En tiempos de la aceleración, hace carrera la idea de movernos rápido, de comer rápido, de contestar rápido, de que nos encuentren en cualquier lugar, de estar hiperconectados… El anclaje de esta necesidad creada es el teléfono móvil.
Desde su aparición masiva a mediados de los años noventa en el mercado colombiano, el móvil adquirió la responsabilidad de convertirse en un artefacto de estatus, de ser instrumento para auto excluirse de todos y a la vez para conectarse con todos los que requieran al usuario.
En los últimos seis años ha explotado la cantidad de dispositivos móviles en Colombia. Hoy hay más líneas celulares que colombianos y, junto a este crecimiento, la cantidad de dispositivos conectados a Internet también ha logrado que centenares de aplicaciones nos den la sensación de tener toda la información al alcance de la mano.
Soy uno de esos millones de usuarios que valoran, quizá sobre estiman, el poder de estar siempre conectados. En mi caso, ser periodista es un ‘agravante’ porque los que estamos en este oficio, aunque no ejerzamos en medios, sentimos ese cordón umbilical invisible pero irrompible con los acontecimientos. con la necesidad de consumir información y de narrar la realidad que se contempla.
No sé cuántas veces al día miro el celular, pero no deben ser menos de mil. Para consumir y para producir contenidos. Corremos el riesgo de dejar de quedar boquiabiertos con un atardecer arrebolado por estar registrándolo y publicándolo en Instagram. Le endosamos al dispositivo que sea nuestra memoria porque tal vez sospechamos que ella, la memoria, se quede corta para los recuerdos instantáneos.
No nos sabemos el número del celular de nuestra pareja y almacenamos en la mente muy pocos números telefónicos. Esa tarea menor que antes era parte de nuestra cotidianidad, se lea delegamos de facto al móvil.
Chateamos con personas que pueden estar en un radio muy reducido y paradógicamente aunque tengamos un celular, llamamos menos a las personas porque preferimos publicar una e-card en el muro de su Facebook.
La otra gran paradoja de la hiperconectividad es la tentación de aislarnos, de desconectarnos de quienes nos rodean. El móvil es como una llave frente a una cerradura: Abre y cierra puertas, pero ¿Qué puertas podríamos estar cerrando sin querer hacerlo?
Aunque quería escribir esto desde hace rato, me animó ver un detonante en las redes. Se trata de un video que publicó la gente de Club Colombia a propósito de compartir más momentos y espacios con las personas en vivo. Más de nosotros para los otros; más de ellos para nosotros.
Aprovecharé que este domingo 14 cumple años mi padre (y un día después cumpliré yo), para regalarle un momento a mi familia sin las ataduras invisibles del móvil. Aunque seguramente pasaré por el síndrome de abstinencia, al día siguiente constataré que el mundo siguió girando, que me habré perdido de leer primero que muchos algunas noticias, pero que los hechos reales y más importantes (los que más me deben importar) ocurrieron ese domingo ante mis ojos y no ante mi cámara, que habré oído la voz de los que quiero con su aliento caliente cerca, en lugar de su representación digital en una ventana de chat. Ese lunes habré ‘sobrevivido’ y me volveré a conectar como siempre, pero ahora con la novedad de que levantar la cabeza de la pantalla de vez en cuando permite sentir el mundo que palpita con sus otras texturas.
Si se animan, vivamos esta experiencia de desconectarnos totalmente por un día de estos anclajes para recordar que solo son accesorios y no prótesis. Usen o no el hashtag que propone la campaña #RegaloUnMomento, no me importa…. Pero regálense un momento para ustedes, para el sol, para los suyos, para la vida misma que es esa cosa que pasa entre pantalla y pantalla.
El 15 volvemos y hablamos.