar en razón con el aldeano pues se estremecen hasta las flores de los senderos con tan altos juramentos en arameo y tartesio antiguo como suelta Ixkote; los otros cinco presentes intentan mediar y no estar de pasmarote pues el muchacho es de sangre caliente e Ixkote está que hierbe, ya no razona, pero lo que logran es provocar una refriega en la que todos sueltan puñadas y manotazos y las grandes voces se escuchan hasta en el jito del puerto de La Mediana. Pero cuando ya se ven cuatro jatos rodando por el suelo aparecen corriendo una docena de mujeres armadas con largas varas, de las de arrear a las vacas, y se ponen a varear a los contendientes como si fueran sacos de lana.
Fin de la batalla. Toca hacer las paces.
−¡¡Isidro!! ¿A qué ha venido esta revuelta? ¿Me lo puedes explicar?
− ¡Pues estos! Que se han liado a tortas.
− ¡Ah! ¿Y tú no dabas? Quieto ahí, Bernardo, tú no te escapes, que eres el causante.
− ¿Quién? ¿Yo? -Es el mayor de los hijos de Tello el Argüello.
− ¿No eras tú el que le cantaba a Carmencita? Sí, al volver de la romería, eso de "Cuando mengüe la luna, cuando mengüe voy a verte, que no quiero que sus rayos, te deslumbren para siempre" Sí, tú, a Carmencita la del Ixkote.
−Es que te hemos echado el rastro y la boda será para el día de La Virgen del Pilar
−¡¡Que este gañan se va a casar con mi...!!
−¡¡Tú a callar!! Y vete preparando un buen cordero y la dote de tu hija.
− ¿Qué vaya qué? ¡¡¡Que vaya qué!!!
−Tú a mí no me levantas la voz, patán, y como levantes la mano te vas a dormir al chozo del Machamedio para lo que te queda de vida. Ya está todo hablado y acordado.
−Por todas las Cármenes del valle, ¿tienes alguna queja? ¡Isidro! ¿Dónde vas?
−A ver si ha venido el tripicallero, porque Ixkote va a hacer hoy matanza.
− ¿Que éste va a hacer el qué?
Antes de que Ixkote pueda ni volver a abrir la boca tiene ante sus ojos una docena de palos dispuestos a aclararle las dudas o quejas; mira, si fueran sarracenos, si fuesen sarracenos, o castellanos, o moros del Reino de Badajoz no habrían sido suficientes para frenar la furia que le inflama al hombre, pero, ¡joder! ¡Que son las Cármenes! Con estas furias ni el propio Apóstol montado a caballo se atrevería.
Sale el paisano robla arriba chiscando chispas con las madreñas y arrancando ramas de los rebollos, como si fuera un oso, y tras pasar por un folgueral bien alto para y se revuelca como un jabalí en una cama de brezos, y allí queda un rato rumiando su mala sangre; pero al rato es rescatado por su compadre Ezequiel que baja de la Braña del Caballo con el borrico cargado de aguzos y lo envía a un chozo cercano; que lleva prisa que viene la nube. Aniceto y el Usufraldo que le ven venir tienen que sujetar a sus mastines por las carranclas pues se le quieren tirar mientras los careas le rodean y persiguen, tal vez oliendo un oso viejo y peligroso. Una cazuela de cecina de chivo recién cocida y un buen pellejo de vino lograran a tiempo el ensalmo de calmar la furia del Ixkote; que cuando se ciega no distingue cristiano de sarraceno; que no mira el hombre, como los osos.
Mañana plácida y nubosa en la montaña cantábrica, se podría escuchar el aletear de una mariposa, la paz reina de nuevo en chozos y cabañas pero, ¿dónde está ese cagalitas de cordero? El peregrino pajarín, ¡ah! que duerme.
No, ya se ha despertado, pero no se encuentra nada bien, sigue delirando, la fiebre le consume, suda como un caballo, tiene la lengua de trapo, como una rodea vieja y rugosa, necesita beber algo, y rápido. Sale de la cabaña como espantado, no encuentra a nadie en su marcha dubitativa hasta que llega a la era donde tocaban los moros la noche pasada y danzaban los aldeanos. ¿Es que no queda un alma en esta tierra?
Y al fin ve a Juanín jugando con un palo.
− ¡Amigo, amigo! ¿Agua, dónde, agua?
− ¿Agua? ¿Quieres lavarte? Puedes ir a la presa para lavar la ropa.
−Agua para beber, ¿dónde? ¿dónde?
− ¡No sé! Si quieres agua levanta una piedra.
− ¿Que levante una piedra? No entiendo nada de lo que dicen, no comprendo a esta gente hispana.
Pero acuciado por la sed va y levanta con bastante esfuerzo un pedrusco cúbico que hay en medio de la era, y al instante comienza a brotar agua, agua pura, luminosa, maravillosa agua, y como un perro se echa al suelo y comienza a beber.
Cuando logra incorporarse ahíto y satisfecho se encuentra con cuatro aldeanos que están cercanos y observándole. Sigue encontrándose mal pero el agua que ha bebido, se ha lavado de paso la cara y las manos, le ha reconfortado lo suficiente para poderse levantar sin ayuda y saludar con una mano, incluso una leve sonrisa se le escapa pero como no sabe qué decir y ni pensar lo que entenderían regresa titubeante a Casa Carmen; a sus espaldas escucha decir aunque no comprende:
−Me parece a mí que en vez de varas para arrear el ganado deberíamos empezar a usar alabardas como sigan llegando peregrinos a la aldea. Dice el primero de los paisanos.
− ¿No sería mejor prestarles una guadaña en cuanto aparezcan por el valle? Así, al menos, nos dejarían la hierba segada. Dice el segundo (Es el padre de Juanín)
− ¿Y ahora qué hacemos con esta fuente en medio de la era? Dice el tercero con una espiga de centeno entre los dientes.
− ¿Ponemos un caño y que abreven las bestias? Concluye tras largo esfuerzo el cuarto; seguramente el tío más listo del valle. -Pero mejor lo dejamos para mañana que se está metiendo esa nube negra por el puerto abajo e igual nos mojamos si nos quedamos aquí, pensando.
Asienten los cuatro a tan brillante idea y sin levantar la mano; que falta hará si no estamos de concejo e igual hay quien se opone y prefiere volver a tapar la fuente con la piedra. Cuando el peregrino regresa a Casa Carmen se encuentra con una escena extraña. A un lado Isidro, limpiando al jato, al otro doña Carmen contando lentejas no vaya a echar piedras y gorgojos al potaje, o algo peor; las caras de sus anfitriones son tan largas que podrían barrer la paja del suelo y con las miradas que se echan podrían tirar abajo los cuervos que pasan por el cielo; aquí ha habido trifulca, y de las buenas; no hace falta entender su extraña lengua romance. En el centro, tras la lumbre, está sentada doña Zaida, también apesadumbrada; no han hecho nada para comer y el silencio lo podría cortar en lonchas el jato con sus cuernos. Ayer fiesta a reventar en el prado hoy ni un par de huevos para cuatro personas; y algo cruje por ahí dentro.
¿Silencio? Será en Roma, que eso es algo que dura poco en estos valles; unos truenos impresionantes ponen en alerta a todas las aldeas y quien más quien menos asoma la jeta para ver la nube que se les está viniendo encima. Unas chispas tremendas van de cumbre a cumbre y un viento fortísimo envuelve las cosas en cuestión de minutos e incluso centellas espantosas corren de aquí para allá prendiendo fuego en las urces secas.
A rezar a Santa Bárbara, no nos caiga alguna encima.
Es fuerte el aguacero, se espantan las bestias y rezan las dueñas en sus oscuras cabañas, llevará una hora o más cayendo agua a calderadas. ¿Vendrá la riada? ¡Las gallinas! ¿Y las vacas? Joder, tendré que ir a buscarlas a Getino lo más cerca. Así cavila el personal al medio día prodigioso en las montañas cantábricas. Nadie asoma, el que más reza, todo es puro acongojo y penar miserias, ¡se nos va a venir el techo encima como no pare ya de caer tanto agua! Cuando en esto que asoma por la puerta Juanín llamando al peregrino:
− ¡Ven! Sí, tú, ven, ¡ven! ¿Quieres peces? Ven.
El forastero, que está sentado en un escaño junto a la puerta no puede evitar que el chico le coja por la pechera y le saque por la puerta, ¿pero dónde quiere que vaya con la que está cayendo?
¿Pero si están lloviendo...peces? ¿Qué prodigio es este? Sí, peces de varios tipos y tamaños están cayendo aquí y allá por toda la aldea del mismísimo cielo.
− ¡Doña Carmen salga! Salga, están lloviendo peces, peces como éste.
− ¿Pero que dice este pajarito? ¿De dónde has sacado ese pez? ¿Fuera? ¡¡Isidro!! Zaida, coge el caldero, vamos fuera, ¿dónde? ¿Dónde encontraste ese pez?
Al salir se encuentran con un prodigio como nunca habrían soñado, del cielo oscuro siguen cayendo peces aquí y allá y los vecinos advertidos por Juanín el tonto, van saliendo de sus casas con los calderos para irlos recogiendo. El peregrino, más asustado que asombrado, está de rodillas en el suelo rezando al cielo hasta que Isidro, que ha sacado el cuenco de ordeñar las vacas, le suelta una colleja que suena como un trueno.
− ¿Qué haces, pasmado? Ayúdame a llenar el cuenco, que ya tenemos la cena y el almuerzo de mañana.
Aunque sigue lloviendo, ya no truena ni relampaguea, todavía por un rato siguen cayendo peces multicolores del cielo y todos los aldeanos y hasta los perros ladran y brincan de puro contento. ¡Es un portento! La asturiana y la gallega disputan por el nombre de los peces que saltan en sus calderos pues en cada tierra el pescado tiene un nombre distinto.
¡Qué regalo de Santa Ana! ¡Que llueva así un mes y una semana!
Ya se le pasó el espanto al peregrino y observa divertido como disputan las doñas sobre el modo y manera de preparar los pescados, los que se van a preparar ahora, los que se pueden salar, los que se han de freír los que mejor asar; disputas de dueñas, cualquiera abre la boca.
−A ver, tú, pajarín, ¿Cuál te gustaría para cenar? Elige, ¿cómo? ¿Qué nunca has comido pescado? ¿Que nos los quieres probar? Antes te morirás.
−Déjalo, Carmen, con este lo que teníamos acordado. Mira quien entra por la puerta.
Es Jalil, un negro que les saca la cabeza a todos los de la aldea, el que aparece con una sonrisa de oreja a oreja y un gran besugo aún vivo entre sus brazos que intenta escapar, tras él vienen tres chavalines morenitos y empapados que ríen como locos con los peces que han atrapado en las manos.
− ¡Solo buenaventura! Gran buenaventura es venir a Casa Carmen; el Señor os bendiga. Nunca oí en Córdoba que cosas así pasaran en estas tierras del rey León.
−Pues mejor que no se enteren o volverían con sus alfanjes y nos quedaríamos sin peces y sin vacas.
−Sí, mejor, por nada del mundo quiero volver a ser esclavo de emir alguno. Tengamos la fiesta en paz y que no se entere nadie de este portento. Mira que panes traigo en la mochila, los compré esta mañana en el mercado de la Almuzara. Hay de sobra para todos los presentes y más que se apunten.
Ahora lo importante es entrar en calor pues estamos todos calados y cuanta menos ropa mejor, ¡mira, ya paró de llover! Podremos tender la ropa a secar. Vaya tormenta, vaya nubero nos pasó hoy por encima; pero, mira, el bicho nos soltó una pesca cojonuda. Como el peregrino no quiere probar el pescado primero cenará una sopa de ajos que Carmen le prepara enseguida con el pan del minero y después, ¡no! No te vuelves a acostar con hambre en mi casa; cenará un buen frito de setas que Zaida y ella recogieron esta mañana.
−Que se les coma todas, que no deje ni una, que parece un Cristo preñao el extranjero.
−Déjale, Isidro, déjale que coma a gusto.
¡Uff! Menos mal, parece que a Isidro, entre los peces que cayeron del cielo y la visita de Jalil y sus guajes que no paran de brincar de aquí para allá, ya se le ha pasado el disgusto de esta mañana; que más de una vez y más de dos estuvo por marcharse a dormir a la braña. ¿Y el peregrino? Pues que ha cenado en condiciones por primera vez desde que salió de Oviedo, eso y el jaleo de niños jugando en la cabaña, el calorcito del fuego, el sentirse acogido por la gente más extraña que nunca conoció, y se queda dormido como un angelito del Señor.
La claridad de la mañana y el canto del gallo le despiertan abrazado a los negritos, a su lado reposan también Jalil y Zaida, y algo más allá están Carmen e Isidro enroscados en su humilde lecho; que enseguida se levantan.
Sopas de ajo para el forastero, que ya tiene buen color de cara y sonríe como una persona humana y para los niños tostadas de pan tostado con nata y miel que mojar en la leche recién hervida; los mayores se dan un nuevo festín a costa del pescado prodigioso. Juanín entra y sale cada poco y le hace carantoñas, le ha tomado cariño el muchacho.
Algo rebulle en el interior del peregrino, algo sano; esta felicidad le hace recordar que él también tiene un hogar y gente a la que abrazar y con la que conversar todo el rato. Ya se siente bien, se siente estupendamente bien, y, como sin pensarlo, se siente coger su pequeño zurrón echárselo al cuello y salir de la casa; se siente como en un sueño. Ve a Isidro en el cercado anexo corriendo tras las gallinas con los tres niños negros.
−Pitas, pitas, ¡pitas! Venir a comer, ¡hoy probaréis pescado!
Se ve salir de la aldea, saluda a alguna persona con la mano, y se encamina hacia el soto sin mirar atrás; sabe a dónde quiere ir pero no sabe cómo. Y vuelve a encontrarse con Juanín que está jugando con un palo a combatir contra los cardos como si fueran sarracenos.
− ¿Vas a segar, eh? ¿Vas a segar?
−No, todavía no, cuando llegue a casa. Adiós Juanín.
−Espera, mira, mira que pájaro más raro. Lo estoy combatiendo.
−Es una abubilla, el pájaro del Rey Salomón
− ¿Era así el pájaro que te atacó?
−Bueno, sí, algo parecido, pero de muchas alas y plumas de brillantes colores, y grande, muy grande, más grande que tú.
−Toma, toma esta vara, y si te vuelve a atacar le combates y se irá.
−Vale, gracias, me vendrá bien para caminar. Tengo que llegar esta mañana hasta el monasterio de Cavatuerta para encontrar el camino que me lleve a casa. ¿Voy bien por aquí verdad?
−Sí, tu sigue el camino a la orilla del río hasta Felmín y después tendrás que subir a la izquierda, tienes que subir por el sabero, ¡por los robles! No te metas en el hayedo al otro lado del arroyo que todas las hayas son iguales y enseguida te perderás, ¡sube por el sendero entre los robles! Llegarás a la collada de Santiago, y después bajas a Correcillas y después subes hasta San Pedro. Yo he ido con mis padres muchas veces para que me curen porque siempre dicen que estoy enfermo.
−No, que nunca hago caso de lo que me dicen y les pregunto muchas cosas, entonces me echan de la aldea o le dicen a mi padre que me busque cura en algún monasterio.
−Ya te entiendo, ya. Bueno, pues adiós y gracias; gracias a todos.
Se va el peregrino con un andar más ligero que si fuera una abubilla, no tiene mucha pérdida el caminar a la orilla del río, aquí encuentra un manzano y recoge algo de fruta para el camino, allá se encuentra encinas rebosantes de frutos, por cualquier rincón encuentra fuentes que rebosan agua cristalina; ensimismado por el paisaje va subiendo ahora el largo valle hacia la collada de Santiago, en una revuelta ha de salir corriendo pues de alguna charca han salido docenas de tábanos que le fríen a picotazos, una hora más tarde es un resbalón sobre las viejas piedras romanas lo que le hace parar, ¡vaya rodillazo! Que buena idea aceptar este palo que me ofreció Juanín, ¡como duele!
Hay que seguir subiendo. Otra hora más y ya ve clarear el bosque y se presiente la collada, de Santiago. De Santiago vengo; salí de allí hace un mes largo, a Santiago voy; y este país lo llevaré siempre muy dentro, piensa para sí el peregrino pajarín mientras le divierte observar el caminar de una graja detrás de él.
Extrañas montañas y pueblos, extrañas gentes, sí, sobre todo la gente de este país, que no beben más que vino de uva o de manzana y el agua solo lo usan para lavarse, y eso de tanto en tanto, que tienen hambre y los moros les dan el pan y del cielo les llueven peces, los hombres pacen con las vacas y los bueyes y las mujeres son las que dan la guerra y deciden el signo de las batallas, los muchachos hablan con los pájaros mientras cazan ranas a la orilla del río, ¡y se las comen! Que extraña es esta tierra donde los lobos temen a los perros y los osos a los caballeros, extraña Hispania, prodigioso es el país del rey León.
Debí haber marchado a Jerusalén.
Dichoso el valle que conoció los pasos de este peregrino insignificante y mendicante, que donde levantó una piedra nació una fuente, donde arrojó los corazones un manzanal surgió y después de ochocientos años se sigue recordando sus pasos alados y sus quiméricas batallas contra los sarracenos. Y lo buena persona que siempre fue.
− ¿Y llegó a su casa, eh, Isidro, llegó?
−Que sí, Juanín, llegó. Eso ya pasó hace años.
−Y, y, y, ¿le atacó el pájaro?
−Sí, un día le atacó de nuevo.
−Y, y, y, ¿y le hizo daño, eh? ¿Le hizo daño y le enfermó?
−Algo le hizo el pájaro, unas heridas en las manos y algo enfermó.
− ¿Y no se defendió? Yo le di la vara de doña Carmen.
− ¿Que tú le diste la vara? ¡¡Serás castrón!!Bueno, mira, mejor, que ahora tenemos una de tejo más dura y más ligera; ¡el trabajo que dio tallarla! Y mira, tal vez aquella vieja vara nuestra fue lo que le salvó. Oye, ¿Y tú sabes cómo se llamaba aquel peregrino?
−Sí, sí, él me lo dijo, el me lo dijo, Chesco, Chesco de Asisi.
Esta es la historia, fantástica y medieval, que quería que ustedes leyeran. Al escribirla no dejaba de pensar en esos lugares por los que caminan los personajes y a los que me gustaría volver mañana mismo aunque solo fuera a tomar una sidra, pero, no sé, tal vez cuando vuelva mire las cosas y a las personas de otra manera. No todos los días pasa un santo por el pueblo, y el santo puede ser un cualquiera que camina con su mochila a cuestas.
Las tradiciones como el Rastro de los novios, los ramos de mayo, la ronda de los mozos, y la que da el título a esta historia: la vara de la hospitalidad: cada semana una casa era la encargada de dar cobijo a todo aquel peregrino que parara en la localidad y la señal era una vara tallada que se pasaban cada domingo al salir de misa, son costumbres tradicionales de la Montaña Leonesa que yo todavía alcancé a conocer de chaval.