Revista Cultura y Ocio

Y vuelvo a tener doce años

Publicado el 24 agosto 2017 por Molinos @molinos1282
Y vuelvo a tener doce añosEmpujamos la puerta y entramos. Todo está igual que hace treinta años. El local ha conseguido resistir al tsunami de decoración de interiores que lo ha vuelto todo blanco y apto para una casa en La Provenza y gracias a ese aguante frente a la moda, ha dejado de ser un local como todos, y se ha convertido en algo auténtico. No pone coffe shop, ni gastrobar, ni cool coffe, el rótulo dice Gran Cafetería, porque hace treinta años las cafeterías molaban. Sillas de madera con brazos y tapicería de cuero oscuro, voluminosas mesas bajas.  Pesados e inamovibles taburetes redondos fijados al suelo, delimitando el espacio de cada solitario en la barra,  y grandes carteles con tipografías que estuvieron de moda en los 70 en las que se lee EMPUJAD y TIRAD. El imperativo, esa reliquia. 
Cruzamos la misma puerta, justo en la esquina, dejando atrás el calor inhumano de agosto. Nada más entrar vuelvo a tener doce años y camino rápidamente por el pasillo entre la barra y las mesas pegadas a la cristalera que da a la calle Sagasta. Los camareros, con camisa y chaleco, me miran curiosos desde la barra, ellos saben que al final hay un comedor, yo no lo sé, porque ahora mismo soy una niña y busco el fondo del local dónde me han dicho que hay un teléfono porque tengo que hacer una llamada. Tengo que hacer una cosa de mayores, una cosa que sólo ocurre en las películas y que hace que me tiemblen las piernas y que me sienta absurdamente mayor, como si hubiera crecido veinte centímetros. 
Llego a la esquina del local y miro al fondo, pero el teléfono ya no está. La cabina no ha resistido a la modernidad tecnológica. Nos sentamos y pedimos el desayuno: café con leche y tostada con mantequilla y mermelada.  Todo es "como antes", taza de loza blanca pesada y rotunda y la tostada es de verdad una rebanada gorda de dos dedos de grosor perfectamente pasada por la plancha. Huele a cafetería, huele como mis meriendas con mi abuela en la Cafetería Colón con siete años que me parecían el colmo de la sofisticación. 
Unto la tostada y miro a la plaza, a la fuente en el que se incrustó nuestro coche cuando una furgoneta se saltó el semáforo de Sagasta. Nos embistió por la derecha y nos metió en la fuente. Recuerdo vagamente el golpe, el choque de mi cabeza contra la ventanilla trasera izquierda y el «Papá, ¿qué ha pasado?» 
¿Estáis bien?Sí pero tú tienes sangre en las manos. No es nada. 
Miro por el ventanal y me veo treinta años antes, saliendo del coche, cruzando la calle con mis hermanos de la mano mientras la gente nos miraba. «¿Estás bien, bonita?»  
Sí, pero tengo que llamar por teléfono. 
Doy un sorbo al café y miro hacia la puerta por la que he entrado hace cinco minutos y me veo, me veo caminando con mis hermanos de la mano y preguntando muy seria por el teléfono. «Señor, ¿donde está el teléfono? Mi padre me ha dicho que tengo que llamar a mi madre a decirle que todos estamos  bien».
La cabina estaba al fondo, metí las monedas y llamé a casa. «Mamá, hemos tenido un accidente pero me ha dicho papá que te llame a decirte que estamos todos bien. No, él no puede ponerse porque está fuera, en el coche, con la policía». 
Me muero de nostalgia acordándome de aquello. Y, una vez más, como todas las veces que he pasado por delante de esta cafetería, sin entrar, durante estos treinta años, me asombra que mi madre no muriera de un infarto o asesinara a mi padre por haberme mandado a darle ese susto de muerte.  
¿En qué estás pensando?¿Quieres que te cuente una historia que me pasó en esta cafetería hace treinta años?

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