No cabe hacer una recopilación de historias de la Medicina sin hacer alusiones a las influencias que esta disciplina tuvo en el arte, que, a fe mía, fueron muchas. Ya tuvimos ocasión de hablar de la Gioconda y de sus enfermedades, también de ilustradores como el genial Forges, entre otros…
Hoy toca abordar un tema nuevo: la Medicina como fuente de inspiración de no pocas obras de arte.
De entre tanta iconografía, que la hay, me vais a permitir que elija un par de obras (aunque admitamos que resultará difícil sintetizar en tan abundante contexto). El óleo del que vamos a hablar hoy resultaría ser, en mi consideración, uno de entre ese par de elegidos…
Enrique Simonet nació el 2 de febrero de 1866 en Valencia, y pronto se vinculó, al trasladarse, a la escuela malagueña de pintura.
Una de sus aficiones fueron los viajes, que justifican andanzas por el mediterráneo, Italia, París, Tierra Santa, Marruecos, etc. De hecho, su obra más famosa, la que se ha dado en llamar “Anatomía del corazón”, a la que también se conoce por “¡Y tenía corazón!”, (otros la llaman “La autopsia”, a secas), la pintó en Roma, en 1890.
En 1901 obtuvo la cátedra de Estudios de Formas de la Naturaleza y el Arte, de la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, adónde vivió una buena parte del resto de su vida, aunque fiel a sus veraneos en Vigo.
Tras un primer paso por el Museo de Arte Moderno (hoy desaparecido y unificado con el Prado), fue cedida al Museo de Bellas Artes de Málaga (actual Museo de Málaga), donde puede verse desde entonces.
Protagoniza el cuadro un forense, realizando una autopsia a una mujer que, supuestamente, sería una prostituta. En aquella época, la mayoría de los cuerpos encontrados en el río Tíber solían pertenecer a meretrices, entre las cuales, resultaba particularmente frecuente el llevar el cabello rojizo.
El forense, que agarra con su mano el corazón de la víctima, fue inspirado por un mendigo que el propio Simonet se encontró por la calle, proponiéndole, tal como era su costumbre, como modelo para representarlo.
Para la chica, se utilizó el cuerpo de una joven actriz que se había suicidado por desamor.
Llama la atención tanto realismo, que encasilló a esta pintura dentro del “realismo social”, aunque es más correcto etiquetarla dentro de la “corriente cientifista” que dominó el siglo XIX.
También destaca por sus claroscuros, resaltando directamente la luz en la piel pálida de la mujer, en contraposición a la oscura pared neutra del fondo, y por la tan bien realizada anatomía del cuerpo y los cabellos.