Revista En Femenino

Y yo sin mi pamela...

Por Expatxcojones

Y yo sin mi pamela...

Entrada club de tenis. Dibujo de Sandra Mata.expatriadaxcojones.blogspot.com


Ayer estuve con mi vecina. Una chica, también catalana, que acaba de ser madre. Quedamos en vernos por la tarde. A la salida del cole. Le propuse ir al club de tenis.
   —Pero… ¿me dejarán pasar? —me pregunta.   —Claro.   —Es que un día intenté entrar con Toni para ver las instalaciones y el guardia de la puerta nos dijo que si no éramos socios no podíamos.   —Tranquila, por un día no pasa nada.
Hace mucho que voy al tenis. Desde que llegué a Tánger hará casi cuatro años. Lo conocí a través de una amiga, que entonces no era amiga ni conocida ni nada. Simplemente una española que me crucé por la calle y a la que abordé sin más.
Aquel día yo iba andando y oí a una chica hablar en catalán. Caminaba justo delante de mí. Iba con dos niños. Hacía poco que yo había llegado a la ciudad y ansiaba conocer gente. Así que no lo dudé. Le di un golpecito en el brazo y me presenté. Después de un rato charlando me lo recomendó.
   —Si quieres conocer gente española ves al tenis. Por la tarde se reúnen varias madres con niños pequeños.   —Ah, que bien. Pues hoy mismo me paso. Muchas gracias.
El tenis está justo enfrente de nuestra casa. Por la tarde, cojo el cochecito y me presento allí. Lo primero que veo es un gran cartel TENIS M’SALLAH, una verja de hierro y un guardián.
   —Bonjour —le digo—. Y entro tan ricamente.   —Bonjour madame —me contesta sin apenas mirarme.
Atravieso lo que parece ser un aparcamiento. Unos metros más adelante me encuentro con una segunda entrada al recinto. A la derecha, se ve una oficina. Cerrada. A la izquierda, algo que pretende ser un restaurante. Esto no está nada mal, pienso para mis adentros.
Continúo. Veo un par de pistas. Parecen bien cuidadas aunque mi conocimiento de este deporte es nulo. Más tarde, un amigo que sí es diestro con la raqueta me comenta que están hechas una mierda. El solar está rodeado de árboles. Hay unas cuantas mesas con sus respectivas sillas y algunas sombrillas. Alrededor, unas flores.La chica me dijo que la zona infantil estaba detrás de la arboleda. Así que sigo un poco más. Y las veo. Un grupo de madres. Charlando animadamente mientras los niños juegan.
   —Hola —digo a modo de saludo.   —¡Hola! —me responden al unísono.
Dejo al niño en el suelo. Saco sus trastos. La pala. El rastrillo. El cubo. Los moldes con figuritas de animales. Ya verás que divertido, le digo. Aquí hay muchos niños. Te lo vas a pasar muy bien.
Me uno al grupo. Hablo poco. Soy nueva. De momento, solo escucho. Y en pocos segundos me doy cuenta de cómo está el patio. En realidad no sé de qué me sorprendo. No es que esperase que esto fuera como Disneylandia pero quizás que, al tratarse de un club privado, estuviera un poco más limpio.
Los columpios no tienen asientos. Alguien ha colocado unos cojines en un intento de poder utilizarlos pero me da que en un momento de despiste se te escurre el niño para abajo. Y ya la hemos liado. El tobogán no está mucho mejor. Justo cuando termina la bajada hay un pincho cabrón. Un hierro que no sé de dónde sale ni qué coño hace aquí, en el lugar menos indicado. Evidentemente, no hay bancos para sentarse. Ni papeleras. El suelo está hecho un desastre. Lleno de basura. Botellas de refresco vacías, bolsas de patatas, pañuelos usados y colillas de cigarros.
Justo al lado de donde nos encontramos hay una especie de pista de squash. Y rodeándola, un basurero. E-NOR-ME. No es que sea un basurero propiamente pero por el estado en que se encuentra, eso parece. Hay restos de obra. Máquinas abandonadas, ladrillos rotos, cristales, cables, tubos metálicos,… y una montaña enorme de desperdicios varios. Incluso veo un sofá viejo. Roto y abandonando. ¿Cómo lo habrán traído hasta aquí?
Se me ocurre comentarlo con las chicas. Me responden con bufidos. Quejas. Comentarios sarcásticos. No soy la única que se ha dado cuenta. Es el pan de cada día, me comentan. Pero la calle está peor, dicen. Al menos, aquí, tenemos a los críos controlados. Aunque hay que ir con cuidado, me avisa una. Tienes que estar siempre alerta.
   —El otro día encontramos un zurullo humano dentro de la casita de madera.   —¡No jodas!   —Sí. Un segundo más y mi hijo se lo come. Entero.
No importa, pienso. He venido a socializar. Así que no voy a hacerme la remilgada. Dos horas después seguimos todas allí. Cotorreando.
   —Yo lo compro en el Supersol y me sale muy bueno —dice una.   —Sí. Yo, también. Antes iba al Carrefour pero ahora ya no.   —¿Y el del Lídel? ¿Lo habéis probado?
Hago esfuerzos por disimular. Seguir la conversación sin que se note. Pero me cuesta. Si esto se alarga mucho voy a acabar pegándome un tiro.
   —¿Y tú? ¿El cerdo dónde lo compras?    Mierda. ¿Es a mí? Estaba despistada. Pon algo de entusiasmo, coño. Pensarán que eres autista. O antipática. O las dos cosas.
   —Eh… yo… bueno… es que todavía no he bajado a Ceuta a comprar.
Me miran asombradas. Parece que haya cometido una falta gravísima. Me pongo un poco nerviosa. Pero apenas se dan cuenta. Ellas continúan a lo suyo.
   —¿Y lo compras todo aquí? —pregunta una.   —Yo no podría. Pero si aquí no tienen casi nada —dice otra.   —Además, todo lo que traen de España es muchísimo más caro —se escandaliza la tercera.
Entonces, cuando ya me veo acorralada, sin ningún argumento con el que defenderme, oigo al niño llorar. Ya voy cielo, le digo. Y mientras me acerco a consolarlo pienso que, por una vez, me alegro de sus llantos.    Por la noche, cuando el Kalvo llega a casa, es lo primero que me pregunta.
   —¿Qué tal tu día?—Bien— ¿Has ido al tenis?   —Sí.    —¿Es muy pijo o qué?   —Bueno… yo no diría pijo exactamente.    —¿Pero había gente española?   —Sí. Había bastantes madres.    —¿Y qué? ¿Son simpáticas?   —Sí. —¿Y? ¿De qué habéis hablado?—Hemos estado TODA la tarde hablando de la compra.
El Kalvo levanta su ceja. Sólo una. La derecha. Siempre lo hace cuando algo le sorprende. Por suerte, a mí ya se me ha pasado el susto y puedo centrarme en lo importante. Le explico la cuota que hay que pagar (que es mínima) y los servicios que ofrecen (ninguno). Y así, entre los dos, decidimos rápidamente que mañana mismo nos daremos de alta. Y si hay que hablar de jamón, de chorizo o de beicon, pues se habla. Y punto. Hemos de empezar una nueva vida y por algún sitio hay que comenzar.
Hoy, casi cuatro años después, tengo que reconocer que ha sido una de las decisiones más acertadas que tomé. Me paso T-O-D-A-S las tardes en el puto tenis. Con los niños. Con las madres. Rodeada de basura y vigilando los zurullos. Aquí he conocido a gente maja. Incluso he hecho alguna amiga. ¿Qué más se puede pedir? 
Por eso hoy he venido con mi vecina para enseñárselo. Ahora que ella también ha ingresado en el club de las madres y necesita relacionarse. Pero entramos y no hay ni Dios. Ni tan siquiera el guardia de la entrada. En el bar, tampoco. Ni en las pistas. No hay un alma en todo el recinto. Estamos completamente solas. Y el lugar, ya maltrecho de por sí, todavía parece más deprimente de lo que es. Viejo. Descuidado. Abandonado y solitario. 
Nos dirigimos a la zona infantil. Por llamarla de algún modo. Ella lleva a su bebé en los brazos. Los míos corretean arriba y abajo. Hablamos de esto y de aquello sin que mis ojos dejen de vigilar las posibles amenazas del entorno. En un momento dado mi vecina se ríe. 
—¿Qué pasa? —le pregunto.—¿Pero de verdad que aquí viene alguien?

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