No me gusta el futbol. De hecho me parece un deporte un tanto primitivo. Soy fan del baseball, de hecho lo jugué cuando era adolescente. Pero no puedo negar que el día que México le ganó a Francia, casi lloro. No por que le ganara, de hecho eso me sucedió como dos horas antes del partido
El jueves 17 de junio, por la mañana yo me trasladaba en el metrobús hacia mi oficina. Como todos los días, escuchaba las noticias en la radio. Carlos Puig, titular del noticiario de la mañana en Wradio hizo un enlace que, estoy seguro, para el resto de quienes lo escucharon, no pasó de ser un simple informe absurdo, sin embargo, cosas como lo que sucedió, a mi me conmueven.
Durante el Mundial, Puig sacaba al aire a diferentes aficionados mexicanos que le seguían los pasos a la selección. Aquella mañana, el periodista estaba en la cabina de radio en Johannesburgo y se enlazó con un reportero, o un aficionado, no recuerdo bien si era un profesional, pero lo que pasó en vivo, me conmovió casi hasta las lágrimas.
El sujeto al que llamó, se trasladaba en un autobús desde Johannesburgo a la ciudad de Polokwane, donde horas más tarde se jugaría el único partido que México pudo ganar. Aquel personaje, en medio de otros muchos mexicanos y algunos franceses, circulaba por la carretera entre ambas ciudades de Sudáfrica, describía el ambiente en el autobús y de pronto, el canto de las decenas de compatriotas lo calló. No pudo competir con el Cielito lindo.
Para entonces, yo ya estaba en el elevador del edificio donde está mi oficina. Y me hice consciente de lo que estaba pasando: en medio de la carretera del otro lado del mundo, un grupo de mexicanos en un camión cantaba el segundo himno nacional, enlazado a través de una llamada de teléfono celular que retransmitía una cabina de radio en Johannesburgo que transmitía vía satélite a México donde yo lo escuchaba en medio de cinco desconocidos en un elevador en pleno Insurgentes.
Sí es demasiado simple, pero esas cosas son las que me emocionan.